nuevo nombre
Publicado en Rosario/12, octubre de 1992
con el títilo "El nuevo nombre"
El hombre caminaba en una noche oscura como son oscuras las noches en que un hombre camina solo por Santa Fe o por Maipú, cerca de Córdoba. Había pasado por el bar, sin suerte. Los amigos o lo que él creía eran sus amigos estaban de viaje y la noche era la última estación del abrigo, porque amigos en la noche es lo que sobran si por amigos se entienden a los que con una seña se conoce. Pero lo noche era también de esas noches sin suerte y a pesar de los autos y la gente que de a ratos pasaban, parecía estar envuelta en el papel de celofán del silencio. Al atravesarla, la noche hacía ruido, sin que ese ruido se oyese. Y por más que uno quisiera ponerle un contrapeso de alegría como se pone la última vela de la torta, la noche, enrevesada, se rebelaba aplicando lo que ella sabe hacer mejor a su hora: el grito agudo, lejano y anónimo que se ahoga en el sueño de los que duermen. Pero el hombre no dormía, esperaba en su paseo escuchar al menos un grito ya no lejano ni anónimo, mucho menos circunstancial, sino un grito que le reclamara en auxilio o fuga, como son todos los gritos. Pero después se dijo que el grito no debía ser de los demás, sino su propio grito lanzado en medio del silencio de celofán de la noche, para que la noche se quebrara como parece quebrarse el celofán si se lo toca y se abriera por fin a él como la espuma, con la facilidad con que se abre la espuma. Pero ya cerca de la Estación Fluvial y del río por donde ningún barco pasaba, el silencio tuvo la intención de recordarlo y enmudeció cuando el río, ese río sin barcos, golpeó dos veces contra el muelle remolcando el recuerdo de otras noches, de manera que los recuerdos se fueron apilando en el hombre con el orden que se apilan las cosas que no se diferencian. Y tuvo ganas de llorar. Pero la pena no le alcanzaba para llorar, era una pena que al río le era indiferente. Pues ya se sabe que los ríos son como el tiempo y pasan al margen de los demás, sólo si los demás se bañan en ellos, los ríos los denuncian. Pero el hombre no tenía ganas de bañarse. Mucho había hecho por él mismo antes de salir, preparándose para una noche definitiva. Tanto había hecho por él que ahora vacío, como seguramente es vacía la última hora, solo atinó a sentarse en el muelle y a pensar un nombre para él. Al pensamiento hubo que traerlo a hurtadillas como a un bolso pesado sin manijas. El pensamiento del nombre no era fácil. Un nombre que nombre lo que nombra es más difícil que cruzar dos selvas corriendo. Así era de difícil su nuevo nombre, pero también era de fácil decirlo. Decirlo era más fácil que pensarlo. Entonces empezó a decir nombres en voz baja, de manera que ni él ni el río lo escucharan. Al decirlos así parecía rezar desconociendo las oraciones, y quien desconoce las oraciones parece desconocer los motivos de su rezo. Pero él había decidido darse un nuevo nombre, como si al dárselo no fuera alguien sentado en medio de la noche sino alguien que encontrara en medio de esa misma noche el rostro del que gritó en su último sueño. El nombre debía ser también definitivo y tener el exacto lugar que tienen los peldaños en la escalera. Estuvo tanto tiempo en eso que sería imposible contar de la variedad y cantidad de peces que pasaron. Entonces las noche también pasó. Porque las noches no se detienen en los hombres que piensan y muchos menos en los hombres que quieren decir lo que no saben. Hubo que esperar que la claridad lavara los espacios para que el hombre, sin pudores, determinara por fin llamarse Clarice.
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