En oportunidad de la presentación del libro en Rosario, 10-08-2016. En Octubre de 1993 compartimos con Fernando Belottini y Jorge Montesino una mesa de lectura, en el marco del Primer Festival Internacional de Poesía de Rosario. Es decir que, en esa ocasión lo conocí como poeta. Es decir que, las palabras introductorias de “Una imaginación que no alcanza”, a cargo de Fernández Chapo, diciendo que los cinco textos dramáticos, que conforman el volumen, parten de una cautivante simpleza poética provocando una fuerte reflexión, son absolutamente claras. Fernando Belottini es un hombre del teatro, a través de la dramaturgia, pero, además, es un hombre de la poesía y de la narración. Es decir que estamos ante un hombre que es un trabajador de la palabra. Es decir que estamos ante un hombre dedicado a la palabra. Si uno visita la página web de Fernando Belottini puede corroborar esta cuestión de su gran trabajo con la palabra: narrativa, poesía y teatro, entre los que se encontramos “Una imaginación que no alcanza”, que cuenta, es de destacar, con el apoyo del Instituto Nacional del teatro.
Fernando Belottini nació en San Jorge, pasó su infancia en María Susana y su adolescencia en Las Parejas. Luego, residió en Rosario y Córdoba. Y desde el 2000, vive en Concordia. Fernando es un hombre publicado, premiado y entrevistado en diversas oportunidades. Particularmente, he leído, de este libro “Una imaginación que no alcanza”, el texto “Un vodevil”.
Un tipo de unos cincuenta, Ernesto Capdevila, está tirado en el sillón del living de su casa, con un aparente problema de estrés, y mantiene un desopilante pero real diálogo con su hija, Tamara. Aparece un médico de la empresa en la que trabaja para verificar su estado de salud y, otra vez, un insospechado diálogo se apodera de la escena. Hace su aparición la esposa de Ernesto y madre de Tamara, Isabel, a la que un policía llevó hasta su casa dado que tuvo un accidente y ha perdido la memoria. Se produce, una vez más, un diálogo estupendo entre la madre y la hija. Los diálogos son un saltar de frase en frase, haciendo impecable gala de una brevedad repleta de matices en dónde la realidad es la que reina. Y luego Ernesto y Tamara en diálogo con Isabel. En donde ese hombre en estado de estrés es una isla, al igual que la hija y su propia problemática y al igual que la esposa que, además, perdió la memoria. Tres individuos enmarañados en unos comentarios en los que pareciera que lo único que prima es el desconocimiento del otro. Y llega un nuevo médico para corroborar el estado de Isabel. Y en un determinado momento se encuentran, Ernesto, Isabel, Tamara y los dos médicos, que casualmente se conocen. Llega además, el Jefe de Ernesto, Bacigalupo, que piensa que Ernesto no es Capdevila sino Fernández, a pesar de que hace años que es su Jefe. Llegan dos compañeros del trabajo de Ernesto: Esteban y Víctor. Llega Pablo, que estuvo internado en el mismo Hospital que Isabel y quiere saber cómo está ella. Que, entretanto, ha decidido irse de su casa por la amnesia que padece. Y a la que Pablo, su reciente y ocacional amigo, invita a su casa para que se vaya con él.
Así, en este modo de catarata de palabras y más palabras que se entrecruzan permanentemente de modo brillante, Fernando Belottini nos introduce de manera inteligente y entre diálogos desopilantes en la realidad más cruda. Un hombre agotado, que no es reconocido ni por su propio Jefe, una familia aislada en cada uno de sus personajes. Encuentros casuales de dos profesionales que fueran maestro y alumno. Compañeros de trabajo en la cercana distancia que en si mismo plantea esa relación. Y la inmediatez y la sorpresa cotidiana del encuentro, en cualquier circunstancia y a cada paso de la diversidad de la vida, como es el encuentro de Isabel con Pablo. A continuación un monólogo de Bacigalupo, Jefe de Ernesto Capdevila, a quién reconoce como Fernández.
Capdevilla, Capdevilla. Conocí una vez a un Capdevilla, trabajaba con nosotros, buen tipo, tranquilo, de familia. Pero un día me vino a ver, yo estaba en mi oficina, que no era como la de ahora, antes no estaban las computadoras, era todo más de madera, salvo la máquina de escribir, claro, ah, y los ficheros, los ficheros también eran de chapa. Ahora es todo hierro y vidrio, ¿vio? y los ficheros son de madera qué curioso, pero tienen el color del hierro. Me acuerdo que yo estaba bastante ocupado, como siempre por supuesto, uno no puede ser jefe si no está ocupado, qué gracia tendría. Y yo ya era jefe. Claro, tenía menos gente a cargo, pero Capdevilla trabajaba conmigo. Creo que estábamos de cierre de balance y vio que en esa época los contadores se ponen cargosos, se creen que en un día se puede cerrar todo, tener todo listo. Los contadores viven en otro mundo, no viven la diaria, no viven el fragor del negocio, les importa la contabilidad, los registros. ¿Nunca le dije Fernández que cambian los tiempos pero los contadores siguen siendo los mismos? La verdad, me tienen podrido, pero yo nunca digo nada, ellos tienen poder, ¿será que la Universidad da poder? A mi hubiera gustado estudiar, pero claro, era otra época, uno trabajaba como un burro. Ah, y sabe qué pasó, viene este Capdevilla y en medio de ese balurdo me dice que se va, que se siente mal. Entonces le pregunté qué le pasaba, pero el tipo no me podía decir lo que le pasaba, lo único que decía era que se sentía mal. Nunca me había pasado algo así. Cuando uno se siente mal es porque le duele algo. Qué es eso de "sentirse mal", tiene que haber una causa, algo que no funciona. Si no, uno presume que lo están cuenteando. Lo raro es que el tipo no era un mal empleado. Era como si de un momento a otro hubiera cambiado. Como si hubiera dejado de ser el tipo que yo conocía. Así, tan redepente como decía Catita. Mire, si por lo menos me hubiera dicho que le dolía la cabeza, yo me hubiera quedado tranquilo, hubiera pensado: bueno, comió algo que le cayó mal, debe ser el hígado. Entonces le mandé el médico, urgente, imagínese, no me iba a quedar como un tonto creyendo lo que me decía. Y el médico no me dijo nada, me pasó un informe con letra de médico, porque antes pechábamos la lapicera ¿vio?, no como ahora que le mandan esos informes impresos que igual no se entienden, usan cada palabra, qué sé yo. Pero entendí como que el tipo tenía estrés. ¿Estrés? Nadie sabía lo que era el estrés en esa época. Estrés psicofísico. Qué tal.
Fernando Belottini: un trabajador estupendo de la palabra y de los personajes y un agudo observador de la realidad más cruda expuesta a través de la dramaturgia.
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