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Beatriz Actis

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"Simenon - París

 ¿Cómo nombrar París sin decir París?

 

A las tres de la tarde llegué a la Gare du Nord y caía aguanieve. Yo nunca había visto nevar: "Pues esto no es la nieve”, dijo una mejicana al pasar junto a mí y atropellarme con su bolso y su valija. Claro, pensé, no lo es comparada con el paisaje del Polo en esas películas de la televisión de los sábados por la tarde sobre Amundsen y las exploraciones en el Ártico en las que, fieles a la historia, Amundsen es interpretado por actores de caras nórdicas, trágicas, como la de Max von Sydow, por ejemplo, y entonces, al lado de la visión en pantalla de gente perdida o andando con perros y precarios trineos por un continente de hielo, con los dedos de los pies a punto de ser amputados, lo que estaba cayendo a la tres de esa tarde de febrero sobre los andenes de la Gare du Nord en París no, no era la concreción de ninguna idea cinematográfica de la nieve, ni seguramente tampoco era la idea al respecto de la mejicana que ya se alejaba atropellando otra vez extranjeros con sus bolsos por el frío, inhóspito andén de la gare.

Mientras caminaba hacia el hall central con mi valija y mi paraguas preparado para las lluvias subtropicales sudamericanas y no para el aguanieve de París, recordé a propósito del clima que había estado hacía unos quince años en Bariloche en el viaje de egresados del colegio secundario, pero como era verano no nevaba y sólo había podido tocar una nieve aguachenta y sucia en la cima de uno de esos cerros qje visitan los turistas, y que yo visité, cerros llamados Otto o Catedral. Ahora finalmente había devenido en turista pero en París, es decir, había realizado el viaje deseado, la fantasía anhelante de la lectora de “Rayuela” que hace quince, veinte años -también en la época del viaje a Bariloche- yo, por supuesto, había sido. Estaba llevando al cabo al fin aquella idea postergada desde las clases rutinarias en la Alianza Francesa, a partir de la fascinación ante las imágenes de algunas películas elegidas, de aquellos programas por cable de la televisión de Québec, ante los innumerables relatos de viajes contados por tanta gente disímil -los detalles sensibles, previsibles o imbéciles de otros tantos turistas. Pensé en los sueños y en las pequeñas pesadillas diurnas a propósito del viaje, también en la fantasía secreta y jamás cumplida de poder viajar a París junto a Esteban. Cerré un momento los ojos para imaginar el perfil de su cara: la estación quedó vacía, el tiempo giró, llegué a entrever sólo sus pómulos. En los sueños, pensé además en algún momento de la marcha -lo pensé como en una revelación que nada tenía que ver con el instante de mi llegada a París, bajo esa lluvia particular que ya reconocía-, en los sueños no hay donde esconderse. Y también: las pesadillas vuelven con el día, emergen como el cadáver de un ahogado. Seguramente, en las pesadillas de mi vida también había estado esperándome París, como un animal en la selva, escondido y expectante como un ladrón, acechante, tenso, resguardado por la sombra.

 

II

En el tren, antes de arribar, durante el trayecto desde Frankfurt, llegué a planear un viaje próximo a París para la primavera, porque el que estaba realizando ocurría en febrero, en el invierno tenaz. Todavía no había llegado y ya planeaba volver; eso era algo que me sucedía demasiado a menudo: cierta nostalgia emanada del presente, la búsqueda incesante de lo que, en definitiva, ya poseía. Para salvarme de la ansiedad e incluso del aburrimiento del paisaje por la ventanilla, había recorrido el itinerario del comisario Maigret por París en mi cabeza, y además trataba de recordar los títulos de las novelas que se desarrollaban en sus distintos barrios o calles, por ejemplo: "Maigret en Pigalle” o "El loco de Montmartre” o "Los cuerpos sin cabeza en Montparnasse”. Debo aclarar que en esa última época, durante el verano, en mi casa, en el subtrópico de la zona del Litoral, donde vivía, leía un Maigret aproximadamente cada dos días. Simenon, se sabe, es un escritor prolífico; la saga de los casos policiales del comisario Maigret, sospecho todavía, posee un número incontable, infinito de aventuras, aunque los datos de los bibliófilos sostengan que se trata de una serie de doscientos títulos. En noviembre, por ejemplo, que tiene treinta días y es cuando comienza el verano (aunque en el Litoral, finales de agosto ya sea el verano definitivo), yo leía en más o menos dos días, una novela; de ese modo, cualquiera puede multiplicar, quince novelas de Simenon - Maigret por mes. Y de septiembre a marzo, la época de mayor calor, quince libros por siete meses da un total de ciento cinco libros por año, y después, sólo restaba el descanso otoñal e invernal de cinco meses sin Maigret. Pensé con resignación en algún momento de mi viaje en el tren que me había trasladado desde Frankfurt hacia París que no había llevado conmigo ningún ejemplar: dependería, entonces, de la pura memoria. Aún prefiero, entre todas, y eso lo sostengo todavía, la vieja colección de Luis de Caralt Editor, de Barcelona, con sus ridículas versiones españolas, que solía comprar a menos de un peso cada una.

Cuando no las conseguía, me conformaba con Las novelas de Maigret editadas por Forum, también de Barcelona, en su publicación semanal de los años ‘60, con hojas rústicas que lastimaban los dedos y sus tapas azules, verdes o rojas que permitían reconocerlas incluso en los estantes más ocultos de las librerías de usados. También Esteban me compró alguna vez un libro olvidado sobre las recetas de la señora Maigret con prólogo escueto de Simenon ilustrado por algún dibujante optimista, con el rostro rosado de Maigret imaginado como un gordo afable que sonríe desde la tapa brillante, con datos sobre comidas mencionadas en las novelas como por ejemplo la sopa de cebolla al gratén pero con queso Gruyere auténtico de Suiza, según se recomienda en el libro en una nota al pie, o truchas au bleu, o choucroute a la parisiense o cabeza de ternera en tortue, y en ese momento recordé también uno de los títulos: "Maigret y los cerditos sin rabo”, aunque ése era el nombre de una historia con crímenes y no de un plato cocinado por Madame en el departamento del boulevar Richard Lenoir.

        Y de pronto allí estaba yo, en el hall de la estación, haciendo la cola para cambiar mi dinero y para pedir o comprar un plano de París después y bajando finalmente a tomar el métro y subiendo al rato arrepentida para llamar un taxi. Pero mientras caminé y caminé bajo el aguanieve en el largo andén, y llegué hasta el hall central, y fui según lo planeado a la oficina de informes, y recibí un mapa con publicidades de las grandes tiendas en donde no estaba señalado el Bois de Boulogne, y compré entonces un mapa de papel más resistente en donde sí estaba señalado el Bois de Boulogne, y bajé a tomar el métro, y me arrepentí ante la gente y el peso de mi equipaje, y tomé un taxi, y miré por la ventanilla la ciudad soñada y esa primera impresión no me gustó o no me sorprendió demasiado, mientras hacía todo eso que marcaba que finalmente había llegado a París, no podía dejar de pensar en las largas horas calurosas de mis pasados veranos en compañía de Simenon. Pero en realidad tampoco podía dejar de pensar en Esteban.

Recordé un episodio reciente, que terminó de decidir mi viaje a París. Esteban revisaba unas cajas repletas de fotos y de recuerdos buscando las cartas de su novia de juventud para mostrármelas. Yo no quería leerlas. Confesó que durante años siguió soñando con ella, incluso cuando ya estaba enamorado de otra mujer (y por supuesto, en ese caso tampoco se trataba de mí). Comprobé en ese momento una vez más que su vida estaba llena de compartimentos estancos, que su deseo sobrevolaba otros lugares y otros cuerpos, siempre disperso, lejos de su centro (tal vez, yo hubiese querido ser su centro). Encontró entre los cajones - ocultos tras pisapapeles y objetos antiguos de escritorio, con cabezas de caballo de bronce y plumas inclinadas sobre tinteros- algunos de los libros que había heredado de la biblioteca familiar. Me extendió la mano apretada: aferrado entre los dedos había un ejemplar amarillento. Era "Las flores del mal" en francés, en una edición rústica de los cincuenta, con ilustraciones de colores sepia. También, entre los papeles, rescató una de las cartas de su madre. Su madre, dijo, le escribía en aquellos años porque nunca le había podido hablar mirándolo a los ojos. Y a él, durante toda la adolescencia, no le había importado más que perpetuar esa ceremonia inmóvil de no escuchar jamás las palabras de su madre. Interrumpí el monólogo, le dije que el presente no me conformaba, me animé a musitar que quería ser importante en su vida. Respondió sin mirarme siquiera: "Me tenés a mí". Dudó un instante e inclinó levemente la cabeza: "No tenés nada".

 

III

El hotel que tenía reservado estaba cerca de la Gare de Saint - Lazare, tuve tiempo entonces de desplegar el mapa bueno (el de las grandes tiendas permanecía arrugado en el bolsillo de mi abrigo) y traté de ubicar, antes que el hotel, los lugares frecuentados por Maigret. Por ejemplo: el camino desde el Boulevard Richard Lenoir hasta la Place de la Bastille, por la rue de la Roquette hasta el cementerio de Pére Lachaise -en donde está la tumba de Jim Morrison, habrían acotado seguramente mis compañeros más jóvenes de la Alianza, aunque poco me importara Morrison en ese momento-, o bien, el cementerio de Montmartre, en donde me imaginaba a mí misma, y no a Maigret y menos a la señora Maigret, bajo la nieve, hablando con las tumbas, las obsesiones marcadas en los rostros de la gente como yo, gente extranjera, bajo el helado aire parisino, en un cementerio de famosos, enfrentando a los muertos célebres de una buena vez. Cuando cruzamos con el taxi el Boulevard Haussmann para llegar al hotel, pensé en aquel poema de Vallejo, pero no en el del aguacero sino en el otro, en que le dice a la madre que hay un sitio en el mundo que se llama París, un sitio muy grande y lejano y otra vez grande. Recién entonces levanté la vista y saqué el dedo de mi plano mientras pensé: Es cierto. Soñar no cuesta nada.

 

IV

Se cumplían en aquellos días diez años desde la muerte de mi padre. Una de mis pesadillas recurrentes era el momento de la cremación, a la que la familia había accedido por expreso deseo de mi padre. Me despertaba angustiada sin recordar en el momento demasiado, pero a lo largo del día el sueño adquiría una nitidez macabra: los empleados del crematorio, con guantes y caras de expresión indiferente, abrían el féretro para que viéramos por última vez los restos de lo que fuera mi padre, y ante nuestros ojos sus huesos oscuros, estáticos entre un fluido rojizo, nos llenaban de espanto. Esto en realidad nunca había sucedido: el cuerpo de mi padre había sido cremado pero jamás su ataúd fue abierto ante nuestros ojos (el sueño actúa, es cierto, como un hermano de la muerte). Durante mi residencia en París, al despertar en el hotelito de la rue Pasquier, lo primero que hacía cada mañana era inspeccionar el plano de la ciudad. Antes incluso de conocer los paseos y los monumentos clásicos, señalé los tres cementerios visitados por turistas: Pére Lachaise, Montmartre y Montparnasse. El Boulevard Richard Leloir estaba más cerca de Pére Lachaise, sólo por eso fue hacia allí adonde decidí dirigirme en primer lugar. El punto de partida de Maigret en París era siempre el Boulevard Richard Lenoir, donde estaba su casa, es decir, el departamento que ocupaba junto a la señora Maigret, que con los años fueron ampliando y en donde se desarrollaban tantas historias y el comisario tomaba sus calvados en tanto pensaba en la resolución de sus casos, y uno de sus recorridos frecuentes era llegar a la Place de la Bastille para marchar después por el lado contrario al cementerio de Pére Lachaise, inclinando su rumbo hacia el Sena.

Caminé en aquella tarde particular de febrero hacia la boca del métro, y lo hice llena de recuerdos y de citas; yo había llegado a París detrás de un deseo pero también escapándome del recuerdo de Esteban. Y el recuerdo que más me perseguía era el de su cuerpo. Había algo misterioso y terso en la piel de Esteban que pedía ser tocado, que me impulsaba a acercarme. Durante nuestro último encuentro, mientras él me acariciaba -mi cuerpo apoyado contra la pared, él reclinado sobre mí- nuestras bocas simplemente se pusieron a la par, sin besarse, rozándose sólo unas pocas veces, y era ese estar simultáneo de los labios, frente a frente, a milímetros unos de otros, a milímetros de leve y profunda distancia apenas, eran esa proximidad y ese aliento contenido un vacío de tiempo, un olvido perenne, la forma más dolorosa del deseo. El Sena corría paralelo a mi cuerpo, iba caminando por la orilla derecha hasta la boca del métro para llegar a mi primer lugar de destino (un hombre esperaba en el centro mismo de la tarde, debajo de un puente, se parecía tanto a mi memoria de Esteban, me acerqué un poco, aún recuerdo de qué color tenía los ojos). Me sumergí en los ásperos mundos de los trenes urbanos, en el trayecto revisé la Guía Michelin y pensé que, después de Pére Lachaise, me quedaban todavía por conocer los sepulcros de pintores en el cementerio de Montmartre y, al menos, los de Sartre y Simone de Bouvoir en el de Montparnasse.

También recordé los contornos sombreados de la cara de Jean Gabin dibujados como un retrato apócrifo de Maigret en la tapa de algunas de las ediciones baratas, y me pregunté adónde estaría enterrado Jean Gabin. Cuando volví a la superficie, crucé una avenida y, agobiada por el frío, entré en un café para beber chocolate caliente; necesitaba una pausa antes de enfrentarme con mi primer destino -el café se situaba justo enfrente de Pére Lachaise; pensé si el mismísimo Simenon no estaría enterrado allí. Bebí a pequeños sorbos y crucé la calle para llegar hasta una entrada lateral, pero antes abrí otra vez la guía para buscar un plano y elegir qué muertos ilustres visitaría. Fue entonces cuando entré al cementerio como a una patria compartida. Un contingente de devotos pasaba como un barco delante de mi vista, la proa dirigida hacia la tumba de Jim Morrison. Ahí estaba yo, persiguiendo los fantasmas de otro, los rastros de un personaje entre tantos cuerpos corroídos, pero también cercada por el cuerpo vencido de mi padre, por el fantasma del cuerpo perdido de mi amante (fantasmas, finalmente, no más que muertos privados de sus cuerpos).

Vi un aljibe en el centro del lugar, erguido junto a estatuas en una pequeña plazoleta a modo de rotonda; recordé haberla visto antes en un documental sobre las tumbas famosas en una clase junto a mis compañeros de la Alianza, y creí escuchar la voz de Esteban como un eco leve que juraba acompañarme alguna vez a París, su voz que volvía a resonar en mi cabeza en el medio de la tarde fría. No hubo como aquellos tiempos, pensé con nostalgia, resignada ante la revelación, pero después, a medida que caminaba entre los senderos desnudos, tuve la lucidez de entender que estaba olvidando todo lo que me separaba de Esteban, incluso lo que llegué a odiar y a temer en él; que sólo extrañaba lo que mi memoria convertía en la punta del iceberg y relegaba los ocho novenos sumergidos, lo más mezquino, lo más rutinario y también lo más cruel.

Mientras caminaba por Pére Lachaise buscando en la guía las referencias de los sepulcros famosos (Proust, de la Croix, Kardec, el fundador del espiritismo, Yves Montand y Simone Signoret en la misma tumba sencilla), sentía por primera vez el sin sentido de aquella pasión atada al pasado. Un cielo bajo iba ahogando la tarde; empezaban a caer en forma lenta copitos de aguanieve sobre mis hombros y en aquel momento me resultaron más familiares que en el día de mi llegada a la ciudad. Sólo pensé: Que nadie me vea llorar; debo guardar la angustia, el miedo, guardarlos únicamente para mí. Nadie robará mis pensamientos. Lo cierto es que atardecía en el crudo invierno y yo estaba sola y un poco perdida en algún lugar del antiguo cementerio, añorando incluso las imperfecciones del cuerpo de Esteban, y la nostalgia del deseo se resumía entonces en la nostalgia de nuestro último encuentro. En mi recuerdo idealizado salían de sus manos flores frescas.

Llegué a una esquina de calles con panteones, nadie venía, nadie me podría ver. Un gato negro con las patas blancas se escabullía entre los senderos. Robé un ramo de narcisos de una tumba que desconocía, volví sobre mis pasos y los puse sobre la lápida de Montand y Signoret. Me qjedé un rato quieta en el mismo lugar, temblando por el frío, sintiendo el reflejo, los espasmos de aquel horror tardío junto al féretro de mi padre como hacía diez años, cuando suspiramos y rezamos frente al cuerpo de mi padre a punto de arder. Un árbol a mi lado se agitó como se agitan las ventanas de una casa abandonada, como el agua bajo el viento -en verdad, hay cierta extrañeza que brindan los paisajes tenebrosos, la lenta poesía de la muerte- y decidí que era el momento de partir.

 

V

Durante el resto de mi estada en París, aquel invierno, los días trajeron un lento alejamiento de algunas emociones de mi vida anterior, cierto repliegue en mi atormentada pasión por Esteban y -al menos eso es lo que yo esperaba- una calma aceptación de lo que había significado en nuestras vidas (la de mi madre y el resto de la familia) la muerte de mi padre.

Seguí recorriendo la ciudad en aquellos días como si caminara junto a Maigret y la ciudad se convertía por momentos en una maqueta de París construida con el papel barato de las Ediciones Forum (¿pero no había leído yo alguna vez, acaso, que el París de Simenon era apócrifo porque en realidad se trataba de una reminiscencia de Bruselas? Ya comenzaba en mí, una vez más, la falta de certezas)

Me abandoné a las sensaciones de mi cuerpo -marchando, mirando, deteniéndome a tocar una piedra, una planta- como quien se enfrenta a una cornisa desde donde es posible asomarse apenas para espiar la vida de los otros, pero desde donde también es posible arrojarse sin vacilación hacia el vacío. El nombre de Esteban me persiguió hasta París (sentía entonces que, a pesar del hastío, todavía no podía abandonarlo), y esperaba que París resultara ser, sin embargo, con el paso del tiempo, la ciudad natal de un cambio de mirada para mí.

 

VI

Un atardecer, en las mesas sobre la vereda de una librería del Boulevard Saint - Michel, enfrente de los Jardines de Luxemburgo, me detuve a revisar libros de arte, desconocidos y baratos. Entre ellos encontré uno con fotos de gatos en París, en blanco y negro, gatos sobre tejados, aceras, terrazas, árboles de parques, ventanas, salones, frente a espejos, estáticos, fugaces, junto a fragmentos literarios protagonizados por gatos y escritos por Colette, Baudelaire, Robert Desnos y Mérimée. A mi lado, curioseando ese libro por encima de mi hombro, vi a un hombre joven, con aspecto huidizo, ojos oscuros, rasgados, y vestido de modo descuidado.

Era chileno, tenía diez años menos que yo, estaba recorriendo Europa en viaje iniciático, hablaba un pésimo francés: le traduje el fragmento de Colette (conocía al menos la versión en español del poema de Baudelaire). Fue mi compañía durante las últimas largas, tranquilas semanas de aquel viaje.

Nos sentábamos juntos en el Luxemburgo -él vivía en un hotelito del Quartier Latin, en la orilla izquierda del Sena- entre los escasos verdes invernales y junto a dispersas flores genuinas, para contarnos algunas de nuestras historias. Había leído novelas de Simenon, pero nunca la saga del comisario Maigret. Había recorrido Pére Lachaise, en sus primeras jornadas en París, sólo para enfrentarse con la tumba de Morrison, atosigado por la duda de si el cuerpo estaría realmente enterrado allí. No entendía que yo hubiese estado en el cementerio y no hubiera visitado la tumba de Morrison (me preguntó en cambio quién era Simone Signoret). Le gustaba el francés, que tanto le costaba pronunciar, y le parecía particularmente nostálgica la palabra “cimetiére” (cómo no iba a serlo). En un principio no le hablé de modo directo sobre mi relación con Esteban, pero la figura de Esteban se recortaba nítidamente entre nosotros.

Me regaló una fotografía de Jacques Prévert de 1946 en forma de postal publicada por Editions du Désastre en la que él está sentado en un café de París acariciando a un gato negro y blanco que duerme sobre una mesita - me aclaró sonriendo: “La compré por el gato”-, atrás había garabateado estas palabras: “Para mi nueva amiga, que no me cuenta realmente qué le pasa”. Ante el reproche, lo primero que le conté fue el argumento de aquella película con Bill Murray que tantas veces habíamos visto con Esteban por televisión, en que el personaje se queda atrapado en un pueblito con nieve y siempre es dos de febrero, por lo tanto la rutina se repite inexorablemente y sólo logra amanecer el día tres cuando se convierte en un hombre mejor - eso dije- y consigue el amor de Andy McDowell, así le expliqué que en París cada día pensaba: Aguanieve, ventisca, sola en la ciudad, tengo tanto miedo de quedarme atrapada para siempre. (Sin embargo, en nuestros encuentros y en nuestras caminatas a veces pensaba que era él quien había venido a rescatarme, al menos, del recuerdo de Esteban. Yo era entonces una de esas personas que requieren que se las venga a rescatar). “Eso es lo que me pasa”, le dije.

Se sonrió pero con cierta ironía: “Sigues sin decirme la verdad”. Decidí hablar sin metáforas. Le dije: “Mi amante tuvo un hijo”. Hice un silencio: “Y me ha abandonado”. Expliqué después que mantenía desde hacía años una relación oculta con Esteban, que cada una de sus palabras era sincera y cruel hasta el punto de que muchas veces había deseado que me mintiera, que había decidido viajar sola para intentar olvidarlo pero que en París extrañaba su olor, que hasta un aroma circunstancial (caminábamos en ese momento a orillas del Sena, entre viveros) podía ser devastador e incluso pérfido, que la indiferencia y la soberbia de Esteban -que llegaban a ser para mí una forma de violencia- no lograban sin embargo alejarme de su cuerpo.

"Su cuerpo es un imán”, dijo mi amigo mientras doblábamos por una de esas callecitas con bibliotecas en lenguas exóticas y negocios con artesanías tailandesas y objetos de arte y ropa étnica. Le dije que me herían las palabras y también la manera de actuar de Esteban, que yo lo amaba y él a mí no, así de simples eran las cosas.

Me sentí ridícula hablando de amor con casi un desconocido y también superficial al descubrir en el relato que, al fin y al cabo, la historia que me había atormentado en esos últimos años no era más que una historia clandestina de tantas y que en la vida de Esteban podía resumirse con alguna palabra vulgar: infidelidad o adulterio.

La paternidad reciente de Esteban me había herido de un modo que no había creído sería tan desolador, quizás enfrentada a mi propia necesidad no satisfecha de ser madre algún día. Yo nunca tendría un hijo con Esteban. A él no le importaba. Resplandeció en mi memoria, como un improvisado aleph, toda mi vida en un instante, y rogué que mi vida ya no dejara huellas, como escrita en el agua.

 

VII

Caminamos bajo la nieve como guerreros invernales. Mi amigo había llorado, me dijo, cuando pisó por primera vez una plaza antigua de Europa y entró a una catedral de piedra. Me contaba sus sensaciones y sus experiencias de viaje, pero yo ya no podía dejar de hablar sobre Esteban.

Hubiera querido tener aventuras con hombres de paso, que no dejaran rastros -le confesé nuevamente en las orillas del río, reclinados nuestros cuerpos contra la baranda de un puente- y debería haber huido hacía años de la vida de Esteban, pero sólo él existía para mí. Sabía que nunca me había querido; al decirlo en voz alta, me sentía derrotada por mi propia decepción, por esa piedad indigna hacia mí misma.

Después de escuchar mi relato, él también me contó una historia de amor de su adolescencia, plena de malentendidos y desencuentros. Fuimos cada vez más cercanos y nos convertimos en hermanos melancólicos en nuestro deambular por la ciudad, confiándonos las penas pero también soñando con seguir juntos nuestro viaje (el mío, según había planeado hasta el momento, terminaría en Frankfurt, el mismo lugar en el que se había iniciado, y el suyo, quizás, en Barcelona), con reencontrarnos de regreso, en algún lugar intermedio entre Santiago de Chile y el Litoral argentino, algún lugar, por ejemplo, de la provincia de Córdoba, sólo para no postergar indefinidamente nuestra conversación.

 

VIII

Una noche, mientras las luces difusas daban a Notre Dame reflejos azules como témpanos y nosotros caminábamos, desprotegidos ante el frío y la nostalgia nocturna hacia algún barcito de la isla de Saint Louis, pude mencionar ante él, finalmente, la muerte de mi padre. Como al abrir un álbum perdido, o esas viejas cajas de recuerdos, o alguna futurista cápsula del tiempo que al ser desenterrada después de años nos muestra las ingenuidades del pasado, así me enfrenté una vez más con el cadáver de mi padre. Esa misma noche hicimos el amor en su cuarto de hotel. Fue dulce. Su cuerpo tenía otra cadencia, otro perfume, nada en él me recordaba el cuerpo de Esteban, y todo a la vez en el acto mismo me lo recordaba. “¿Cómo se hace para dormir bien?”, me preguntó poco después de la medianoche. “No sé”, le dije. “Hay que tener los pies calientes y la conciencia tranquila”. En ese momento nuestros pies estaban calientes. Dormimos enredados hasta el amanecer mientras, afuera, se derramaba aguanieve en las callecitas nocturnas. Nos teníamos de una forma extraña. De ahí en más, pasaría junto a él las noches que me restaban en la ciudad.

 

IX

La insatisfacción era mi patria. Estar y no estar. Ir y volver y volver a ir. Sin poner el cuerpo. El cuerpo era el de mi padre y yo no lo había visto nunca convertido en cadáver. Sólo podía llegar a verlo en los sueños, y esos sueños me llenaban de horror. El cuerpo era el de Esteban, salvaje, despiadado en su vértigo, y para poder ser feliz debía resignarme a no tocarlo jamás (pero cómo hacer para no volver a tocarlo. Mis dudas, siempre en el terreno de las pérdidas). Pensé tanto durante aquellos días parisinos, invernales, pensé que en realidad yo hubiera querido ser Esteban, ser -o tener- el cuerpo de Esteban, que podía disfrutar sin culpas, que no tenía necesidad de escapar o de olvidar, que estaba en el centro de la escena y lograba separar sus vidas paralelas, hacer lo que yo no podía: evitar las frustraciones y ser feliz.

Si en los últimos años mi cuerpo había sido un satélite del cuerpo de Esteban, sin embargo en aquellos días en París, al lado de mi amigo reciente, era mi propio cuerpo el que empezaba a adquirir protagonismo. Estábamos situados en una ciudad concreta, porque no se trataba ya de fantasmas (aquel París de las referencias de los otros, el de los libros y las películas) sino de una ciudad real en donde yo había conocido a un compañero y andábamos, charlábamos, mirábamos, comíamos, bebíamos, yo ponía mi propio cuerpo y no el de otro, y era mi propio cuerpo el que me hacía temblar de emoción, de frío, de excitación, de ternura, acompañado por otro cuerpo a la par, y no girando en torno de él, sin perseguir el imposible de salirse de su órbita para perseguir a otro en la órbita de otro, como un planeta descarriado, tal como habían sido mi vida y mi deseo al lado de Esteban.

En una de nuestras últimas tardes en París recorrimos el helado camino entre mi hotel y Montmartre; al encontrarnos con la calle Pigalle vinieron una vez más a mi memoria las historias policiales de Maigret y durante el trayecto conté a mi amigo una de ellas (el crimen de una bailarina que llevaba doble vida, una de las cuales era, claro, licenciosa) con comentarios sobre algunas opiniones y comportamientos de los personajes. Mientras duró el relato, él calló. "Pero carajo - dijo, finalmente, con ira y con sorpresa- Maigret no es más que un gordo borracho y fascista”. Lo miré primero con intriga y después, con enojo. Discutimos durante todo el camino, seguíamos discutiendo al llegar al Sacré Coeur, él me hacía enojar (me reclamaba entre gritos: “¿Por qué eres tan peleadora?”) pero también me divertía con sus críticas a algunos detalles de la historia y, sobre todo, a ciertas ideas y a los prejuicios de Maigret.

Cuando regresábamos en métro hacia su hotel, sobre la orilla izquierda, empezó a inventarse un argumento de Simenon (le puso un título: “Simenon - París”); la historia era exagerada y ridícula (le puso un subtítulo: “Maigret y los burguesitos sin rabo”). Me hacía reír.

Esa noche, después de comer en una taberna del Barrio Latino que se llamaba algo así como “El gato del tango”, o tal vez "El tango del gato", nos encerramos en su cuarto para beber el licor de pera que yo había traído desde Frankfurt amortiguado entre la ropa de invierno de mi valija para que no se rompiera (el licor de pera era el mejor recuerdo de Frankfurt, ya que mi paso por esa ciudad había sido fugaz, sólo un aeropuerto y luego el viaje en tren hacia París, mi verdadero destino). Imitó mi voz y mis gestos dramáticos el día en que le conté la historia con Esteban: “Tengo una pena de amor”, le había dicho con voz impostada de radioteatro, me recordaba él, y finalmente me abrazó y me dijo con tono protector: “Mi amor, ahogándose en su vasito de agua”. Era verdad, a la distancia mi pena por Esteban por primera vez me estaba pareciendo exagerada, y además me había llamado mi amor. “Son cosas...”, empecé a justificar, pero él completó el sentido de mi frase: “... del poco dormir y el mucho leer”, dijo, y después siguió burlándose, los ojos llenos de ternura, de mis paseos por París siguiendo los pasos de Maigret. Estuvimos juntos toda la noche. Con él no se trataba como con Esteban de la aparición urgente del deseo. Todo se podía preguntar con el cuerpo, todo se podía contestar. El deseo con Esteban se consumaba como una muerte prematura. Con mi amigo en París, en cambio, el deseo retrocedía y retomaba, crecía después y se volvía a diluir. Al comienzo nuestros besos nos acercaban tímidamente, pero después, besarnos era una manera casi devota de devorar al otro. Al día siguiente, la piel alrededor de la boca me quemaba. Eran sus marcas en mi cuerpo. También crecía y decrecía el alcance de mi voz. Pasaba del susurro al grito destemplado (me decía suavemente: "Grita, grita como si estuvieras en un desierto”) y otra vez al murmullo. Mientras charlábamos y fumábamos me confesó que lo que más lo excitaba entre los juegos y los abrazos era mi cara, los gestos de mi cara ante el placer o incluso el dolor. Y que a veces prefería que el sexo durara largamente para no culminar porque -a pesar de que lo impelía el deseo- después del placer la sensación de vacío lo hacía temer o llorar. El nombre de mi amigo era Fernando, y de ahí en más su nombre estaría asociado a mi memoria de París.

 

X

"Centrar la atención en el presente -dijo Fernando en un momento de la charla-, lo afirman hace milenios las filosofías orientales”. Dudé: hay tantas sentencias en nombre de las filosofías orientales. Después pensé que la insatisfacción era envolvente, me asfixiaba y no me dejaba disfrutar del tiempo presente, pero no se lo dije. El posó sus ojos ausentes sobre los libros de un escaparate. Marchábamos, como siempre, sobre la ciudad. "Ni pasado ni futuro”, repitió con un dejo de desdén o de cansancio -o tal vez eso me pareció en el medio del agobio helado de la tarde-. "La mirada, sólo anclada en el presente”. Debe haberlo leído tal cual en algún ensayo, pensé, pues cada una de las frases parecía recitada. Yo llevaba todavía en mi cuerpo algunas de sus partes: el olor, el aliento. También pensé: "Está absolutamente equivocado. No hay satisfacción en este efímero presente”. Andábamos por las vereditas estrechas a cierta distancia uno de otro. Sentí la necesidad de acercarme y de tocarlo. Fue un acto irremediable, solitario.

 

XI

Cuando amanecía, una luz rojiza inundó la habitación tras correr las cortinas. Me asomé a través de la ventana y vi la silueta esfumada de la luna menguante y a su lado, todavía, una estrella tenaz. Seguía siendo invierno, a pesar de mi alegría. En el otro lado del mundo, en el Litoral, en donde estaba mi casa, el calor a esas horas estaría derritiendo hasta los falsos pudores; imaginé el día transcurriendo quieto y caliente, el aire libre, el cielo claro. La pregunta nocturna de Fernando había sido sobre la muerte de mi padre. Le dije que hacía diez años se había matado en un accidente de autos. Por primera vez conté los detalles: cómo y adónde había sucedido, cuándo y de qué modo habíamos recibido la noticia, los cambios abruptos en la vida de la familia a partir de ese momento, el dolor instalado, el lento desbarrancarse de mi madre, la zozobra económica, el haber abandonado la Facultad para trabajar y asumir el papel materno ante mis hermanos menores, la angustia constante durante los primeros años por la muerte de mi padre, la piedad hacia él pero también el reproche: ¿por qué no se cuidó, por qué nos hizo eso, qué habíamos hecho nosotros para merecer el castigo de su imprudencia, si nuestra vida hasta el momento había sido cómoda y feliz?

Esa tarde salimos a caminar por el Jardín de Tullerías, en un cesto tiré el mapa de la ciudad que había comprado el día de mi llegada, y el mapa se dobló, ajado por el viento. El mapa ya no era necesario, los recorridos los fijábamos con intuición y certeza Fernando y yo. El frío obligaba a tomar chocolate caliente (“El frío parisino de posguerra -dijo Fernando-, la ciudad recuperada”. Recordé tantas películas). Entramos una vez más a Notre Dame, reconociendo lugares en la penumbra; sonaba un órgano justo en el momento de traspasar la gran puerta lateral: la misa de las seis. En las paredes de las catedrales siempre me daban frío los nombres de los muertos. Al salir, fuimos hacia una plazoleta cercada; ya oscurecía, era el acre invierno, vimos a una vieja sola inclinada sobre un banco verde, nos sentamos sobre una bolsa vacía de comida, los asientos estaban húmedos, nos abrazamos, y caía la tarde. Antes de partir de allí, me pregunté en voz alta lo mismo que me había preguntado en silencio durante los últimos diez años: en esos segundos de conciencia antes de morir, ¿en qué o en quién habría pensado mi padre? Los accidentes ¿realmente se padecen, o en algún punto se eligen? ¿Mi padre había elegido morir? Podía interrogarme sin reproches ya, sin pensar en lo diferente que hubiera sido mi vida si mi padre no hubiese muerto tan joven, pude pensar en eso, esta vez, sin llantos fúnebres, y tuve la voluntad de creer que no era posible seguir diez años más haciéndome las mismas preguntas. Fernando también me contó su infancia en La Serena, la historia de su familia, los exilios, los vaivenes económicos, las peleas familiares, su intención de quedarse más tiempo en Europa, quizás viviendo allí de modo definitivo.

Supe entonces que no sería mi compañero durante el resto del viaje, que nunca nos encontraríamos a mitad de camino entre su ciudad y la mía, que Fernando me estaba dando en esos días todo lo que me podía dar: un alto, un hiato en mi vida, pero que de ningún modo me daría un proyecto común, aunque fuese mínimo (como un viaje o una charla compartida en el futuro), y a esto lo comprendía con una resignación liberadora: yo tampoco quería otra cosa de él. No hay un lugar bastante seguro, comprendí, ni siquiera una ciudad soñada en la que abandonar para siempre las viejas desesperanzas, como en un rincón del paraíso.

 

XII

En la tarde del día siguiente (ya pronto partiría de París), crucé el Jardín de Luxemburgo sellado por la nieve antes de ir a encontrarme con Fernando, sin sentimientos heridos. “La vida es muy corta”, pensé, “sólo se está en el mundo una vez, y en ese mundo esta vez soy yo la que se va a zambullir”. Asomada a la reja de los jardines, sobre el Boulevard, pude ver a Fernando junto a una de las mesas de saldos de la librería en donde nos conocimos. Conversaba con una chica de su edad, los dos miraban libros en una actitud similar a la que habíamos tenido nosotros en ese mismo lugar. Salí a la calle, me acerqué a la librería por la vereda de enfrente. Fernando y la muchacha se parecían: eran jóvenes, estaban vestidos con ropas holgadas, superpuestas (ella llevaba una remera en la que me pareció reconocer la cara de Morrison y que se asomaba debajo del abrigo), mostraban cierta actitud displicente en el cuerpo que, sin embargo, a pesar del aire adolescente, no resultaba impostada sino genuina.

No me vio, volví sobre mis pasos. Un cosquilleo que podía reconocer atormentaba mi estómago: eran celos, era miedo, era un ramalazo de ira. Caminé como si tuviera un destino. Los ojos se me nublaron (recordé a Esteban confesando que después del sexo los ojos se le volvían vidriosos, como si estuviera borracho; yo nunca lo había notado, sin embargo. Como siempre, las palabras de Esteban iban por un lado y mi entendimiento por el otro). ¿Pero qué era lo que realmente me hería, qué era lo que temía perder en ese momento? Fernando no sería más que un compañero de andanzas, no tenía derecho a sentirme engañada, nunca me había mentido, nunca me había hecho promesas. Sin embargo, por momentos sentía que lo odiaba, como sacudida por ráfagas de enojo, y la imagen de la muchacha me perseguía como el frío de un fantasma. También volví a sentir un poco de piedad por mí.

En los jardines, hacía apenas un rato, me había sentado en un banco de madera mirando hacia las escalinatas del edificio central, pensando en tantas cosas; volví entonces a aquel lugar. Trataba de serenarme; cuando dejaba de rechazarlo o de sentirme decepcionada, pensaba en Fernando de otra manera. Lo supe frágil. Pensé: "Amo a dos hombres heridos”. Me supuse a mí misma en el plan de vida anhelado por Fernando, empezando la vida en otro lugar, disímil, lejano, dejando atrás un país, una familia, una lengua. Ante esa posibilidad, sentí más desesperación que deseo. Estaba absorta en esos pensamientos y aterida, cuando algo leve rozó mi pierna: debajo del banco se asomaba el cuerpecito de un gato atigrado; siempre había gatos andando sin prisa por los parques, por los puentes de la ciudad, apenas entrevistos. Me incliné hacia él, era manso, lo sostuve sin esfuerzo entre mis brazos. Nos quedamos un rato, el gato y yo, en medio de la tarde grisácea del Luxemburgo. Pensé con la certeza de una esclarecida que mi vida seguiría siendo recorrida a través de los años por venir por esa angustia fragmentaria, por esa tendencia a anclarme en el pasado, algo así como habitar o ejercer la parte por el todo: un amor que no era un amor, las sensaciones de un cuerpo que no era el mío, un padre que era un fantasma. Aunque la certeza de pronto se partió en dos y pensé también -con una suerte de conciencia esperanzada- que en aquel viaje podía haber encontrado la punta de la filigrana que finalmente, y a través de los años, recompusiera las partes dispersas.

 

XIII

Cuando cruzamos el Boulevard envolví al gato en mi bufanda para que no se asustara por el ruido de los autos e intentase escapar o rasguñarme. Tomé un taxi con el animalito escondido en el abrigo. Llegué al hotel, subí a la habitación, el gato ronroneaba, la cabeza acurrucada contra mi hombro cómplice: habíamos despistado no sólo al taxista sino al conserje. Ya en la habitación, recorrió los rincones, olfateó los zapatos, la valija, se escondió en el placard; después lo rescaté de su refugio y lo subí a la cama, en donde se quedó quieto entre las colchas, con los ojos entrecerrados. Era marrón y negro, atigrado, algunos bigotes se le torcían y chocaban con los otros, eso lo volvía desprotegido y hermoso. ¿Quién dijo -pensé- que la vida de un hombre es un largo recorrido alrededor de su casa? En unos días más me habría ido de París hacia una ciudad de paso y después, de vuelta hacia mi casa. No era probable, comprendía en ese instante -la tarde junto al gato-, que al regresar del viaje tomara aquellas decisiones que cambiarían mi vida, como en algún momento de mi estada en París había creído, convencida. Los años pasarían y yo, quizás, me convirtiera en otra mujer, más cercana a lo que alguna vez había soñado para mí, o quizás no, y el viaje sólo me habría permitido alejarme de aquello en lo que se había convertido la relación con Esteban: algo así como un gesto devenido en mueca, en la frustración de que toda mi vida se cerrara en el círculo de su cuerpo.

O tal vez el viaje habría permitido aplacar cierto temor a los cambios, a lo que se desconoce, que a lo largo de mi vida me había llevado a preferir el pasado aunque fuese triste. Pero en el fondo seguiría siendo la misma: unas vacaciones no cambian definitivamente a nadie, ni siquiera unas vacaciones en París (era imposible no haber vivido lo que había vivido). Lo real era que en unos días empacaría mis cosas, tomaría el métro o un taxi en la calle hasta llegar hasta la

Gare du Nord y desde allí, subiría al tren que me llevaría hacia Frankfurt, dispuesta nuevamente a sentir el suave frío gotear del aguanieve y a mirar la ciudad, tal vez por última vez, a través de alguna ventanilla un poco sucia. Viajaría hacia Frankfurt, tomaría el vuelo de regreso a mi país, y al despertar sería, al fin, la mañana siguiente.

Mientras pensaba en los días venideros, el gato se había estirado, cómodo, tranquilo, la cabeza cercana a la almohada. Lo acaricié, afuera anochecía. Iba a disfrutar mis últimos días en París recorriendo la ciudad con anticipada nostalgia; quizás junto a Fernando brindaría con el último licor de pera por cruzar fronteras y, en secreto, por la magia intacta de no volver a vernos nunca. Abrí la ventana con cuidado, la habitación fue azotada por una ráfaga de frío. Alcé al gato, que protestó con pereza. Lo apoyé en la cornisa. Se quedó quieto, con el pelaje algo erizado, apenas sorprendido. Dependía de mí. Si hubiera sido perversa, si hubiese estado aunque sea un poco loca, podría haberlo arrojado hacia el vacío. Por supuesto, no lo hice. Dejé de sostener de a poco con mis manos al gato, que se quedó parado sobre la cornisa, y después de mirar a los costados caminó con paso seguro hacia el balcón vecino, sin espiar hacia atrás, sin mirarme siquiera. Un gato como un manso y diminuto tigre andando por una cornisa de París, huyendo de mí, echado por mí, con su movimiento elegante que lo hacía parecer danzando, tan cerca del aire.

La ciudad, ya sin Maigret debajo, se iluminaba de a poco. Pensé sin sobresaltos en algunos episodios fragmentarios de mi vida, en ciertas imágenes recientes de aquel viaje (las caminatas sin rumbo al lado del Sena, los cementerios, los compases del cuerpo de Fernando en movimiento, la memoria punzante de Esteban, las sinceras cartas con confesiones que jamás serían enviadas, el deambular errante de los cuerpos), pensé, finalmente, en la lógica de la pasión. Vino a mi memoria un momento repetido en el pasado: mi figura entrelazada al cuerpo de Esteban y mi boca musitando palabras amorosas con cuidadoso silencio, para que él no lo supiera, para ocultarle mi amor, que podría molestarlo. Sentí tristeza por aquellas viejas penas mientras veía los techos de los edificios, una ventana apenas iluminada enfrente, siluetas disimuladas detrás de un vidrio, y pensé en algo que no tendría seguramente respuesta: cómo se hace para volver de la pasión. Entonces respiré el viento helado de la noche y me quedé esperando que resplandecieran en el cielo algunas de las primeras estrellas. Sería en ese momento o no sería nunca: los astros no iban a brillar para siempre.

Como alguien (nihilista) que corta una flor en el Luxemburgo y después la tira en la ausencia de un dios, como se toca un botón -así de simple- y se espera el vacío, de ese modo arrojé mi nombre, lentamente, por aquella ventana.

 


 

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