Mi parte de guerra
Primer
Premio en Cuento. Premio "Inauguración". Casa de la Cultura de Alvear
(Corrientes).1991.Jurado: Juan Jose Manauta, Hebe N. Campanella y
Orfilia Poleman.
Publicado por la Casa de la Cultura de Alvear. Premio Regional Inauguración. Ediciones Río de los Pájaros. 1991.
Primer
Premio. Concurso de Cuento Joven, organizado por la Municipalidad de
Rosario. 1991. Jurado: Ada Donato, Ana V. Llovel y Celia Fontán.
Publicado por Suplemento "La Isla" del diario UNO de Paraná. 2010.
Publicado en antología "Autores de Concordia". Ed. La luna y el
gato. Chajarí. 2017
Estamos en el
refugio, debajo de la Escuela. Hace aproximadamente un mes que empezó la guerra
y los aviones enemigos pasan a cada rato a tirarnos bombas. La Escuela es un
lugar seguro. Antes de bajar, arriamos nuestra bandera y visto desde allá
arriba, el edificio parece una cárcel abandonada. El único inconveniente es el
espacio. Este sótano, está albergando a más gente de la que puede, uno entonces
tiene que andar con cuidado. Entre los asistentes están el cura del pueblo, el
maestro y el intendente. Del comisario y del jefe de la estación de trenes no
sabemos nada. Justamente mi vecina de lugar, que es también mi vecina en la
superficie, me contó que ambos partieron en el último tren que pasó antes de
los primeros aviones. Pero otros dicen que están muertos. Y es posible, estamos
hablando de personas obesas, a las que les debe haber costado trabajo llegar
antes del ataque. El peluquero asegura haberlos visto tirados en una zanja,
pero algunos, que no alcanzaron al tren, dicen que desde el último vagón los
saludaban. En este sótano no caben más de cincuenta personas, sin embargo,
somos doscientas cincuenta. Todos de pie, uno al lado del otro, separados por un
cordón que divide a la habitación en dos mitades y ubicados tal como dice el
plano del pueblo. Es decir, hay lugares que se inundan. Pero total, dice mi
vecina, si esa gente se inundaba en la superficie, está acostumbrada. Lo
importante –dijo el intendente en su primer discurso– es que estemos juntos,
quizá esto sirva para conocernos mejor. Fue su discurso más optimista, los que
vinieron después, y a medida que fuimos conociéndonos, lograron que la moral
descendiera. Hasta se cree que el sábado no habrá baile. Mi vecina dice que es
porque el cura no quiere. Dice que al otro día nadie está despierto para oír
misa, y debe ser cierto: algo de eso dejó traslucir el padre en su último
sermón. Dijo que aún en estas circunstancias no debíamos dejar de ser cristianos
y, aunque sea una obviedad, todos estamos de acuerdo cuando habla de compartir.
Quien sí se amargó fue el organista. Imagínese padre, le reprochaba a los
gritos, si no hay bailes, no hay paga. Usted sabe muy bien que tampoco hay
limosnas. Nadie lo entiende al organista, nadie entiende cuál es la paga de los
bailes si acá abajo no hay dinero. Si hasta el Presidente del Club, cuando
organizamos el primer baile, dijo que la entrada era libre y gratuita. Me
acuerdo que se paró sobre un cajón desvencijado, se alisó la corbata que
todavía tenía limpia sobre el vientre y, muy sonriente, dijo que a pesar de y
por cuenta de y para no olvidarse de, íbamos a festejar los cincuenta años del
club. Con los pocos papeles que teníamos hicimos unas guirnaldas, que un tal
Julio, haciéndose lugar como pudo colgó de un extremo al otro del salón.
Calvino, puntero del partido que nos gobierna, dijo que nunca había visto una
cosa igual y Julio, antes de que le diera la depresión que hoy padece, lo
festejó con una sonrisa. El organista puso la música. Se las ingenió con una
birome y un peine; le salió un ritmo tipo cumbia que al principio nadie supo cómo
bailar. Mi vecina me tomó las manos y me dijo hay que moverse y yo traté de
acompañarla. A veces nos soltábamos y cambiábamos de pareja, pero nadie se
peleó por esto, y eso fue lo que rescató del baile el Presidente del Club.
Algunos muchachos dijeron que no hubo peleas porque no había lugar ni para
sacar una trompada. A pesar de que sí había bebidas. En realidad, se trataba de
un alcohol puro que nos dejó la Cruz Roja y que el licorero rebajó y mezcló
hasta convertirlo en una especie de anís. Logrando que los heridos al principio
(también ahora) huelan a Ocho Hermanos. Cosa que el médico advirtió antes de
que se diera el parto que todos presenciamos. Varón a simple vista y de cuatro
kilos según los entendidos, descansa bien de noche y se parece a la madre. Lo
bautizaron pero no pudieron anotarlo. El Juez de Paz se nos murió aquí mismo.
Recuerdo que no sé quién reparó en que había que anotar al bebé. Y cuando todos
pensamos en el juez, y lo buscamos, lo encontramos acurrucado en un rincón
completamente muerto. Mi vecina dijo yo no sé cómo no sentimos el olor, pobre
hombre. Aún así, lo velamos y al revés que en la superficie, en sentida
ceremonia, lo elevamos hasta el hueco que nos conecta con la Cruz Roja. El
intendente quiso asumir las responsabilidades legales de anotar al bebé, pero
un abogado que no conozco le dijo que no tenía autoridad para eso, por lo que
la criatura permanece innominada, cada cual la llama a su antojo. La flamante
madre dice que es por culpa del abogado y todos sabemos que armó el batifondo
con el intendente porque es del partido opositor. En aquella discusión, el
abogado terminó diciéndole al intendente: y ruegue que no tengamos elecciones
acá, de lo contrario usted seguro pierde. Se sabe que el abogado, para ganar
adeptos, estuvo repartiendo cepillos de dientes. Y lo hizo, según una señora
que vive cerca de mi casa, porque sin tenemos elecciones acá adentro, el voto
será cantado. A la vez mi vecina me recomendó que no la escuchara, según ella,
esa señora fabula demasiado. Acuérdese de la otra vez, me dijo, cuando ella
aseguró que sabía la fecha en la que estábamos. Haciendo alusión a otros de
nuestros inconvenientes. En el apuro por refugiarnos nadie trajo almanaque, ni
siquiera el imprentero: Hay señores que tienen relojes con calendario, pero
como en todas las cosas, no se ponen de acuerdo. Calculamos el error en un
rango de tres días. Con tantos acontecimientos pegados hemos perdido la noción
del tiempo. Tal es así, que un amigo mío no sabe todavía en qué fecha se casó.
Todos le decimos que es lo menos importante. Él nos recuerda que está viviendo
su luna de miel. Es decir, por ahora no tiene problemas, pero pronto empezarán
los roces de la convivencia. Entonces nos pregunta cuando tiene que dar por
terminada su luna de miel. Hay quien le dice hoy, otro mañana. Desde luego que
por el tragaluz podemos diferenciar la noche del día. Pero a veces, cuando los
aviones se ponen demasiado cargosos, la luminosidad de las bombas nos confunde.
Yo no sé por qué a los aviones se les ocurre atacar de noche más que de día. Lo
único que consiguen es que los chicos se asusten el doble, y que mi vecina se
me acerque más de lo prudente. Con ella despertamos en posiciones dudosas a las
que el cura, quizás por la circunstancia, hace la vista gorda. Pero varias
veces nos negó la comunión. Rito que le niega también a Rulfini, el loco del
pueblo. Es que este hombre, ansioso por no poder salir a la superficie, vive
proponiéndonos a todos que nos consideremos muertos. De esa forma no
sufriremos, dice. Cierto día el cura lo interpeló, recordándole que esto no era
el paraíso, que más bien se parecía al infierno y el loco, rodeado de unos muchachos
que comparten su idea, le respondió cargándolo: ¿y a usted quién le dijo que
irá al cielo? Según el librero, el intendente amonestó después a Rulfini por
dos razones: La primera es que si estuviésemos muertos, él perdería autoridad y
la segunda es que parece que el intendente se considera a sí mismo como
principal custodio de la realidad. Aunque para amonestar al loco, el intendente
necesitó el apoyo del médico, quien entre tantas actividades no dudó en
extender un certificado de insania. El médico es el hombre más ocupado del
pueblo y esta nueva vida le abrió un camino hacia la interdisciplina. Trabaja
junto a una señora muy famosa por sus curaciones informales y juntos progresan
día a día en el conocimiento de las propiedades del musgo. El farmacéutico, a
quien se considera principal responsable de esas investigaciones, se defendió
diciendo que en el apuro por refugiarse solo pudo traer una caja de aspirinas.
Por suerte, una mujer generosa en todo sentido va aportando sus prendas como
gasas y la Iglesia lo entiende. No así los evangelistas, quienes sostienen que
la Biblia no lo contempla. Solo le piden, a la mujer claro, porque con el cura
ni se hablan, que al final de la guerra se convierta. Entre ellos la llaman
Magdalena y nosotros le decimos Mimí. Y aplaudimos cuando hay enfermos que
cubrir, y le propusimos al organista que le pusiera música al asunto, pero él
se negó. La barrita que sigue al loco dice que por chupamedias, pero yo lo
entiendo, ya que además de músico en los bailes y en las misas, este hombre
oficia de monaguillo, y no soporta las contradicciones. Aunque pensándolo un
poco, entre tanta excitación que anda suelta, bien pueden tolerarse algunos
deslices. Y si no, dijo mi vecina, fíjese como anda el verdulero, a quien nadie
le quiere dar la espalda debido a sus promesas de frutas y verduras para cuando
termine la guerra. Que es en definitiva el gran deseo colectivo. Y que se
cumplirá, según una señora media adivina, dentro de poco. Mientras tanto, solo
tenemos oídos para la sirena. Ella es la que nos anuncia permanentemente que
debemos agachar la cabeza, taparnos las orejas y preguntarnos quién será el que
allá afuera, en la superficie, la toca sin desmayos.
Volver al Indice
|