Mido
más de un metro ochenta, peso noventa kilos y quiero ser mecido por
mamá. Lo hemos intentado varias veces y nos caímos al suelo. Sé que
todas las mañanas ella se levanta temprano y hace unos ejercicios
para obtener la tonicidad muscular que le permita sostenerme. A su
vez, yo estuve pensando en algún mecanismo que lo permita. Los dos
confluimos en la misma idea. Ella por voluntad de madre, yo por un
misterioso sentimiento de abandono. Mamá, con sus ochenta es frágil
aún, pero piensa que el amor lo puede todo. Quizás esté equivocada.
Hoy
colgué una hamaca paraguaya en mi cuarto: va desde el poster de
Madonna (al lado del crucifijo), hasta el dintel de la ventana. Está
un poco alta, es cierto. Para subirme, doy un salto desde la cama y
quedo colgado de los brazos apoyando el pecho, luego trepo con las
piernas hasta acomodarme y termino encapsulado como una salchicha de
Viena. Siento que al mecerse la hamaca, floto. Es demasiado etéreo,
faltan los brazos de mi madre, que seguro están fregando los platos
de la cena o planchando la ropa que se arruga al lavarse.
La
llamo, ella viene secándose los brazos en el delantal.
Ahora
no sabe qué hacer, dice que estoy muy alto. Le sugiero que se suba a
una silla, no puede ser tan limitada, tenemos escalera en casa y ni
lo piensa. También podría pararse sobre la cama, levantar los brazos
y sostenerme con las manos por la espalda, como si levantara un
trofeo. Pero tal vez sepa, o comprenda, que en realidad me sostienen
los ganchos de la hamaca, muy fríos, que al moverse crujen
lamentándose. Tal vez sepa también que de ese modo los esfuerzos por
mecerme son de otros y no quiera hacer nada, salvo quedarse
mirándome como si yo fuera un perfecto idiota que ni siquiera sabe
engañarse a sí mismo.
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