El amigo invisible
Publicado en Rosario/12, febrero 1992.
Tengo un amigo que se llama Petrovich. Fuimos compañeros en
la primaria. Petrovich siempre fue un tipo raro, de esos que sabían
dos hojas más de las que tenía el libro y le gustaba hacer inventos.
Un día inventó una maquinita para sacarle la piel a los salames y
fue célebre su escarbadientes de puntas ajustables. Yo lo volví a
encontrar en la peatonal Córdoba después de muchos años. Él
enseguida me reconoció porque además, es de esos tipos que aún
teniendo muchas cosas en la cabeza se acuerdan de la gente.
Intercambiamos algunos datos sobre nuestros destinos. Le conté que
yo estaba trabajando de cajero en el Banco Provincial de Santa Fe,
que me había casado, que tenía dos pibes hermosos pero que comían
como termitas. Cuando le pregunté por él, por su vida, contó que
estaba soltero y que seguía con los inventos. Quería ser invisible.
Yo imaginé que Petrovich de tanto hacer funcionar la cabeza se había
pasado de vueltas. Nunca había sido muy cuerdo, pero ocurrírsele ser
invisible... Le seguí la corriente porque quien más quien menos
todos tenemos alguna alteración. Entonces me explicó lo de la
integración y desintegración molecular. Por supuesto que después de
un día de haberle pagado a quinientos jubilados mi cerebro no estaba
en condiciones de entender nada. Nos dimos nuestras direcciones con
la promesa de visitarnos. Él quería conocer a mi familia y al
despedirse volvió a decirme que se alegraba de verme. Yo tomé el
ómnibus que me llevaba a mi casa.
Este Petrovich, pensé mientras viajaba, recordando la vez que nos
enseñó a hacer cerbatanas que tiraban dardos cargados de pequeñas
dosis de cianuro, que él extraía de pepitas de durazno. Cuando
nuestros padres se enteraron de su invento, se lo quisieron comer al
pobre Petrovich, que no tenía palabras para explicar que todo era
inocuo.
Pasaron varios días. Un domingo estaba en casa mirando tevé y
tocaron a la puerta. Abrí. No había nadie, pero una voz me dijo:
–Soy yo, Petrovich.
Al principio me asusté, miré para arriba, y dije:
–Dejáte de joder ruso, bajate.
–Estoy acá, a tu derecha, no me ves porque soy invisible, lo logré,
¿entendés?
Sentí que alguien me abrazaba. Era indudable, Petrovich se había
vuelto invisible.
–Por favor –le dije– no te quedes afuera, pasá.
Llamé a mi mujer, que en ese momento estaba renegando con el más
chico porque se había hecho encima. No sabía si mi amigo había
entrado, ni cómo iba a presentarlo. Mi mujer vino secándose las
manos y me preguntó de mal humor qué pasaba.
–Quiero presentarte a mi amigo –le dije emocionado– el inventor ese
del que te hablé el otro día.
–¿Y?, dónde está –preguntó ella.
–No lo vas a ver, te acordás que te conté que estaba trabajando para
hacerse invisible.
–Sí, me acuerdo.
–Bueno, está acá. Hablá, Petrovich, hablá para que te conozcan.
Petrovich no dijo nada.
–Dale ruso, hablá.
Mi mujer me miraba como si yo estuviera loco y empezó a menear para
todos lados la cabeza, pensando en una broma.
–Rodolfo, no estoy para bromas, haceme el favor, levantá la mesa que
yo termino con el nene.
–Pero no, pará –le dije– a lo mejor se quedó afuera.
Abrí la puerta. Llamé varias veces a mi amigo
–Petrovich, Petrovich –grité.
Algunos vecinos que se acuestan temprano me pidieron con insultos
que me callara. Empecé a buscar explicaciones. Caminé varias cuadras
sin saber a dónde y volví a casa. Terminé de ver el programa que
había empezado y me fui a la cama. Estaba intranquilo, quería saber
qué había pasado en realidad. Mi mujer ya dormía. Para sacarme las
posibles alucinaciones de encima y de paso disculparme, intenté con
caricias empezar a hacer el amor. Ella se negó. Entredormida
preguntó qué me pasaba esa noche. Nunca había estado tan potente.
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