Reafirmación de mi nombre
Primer
Premio en Cuento. Primera Bienal de la Creatividad Rosario Imagina.
1990. Textos: "Reafirmación de mi nombre" y "Deslugares". Jurado:
Angélica Gorodischer, Mirta Rosemberg, Francisco Gandolfo.
Publicado por el diario “La Capital”
, de Rosario, en julio de1990.
Publicado por la revista “Vasto Mundo” Nro. 6. Municipalidad de Rosario. Octubre/Noviembre 1994.
La
casa era clara y su dueña también se llamaba Clara. Por aquella época, en el
barrio, todos queríamos llamarnos Clara. Solo que a mí, por ser varoncito, no
me hubiera quedado bien. Mis compañeros me cargarían, me dirían mujercita y
esas cosas. Frente a ellos yo decía que mi nombre era Roberto, y todos se
quedaban más tranquilos. Pero aquel nombre me sonaba como pocos. A veces en la
intimidad, lo repetía pausadamente y cuando la lengua me tocaba el paladar con
las dos primeras consonantes, yo empezaba a tener el regusto o el aroma de su
jardín, que en el frente tenía, parados como vigilantes, dos jazmines que con
mirarlos podían olerse.
A
Clara la veíamos poco, sospechábamos que su familia la guardaba como el tesoro
que era. El razonamiento es muy simple si uno observa cómo se deterioran las
cosas a la intemperie. Una manzana, por ejemplo.
Sin
embargo, todos queríamos acercarnos a ella, que ni siquiera iba a la Escuela.
Recibía clases particulares de una maestra alta y flaca como un pino que,
mirándonos desde donde nos miraba, arrojaba sobre nosotros los efluvios de todo
el saber contemporáneo. Era como una enciclopedia de varios tomos ubicada en
una biblioteca angosta. Y cuando pasaba rumbo a la casa Clara, nosotros
dejábamos de jugar para saludarla con respeto. La maestra ponía de un costado
la risa y derechita, desde allá arriba, movía suavemente la cabeza para
perderse después entre los jazmines. Nosotros nos quedábamos con las manos
sosteniendo nuestras mandíbulas, con los codos apoyados en los muslos y la
cabeza llena de suposiciones sobre lo que aquella mujer enseñaría. Seguro que
Clara sabe más que nosotros, dijo una vez uno que casi nunca hablaba, que es
capaz de decir la tabla del nueve de atrás para adelante, que sabe dónde queda
Groenlandia y Disneylandia y hace mapas sin mancharlos, y se lava los dientes
antes de acostarse, y toca de un tirón Para Elisa y, a veces, mira por la
ventana cómo jugamos. Mira por ejemplo como el que nunca habla salta la cuerda
con los brazos cruzados, o seguro que cuando pasa en el auto hacia donde no
sabemos, mira de reojos nuestras casitas de barro. Y si fuera al colegio como
se debe, sabríamos mucho más.
Por
suerte la Escuela, como le decíamos, había organizado esa rifa que daba un
lavarropas de premio y aunque ella tuviera uno para cada tipo de prenda,
debíamos conocerla. Así que con el que nunca habla nos animamos y, parados
frente a los jazmines, con el dedo en el timbre, vimos cómo se nos abrían las
puertas. La casa de Clara era como la soñábamos: un recibidor con estucado
tenue, mesitas con lámparas y mujeres desnudas sosteniendo canastas de bronce,
que se ve no pesaban nada porque las mujeres estaban de lo más contentas.
Esperábamos
a Clara de pie, junto a un sillón con dos apoyabrazos como garras. El que nunca
habla y yo, con las rodillas juntas, imaginando que cuando bajara de la
escalera mármol algo nos sucedería. A mí ya me picaba el hombro y el que nunca
habla movía la rodilla derecha sin que lo quisiese. A veces cruzábamos miradas
sintiéndonos peor que si nos hubiéramos tentado en la parroquia.
Los
zapatos, apenas cubiertos por un vestido floreado, comenzaron a descender la
escalera. Su caminar no era seguro pero la mirada la sentíamos incisiva y
certera. Los pasos retumbaban en el salón como si ella caminara por el techo.
Con voz que no parecía de Clara, preguntó cómo nos iba. Los dos al mismo tiempo
respondimos “bien”.
–Pueden
sentarse si quieren –dijo con la misma voz que yo imaginaba diferente.
Caminando
de costado, buscando mi asiento, sin creer que yo estuviera allí, puse la mano
sobre una de las garras. Ella se sentó en un sillón individual mirándonos
alternadamente. El que nunca habla comenzó a explicar parte de los que nos
llevaba allí, relataba los pormenores dándome la oportunidad de observar a
Clara en sus detalles. De abajo hacia arriba, ella usaba unos zapatos como los
míos, pero lustrados, y parecía calzar mi mismo número, haciéndome pensar en
una de nuestras afinidades. El que nunca habla iba por los premios menores,
recuerdo una radio enorme, pero portátil. Clara lo seguía con atención y yo
seguía con atención sus piernas. Siempre de abajo hacia arriba y con el permiso
que me dio su vestido en el momento en que ella se sentó con las piernas
abiertas, apoyando las manos en sus propias garras, pude ver un pedazo de
pantorrilla. El que nunca habla estaba desatado. Pero las piernas de Clara
tenían una delicada vellosidad que me hizo pensar en que cuando ella fuera
grande se tendría que afeitar como lo hacía a veces mi hermana. Por momentos,
Clara se tomaba de las garras con las manos y, haciendo fuerza con los codos,
se balanceaba separando la cola del asiento en un leve bamboleo. Me di cuenta
de que sus brazos eran fuertes, que podía mantenerse en el aire más tiempo que
yo (si lo hubiese intentado). El que nunca habla ya le había hecho ganar la
rifa, instalándole él mismo el lavarropas. Ella prestaba atención y de tanto en
tanto tragaba saliva demostrando que Adán no la había olvidado. Yo pensé muchas
cosas y recordé que días atrás nos habíamos disfrazado con una peluca de mi
madre, más rubia que la de Clara. El que nunca habla ya iba por el precio a lo
que Clara, o como se llamase, respondió pidiéndonos unos segundos para
consultarlo.
Codazo
mediante, supe que el que nunca habla, además de vender la rifa, había
observado. Ella regresó enseguida y nos explicó, con demasiados ademanes, que a
la salida, una señora con uniforme de mucama nos compraría la rifa. Nos
despedimos casi sin saludarla. Mi compañero iba tomándose del estómago y yo ya
ni sabía qué hacer conmigo. Clara quedó sentada como una falsa muñeca olvidada
en una estación de trenes.
Sé
que el que nunca habla no comentó el suceso. Yo, me fui haciendo más Roberto
que antes, como para nadie se llamara a engaños.
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