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"Simenon
- París”
¿Cómo
nombrar París sin decir París?
A las
tres de la tarde llegué a la Gare du Nord y caía aguanieve.
Yo nunca había visto nevar: "Pues esto no es la nieve”, dijo
una mejicana al pasar junto a mí y atropellarme con su bolso
y su valija. Claro, pensé, no lo es comparada con el paisaje
del Polo en esas películas de la televisión de los sábados
por la tarde sobre Amundsen y las exploraciones en el Ártico
en las que, fieles a la historia, Amundsen es interpretado
por actores de caras nórdicas, trágicas, como la de Max von
Sydow, por ejemplo, y entonces, al lado de la visión en
pantalla de gente perdida o andando con perros y precarios
trineos por un continente de hielo, con los dedos de los
pies a punto de ser amputados, lo que estaba cayendo a la
tres de esa tarde de febrero sobre los andenes de la Gare du
Nord en París no, no era la concreción de ninguna idea
cinematográfica de la nieve, ni seguramente tampoco era la
idea al respecto de la mejicana que ya se alejaba
atropellando otra vez extranjeros con sus bolsos por el
frío, inhóspito andén de la gare.
Mientras caminaba hacia el hall central con mi valija y mi
paraguas preparado para las lluvias subtropicales
sudamericanas y no para el aguanieve de París, recordé a
propósito del clima que había estado hacía unos quince años
en Bariloche en el viaje de egresados del colegio
secundario, pero como era verano no nevaba y sólo había
podido tocar una nieve aguachenta y sucia en la cima de uno
de esos cerros qje visitan los turistas, y que yo visité,
cerros llamados Otto o Catedral. Ahora finalmente había
devenido en turista pero en París, es decir, había realizado
el viaje deseado, la fantasía anhelante de la lectora de
“Rayuela” que hace quince, veinte años -también en la época
del viaje a Bariloche- yo, por supuesto, había sido. Estaba
llevando al cabo al fin aquella idea postergada desde las
clases rutinarias en la Alianza Francesa, a partir de la
fascinación ante las imágenes de algunas películas elegidas,
de aquellos programas por cable de la televisión de Québec,
ante los innumerables relatos de viajes contados por tanta
gente disímil -los detalles sensibles, previsibles o
imbéciles de otros tantos turistas. Pensé en los sueños y en
las pequeñas pesadillas diurnas a propósito del viaje,
también en la fantasía secreta y jamás cumplida de poder
viajar a París junto a Esteban. Cerré un momento los ojos
para imaginar el perfil de su cara: la estación quedó vacía,
el tiempo giró, llegué a entrever sólo sus pómulos. En los
sueños, pensé además en algún momento de la marcha -lo pensé
como en una revelación que nada tenía que ver con el
instante de mi llegada a París, bajo esa lluvia particular
que ya reconocía-, en los sueños no hay donde esconderse. Y
también: las pesadillas vuelven con el día, emergen como el
cadáver de un ahogado. Seguramente, en las pesadillas de mi
vida también había estado esperándome París, como un animal
en la selva, escondido y expectante como un ladrón,
acechante, tenso, resguardado por la sombra.
II
En el
tren, antes de arribar, durante el trayecto desde Frankfurt,
llegué a planear un viaje próximo a París para la primavera,
porque el que estaba realizando ocurría en febrero, en el
invierno tenaz. Todavía no había llegado y ya planeaba
volver; eso era algo que me sucedía demasiado a menudo:
cierta nostalgia emanada del presente, la búsqueda incesante
de lo que, en definitiva, ya poseía. Para salvarme de la
ansiedad e incluso del aburrimiento del paisaje por la
ventanilla, había recorrido el itinerario del comisario
Maigret por París en mi cabeza, y además trataba de recordar
los títulos de las novelas que se desarrollaban en sus
distintos barrios o calles, por ejemplo: "Maigret en Pigalle”
o "El loco de Montmartre” o "Los cuerpos sin cabeza en
Montparnasse”. Debo aclarar que en esa última época, durante
el verano, en mi casa, en el subtrópico de la zona del
Litoral, donde vivía, leía un Maigret aproximadamente cada
dos días. Simenon, se sabe, es un escritor prolífico; la
saga de los casos policiales del comisario Maigret, sospecho
todavía, posee un número incontable, infinito de aventuras,
aunque los datos de los bibliófilos sostengan que se trata
de una serie de doscientos títulos. En noviembre, por
ejemplo, que tiene treinta días y es cuando comienza el
verano (aunque en el Litoral, finales de agosto ya sea el
verano definitivo), yo leía en más o menos dos días, una
novela; de ese modo, cualquiera puede multiplicar, quince
novelas de Simenon - Maigret por mes. Y de septiembre a
marzo, la época de mayor calor, quince libros por siete
meses da un total de ciento cinco libros por año, y después,
sólo restaba el descanso otoñal e invernal de cinco meses
sin Maigret. Pensé con resignación en algún momento de mi
viaje en el tren que me había trasladado desde Frankfurt
hacia París que no había llevado conmigo ningún ejemplar:
dependería, entonces, de la pura memoria. Aún prefiero,
entre todas, y eso lo sostengo todavía, la vieja colección
de Luis de Caralt Editor, de Barcelona, con sus ridículas
versiones españolas, que solía comprar a menos de un peso
cada una.
Cuando
no las conseguía, me conformaba con Las novelas de Maigret
editadas por Forum, también de Barcelona, en su publicación
semanal de los años ‘60, con hojas rústicas que lastimaban
los dedos y sus tapas azules, verdes o rojas que permitían
reconocerlas incluso en los estantes más ocultos de las
librerías de usados. También Esteban me compró alguna vez un
libro olvidado sobre las recetas de la señora Maigret con
prólogo escueto de Simenon ilustrado por algún dibujante
optimista, con el rostro rosado de Maigret imaginado como un
gordo afable que sonríe desde la tapa brillante, con datos
sobre comidas mencionadas en las novelas como por ejemplo la
sopa de cebolla al gratén pero con queso Gruyere auténtico
de Suiza, según se recomienda en el libro en una nota al
pie, o truchas au bleu, o choucroute a la parisiense o
cabeza de ternera en tortue, y en ese momento recordé
también uno de los títulos: "Maigret y los cerditos sin
rabo”, aunque ése era el nombre de una historia con crímenes
y no de un plato cocinado por Madame en el departamento del
boulevar Richard Lenoir.
Y
de pronto
allí estaba yo, en el hall de la estación, haciendo la cola
para cambiar mi dinero y para pedir o comprar un plano de
París después y bajando finalmente a tomar el métro y
subiendo al rato arrepentida para llamar un taxi. Pero
mientras caminé y caminé bajo el aguanieve en el largo
andén, y llegué hasta el hall central, y fui según lo
planeado a la oficina de informes, y recibí un mapa con
publicidades de las grandes tiendas en donde no estaba
señalado el Bois de Boulogne, y compré entonces un mapa de
papel más resistente en donde sí estaba señalado el Bois de
Boulogne, y bajé a tomar el métro, y me arrepentí ante la
gente y el peso de mi equipaje, y tomé un taxi, y miré por
la ventanilla la ciudad soñada y esa primera impresión no me
gustó o no me sorprendió demasiado, mientras hacía todo eso
que marcaba que finalmente había llegado a París, no podía
dejar de pensar en las largas horas calurosas de mis pasados
veranos en compañía de Simenon. Pero en realidad tampoco
podía dejar de pensar en Esteban.
Recordé un episodio reciente, que terminó de decidir mi
viaje a París. Esteban revisaba unas cajas repletas de fotos
y de recuerdos buscando las cartas de su novia de juventud
para mostrármelas. Yo no quería leerlas. Confesó que durante
años siguió soñando con ella, incluso cuando ya estaba
enamorado de otra mujer (y por supuesto, en ese caso tampoco
se trataba de mí). Comprobé en ese momento una vez más que
su vida estaba llena de compartimentos estancos, que su
deseo sobrevolaba otros lugares y otros cuerpos, siempre
disperso, lejos de su centro (tal vez, yo hubiese querido
ser su centro). Encontró entre los cajones - ocultos tras
pisapapeles y objetos antiguos de escritorio, con cabezas de
caballo de bronce y plumas inclinadas sobre tinteros-
algunos de los libros que había heredado de la biblioteca
familiar. Me extendió la mano apretada: aferrado entre los
dedos había un ejemplar amarillento. Era "Las flores del
mal" en francés, en una edición rústica de los cincuenta,
con ilustraciones de colores sepia. También, entre los
papeles, rescató una de las cartas de su madre. Su madre,
dijo, le escribía en aquellos años porque nunca le había
podido hablar mirándolo a los ojos. Y a él, durante toda la
adolescencia, no le había importado más que perpetuar esa
ceremonia inmóvil de no escuchar jamás las palabras de su
madre. Interrumpí el monólogo, le dije que el presente no me
conformaba, me animé a musitar que quería ser importante en
su vida. Respondió sin mirarme siquiera: "Me tenés a mí".
Dudó un instante e inclinó levemente la cabeza: "No tenés
nada".
III
El
hotel que tenía reservado estaba cerca de la Gare de Saint -
Lazare, tuve tiempo entonces de desplegar el mapa bueno (el
de las grandes tiendas permanecía arrugado en el bolsillo de
mi abrigo) y traté de ubicar, antes que el hotel, los
lugares frecuentados por Maigret. Por ejemplo: el camino
desde el Boulevard Richard Lenoir hasta la Place de la
Bastille, por la rue de la Roquette hasta el cementerio de
Pére Lachaise -en donde está la tumba de Jim Morrison,
habrían acotado seguramente mis compañeros más jóvenes de la
Alianza, aunque poco me importara Morrison en ese momento-,
o bien, el cementerio de Montmartre, en donde me imaginaba a
mí misma, y no a Maigret y menos a la señora Maigret, bajo
la nieve, hablando con las tumbas, las obsesiones marcadas
en los rostros de la gente como yo, gente extranjera, bajo
el helado aire parisino, en un cementerio de famosos,
enfrentando a los muertos célebres de una buena vez. Cuando
cruzamos con el taxi el Boulevard Haussmann para llegar al
hotel, pensé en aquel poema de Vallejo, pero no en el del
aguacero sino en el otro, en que le dice a la madre que hay
un sitio en el mundo que se llama París, un sitio muy grande
y lejano y otra vez grande. Recién entonces levanté la vista
y saqué el dedo de mi plano mientras pensé: Es cierto. Soñar
no cuesta nada.
IV
Se
cumplían en aquellos días diez años desde la muerte de mi
padre. Una de mis pesadillas recurrentes era el momento de
la cremación, a la que la familia había accedido por expreso
deseo de mi padre. Me despertaba angustiada sin recordar en
el momento demasiado, pero a lo largo del día el sueño
adquiría una nitidez macabra: los empleados del crematorio,
con guantes y caras de expresión indiferente, abrían el
féretro para que viéramos por última vez los restos de lo
que fuera mi padre, y ante nuestros ojos sus huesos oscuros,
estáticos entre un fluido rojizo, nos llenaban de espanto.
Esto en realidad nunca había sucedido: el cuerpo de mi padre
había sido cremado pero jamás su ataúd fue abierto ante
nuestros ojos (el sueño actúa, es cierto, como un hermano de
la muerte). Durante mi residencia en París, al despertar en
el hotelito de la rue Pasquier, lo primero que hacía cada
mañana era inspeccionar el plano de la ciudad. Antes incluso
de conocer los paseos y los monumentos clásicos, señalé los
tres cementerios visitados por turistas: Pére Lachaise,
Montmartre y Montparnasse. El Boulevard Richard Leloir
estaba más cerca de Pére Lachaise, sólo por eso fue hacia
allí adonde decidí dirigirme en primer lugar. El punto de
partida de Maigret en París era siempre el Boulevard Richard
Lenoir, donde estaba su casa, es decir, el departamento que
ocupaba junto a la señora Maigret, que con los años fueron
ampliando y en donde se desarrollaban tantas historias y el
comisario tomaba sus calvados en tanto pensaba en la
resolución de sus casos, y uno de sus recorridos frecuentes
era llegar a la Place de la Bastille para marchar después
por el lado contrario al cementerio de Pére Lachaise,
inclinando su rumbo hacia el Sena.
Caminé
en aquella tarde particular de febrero hacia la boca del
métro, y lo hice llena de recuerdos y de citas; yo había
llegado a París detrás de un deseo pero también escapándome
del recuerdo de Esteban. Y el recuerdo que más me perseguía
era el de su cuerpo. Había algo misterioso y terso en la
piel de Esteban que pedía ser tocado, que me impulsaba a
acercarme. Durante nuestro último encuentro, mientras él me
acariciaba -mi cuerpo apoyado contra la pared, él reclinado
sobre mí- nuestras bocas simplemente se pusieron a la par,
sin besarse, rozándose sólo unas pocas veces, y era ese
estar simultáneo de los labios, frente a frente, a
milímetros unos de otros, a milímetros de leve y profunda
distancia apenas, eran esa proximidad y ese aliento
contenido un vacío de tiempo, un olvido perenne, la forma
más dolorosa del deseo. El Sena corría paralelo a mi cuerpo,
iba caminando por la orilla derecha hasta la boca del métro
para llegar a mi primer lugar de destino (un hombre esperaba
en el centro mismo de la tarde, debajo de un puente, se
parecía tanto a mi memoria de Esteban, me acerqué un poco,
aún recuerdo de qué color tenía los ojos). Me sumergí en los
ásperos mundos de los trenes urbanos, en el trayecto revisé
la Guía Michelin y pensé que, después de Pére Lachaise, me
quedaban todavía por conocer los sepulcros de pintores en el
cementerio de Montmartre y, al menos, los de Sartre y Simone
de Bouvoir en el de Montparnasse.
También recordé los contornos sombreados de la cara de Jean
Gabin dibujados como un retrato apócrifo de Maigret en la
tapa de algunas de las ediciones baratas, y me pregunté
adónde estaría enterrado Jean Gabin. Cuando volví a la
superficie, crucé una avenida y, agobiada por el frío, entré
en un café para beber chocolate caliente; necesitaba una
pausa antes de enfrentarme con mi primer destino -el café se
situaba justo enfrente de Pére Lachaise; pensé si el
mismísimo Simenon no estaría enterrado allí. Bebí a pequeños
sorbos y crucé la calle para llegar hasta una entrada
lateral, pero antes abrí otra vez la guía para buscar un
plano y elegir qué muertos ilustres visitaría. Fue entonces
cuando entré al cementerio como a una patria compartida. Un
contingente de devotos pasaba como un barco delante de mi
vista, la proa dirigida hacia la tumba de Jim Morrison. Ahí
estaba yo, persiguiendo los fantasmas de otro, los rastros
de un personaje entre tantos cuerpos corroídos, pero también
cercada por el cuerpo vencido de mi padre, por el fantasma
del cuerpo perdido de mi amante (fantasmas, finalmente, no
más que muertos privados de sus cuerpos).
Vi un
aljibe en el centro del lugar, erguido junto a estatuas en
una pequeña plazoleta a modo de rotonda; recordé haberla
visto antes en un documental sobre las tumbas famosas en una
clase junto a mis compañeros de la Alianza, y creí escuchar
la voz de Esteban como un eco leve que juraba acompañarme
alguna vez a París, su voz que volvía a resonar en mi cabeza
en el medio de la tarde fría. No hubo como aquellos tiempos,
pensé con nostalgia, resignada ante la revelación, pero
después, a medida que caminaba entre los senderos desnudos,
tuve la lucidez de entender que estaba olvidando todo lo que
me separaba de Esteban, incluso lo que llegué a odiar y a
temer en él; que sólo extrañaba lo que mi memoria convertía
en la punta del iceberg y relegaba los ocho novenos
sumergidos, lo más mezquino, lo más rutinario y también lo
más cruel.
Mientras caminaba por Pére Lachaise buscando en la guía las
referencias de los sepulcros famosos (Proust, de la Croix,
Kardec, el fundador del espiritismo, Yves Montand y Simone
Signoret en la misma tumba sencilla), sentía por primera vez
el sin sentido de aquella pasión atada al pasado. Un cielo
bajo iba ahogando la tarde; empezaban a caer en forma lenta
copitos de aguanieve sobre mis hombros y en aquel momento me
resultaron más familiares que en el día de mi llegada a la
ciudad. Sólo pensé: Que nadie me vea llorar; debo guardar la
angustia, el miedo, guardarlos únicamente para mí. Nadie
robará mis pensamientos. Lo cierto es que atardecía en el
crudo invierno y yo estaba sola y un poco perdida en algún
lugar del antiguo cementerio, añorando incluso las
imperfecciones del cuerpo de Esteban, y la nostalgia del
deseo se resumía entonces en la nostalgia de nuestro último
encuentro. En mi recuerdo idealizado salían de sus manos
flores frescas.
Llegué
a una esquina de calles con panteones, nadie venía, nadie me
podría ver. Un gato negro con las patas blancas se
escabullía entre los senderos. Robé un ramo de narcisos de
una tumba que desconocía, volví sobre mis pasos y los puse
sobre la lápida de Montand y Signoret. Me qjedé un rato
quieta en el mismo lugar, temblando por el frío, sintiendo
el reflejo, los espasmos de aquel horror tardío junto al
féretro de mi padre como hacía diez años, cuando suspiramos
y rezamos frente al cuerpo de mi padre a punto de arder. Un
árbol a mi lado se agitó como se agitan las ventanas de una
casa abandonada, como el agua bajo el viento -en verdad, hay
cierta extrañeza que brindan los paisajes tenebrosos, la
lenta poesía de la muerte- y decidí que era el momento de
partir.
V
Durante el resto de mi estada en París, aquel invierno, los
días trajeron un lento alejamiento de algunas emociones de
mi vida anterior, cierto repliegue en mi atormentada pasión
por Esteban y -al menos eso es lo que yo esperaba- una calma
aceptación de lo que había significado en nuestras vidas (la
de mi madre y el resto de la familia) la muerte de mi padre.
Seguí
recorriendo la ciudad en aquellos días como si caminara
junto a Maigret y la ciudad se convertía por momentos en una
maqueta de París construida con el papel barato de las
Ediciones Forum (¿pero no había leído yo alguna vez, acaso,
que el París de Simenon era apócrifo porque en realidad se
trataba de una reminiscencia de Bruselas? Ya comenzaba en
mí, una vez más, la falta de certezas)
Me
abandoné a las sensaciones de mi cuerpo -marchando, mirando,
deteniéndome a tocar una piedra, una planta- como quien se
enfrenta a una cornisa desde donde es posible asomarse
apenas para espiar la vida de los otros, pero desde donde
también es posible arrojarse sin vacilación hacia el vacío.
El nombre de Esteban me persiguió hasta París (sentía
entonces que, a pesar del hastío, todavía no podía
abandonarlo), y esperaba que París resultara ser, sin
embargo, con el paso del tiempo, la ciudad natal de un
cambio de mirada para mí.
VI
Un
atardecer, en las mesas sobre la vereda de una librería del
Boulevard Saint - Michel, enfrente de los Jardines de
Luxemburgo, me detuve a revisar libros de arte, desconocidos
y baratos. Entre ellos encontré uno con fotos de gatos en
París, en blanco y negro, gatos sobre tejados, aceras,
terrazas, árboles de parques, ventanas, salones, frente a
espejos, estáticos, fugaces, junto a fragmentos literarios
protagonizados por gatos y escritos por Colette, Baudelaire,
Robert Desnos y Mérimée. A mi lado, curioseando ese libro
por encima de mi hombro, vi a un hombre joven, con aspecto
huidizo, ojos oscuros, rasgados, y vestido de modo
descuidado.
Era
chileno, tenía diez años menos que yo, estaba recorriendo
Europa en viaje iniciático, hablaba un pésimo francés: le
traduje el fragmento de Colette (conocía al menos la versión
en español del poema de Baudelaire). Fue mi compañía durante
las últimas largas, tranquilas semanas de aquel viaje.
Nos
sentábamos juntos en el Luxemburgo -él vivía en un hotelito
del Quartier Latin, en la orilla izquierda del Sena- entre
los escasos verdes invernales y junto a dispersas flores
genuinas, para contarnos algunas de nuestras historias.
Había leído novelas de Simenon, pero nunca la saga del
comisario Maigret. Había recorrido Pére Lachaise, en sus
primeras jornadas en París, sólo para enfrentarse con la
tumba de Morrison, atosigado por la duda de si el cuerpo
estaría realmente enterrado allí. No entendía que yo hubiese
estado en el cementerio y no hubiera visitado la tumba de
Morrison (me preguntó en cambio quién era Simone Signoret).
Le gustaba el francés, que tanto le costaba pronunciar, y le
parecía particularmente nostálgica la palabra “cimetiére”
(cómo no iba a serlo). En un principio no le hablé de modo
directo sobre mi relación con Esteban, pero la figura de
Esteban se recortaba nítidamente entre nosotros.
Me
regaló una fotografía de Jacques Prévert de 1946 en forma de
postal publicada por Editions du Désastre en la que él está
sentado en un café de París acariciando a un gato negro y
blanco que duerme sobre una mesita - me aclaró sonriendo:
“La compré por el gato”-, atrás había garabateado estas
palabras: “Para mi nueva amiga, que no me cuenta realmente
qué le pasa”. Ante el reproche, lo primero que le conté fue
el argumento de aquella película con Bill Murray que tantas
veces habíamos visto con Esteban por televisión, en que el
personaje se queda atrapado en un pueblito con nieve y
siempre es dos de febrero, por lo tanto la rutina se repite
inexorablemente y sólo logra amanecer el día tres cuando se
convierte en un hombre mejor - eso dije- y consigue el amor
de Andy McDowell, así le expliqué que en París cada día
pensaba: Aguanieve, ventisca, sola en la ciudad, tengo tanto
miedo de quedarme atrapada para siempre. (Sin embargo, en
nuestros encuentros y en nuestras caminatas a veces pensaba
que era él quien había venido a rescatarme, al menos, del
recuerdo de Esteban. Yo era entonces una de esas personas
que requieren que se las venga a rescatar). “Eso es lo que
me pasa”, le dije.
Se
sonrió pero con cierta ironía: “Sigues sin decirme la
verdad”. Decidí hablar sin metáforas. Le dije: “Mi amante
tuvo un hijo”. Hice un silencio: “Y me ha abandonado”.
Expliqué después que mantenía desde hacía años una relación
oculta con Esteban, que cada una de sus palabras era sincera
y cruel hasta el punto de que muchas veces había deseado que
me mintiera, que había decidido viajar sola para intentar
olvidarlo pero que en París extrañaba su olor, que hasta un
aroma circunstancial (caminábamos en ese momento a orillas
del Sena, entre viveros) podía ser devastador e incluso
pérfido, que la indiferencia y la soberbia de Esteban -que
llegaban a ser para mí una forma de violencia- no lograban
sin embargo alejarme de su cuerpo.
"Su
cuerpo es un imán”, dijo mi amigo mientras doblábamos por
una de esas callecitas con bibliotecas en lenguas exóticas y
negocios con artesanías tailandesas y objetos de arte y ropa
étnica. Le dije que me herían las palabras y también la
manera de actuar de Esteban, que yo lo amaba y él a mí no,
así de simples eran las cosas.
Me
sentí ridícula hablando de amor con casi un desconocido y
también superficial al descubrir en el relato que, al fin y
al cabo, la historia que me había atormentado en esos
últimos años no era más que una historia clandestina de
tantas y que en la vida de Esteban podía resumirse con
alguna palabra vulgar: infidelidad o adulterio.
La
paternidad reciente de Esteban me había herido de un modo
que no había creído sería tan desolador, quizás enfrentada a
mi propia necesidad no satisfecha de ser madre algún día. Yo
nunca tendría un hijo con Esteban. A él no le importaba.
Resplandeció en mi memoria, como un improvisado aleph, toda
mi vida en un instante, y rogué que mi vida ya no dejara
huellas, como escrita en el agua.
VII
Caminamos bajo la nieve como guerreros invernales. Mi amigo
había llorado, me dijo, cuando pisó por primera vez una
plaza antigua de Europa y entró a una catedral de piedra. Me
contaba sus sensaciones y sus experiencias de viaje, pero yo
ya no podía dejar de hablar sobre Esteban.
Hubiera querido tener aventuras con hombres de paso, que no
dejaran rastros -le confesé nuevamente en las orillas del
río, reclinados nuestros cuerpos contra la baranda de un
puente- y debería haber huido hacía años de la vida de
Esteban, pero sólo él existía para mí. Sabía que nunca me
había querido; al decirlo en voz alta, me sentía derrotada
por mi propia decepción, por esa piedad indigna hacia mí
misma.
Después de escuchar mi relato, él también me contó una
historia de amor de su adolescencia, plena de malentendidos
y desencuentros. Fuimos cada vez más cercanos y nos
convertimos en hermanos melancólicos en nuestro deambular
por la ciudad, confiándonos las penas pero también soñando
con seguir juntos nuestro viaje (el mío, según había
planeado hasta el momento, terminaría en Frankfurt, el mismo
lugar en el que se había iniciado, y el suyo, quizás, en
Barcelona), con reencontrarnos de regreso, en algún lugar
intermedio entre Santiago de Chile y el Litoral argentino,
algún lugar, por ejemplo, de la provincia de Córdoba, sólo
para no postergar indefinidamente nuestra conversación.
VIII
Una
noche, mientras las luces difusas daban a Notre Dame
reflejos azules como témpanos y nosotros caminábamos,
desprotegidos ante el frío y la nostalgia nocturna hacia
algún barcito de la isla de Saint Louis, pude mencionar ante
él, finalmente, la muerte de mi padre. Como al abrir un
álbum perdido, o esas viejas cajas de recuerdos, o alguna
futurista cápsula del tiempo que al ser desenterrada después
de años nos muestra las ingenuidades del pasado, así me
enfrenté una vez más con el cadáver de mi padre. Esa misma
noche hicimos el amor en su cuarto de hotel. Fue dulce. Su
cuerpo tenía otra cadencia, otro perfume, nada en él me
recordaba el cuerpo de Esteban, y todo a la vez en el acto
mismo me lo recordaba. “¿Cómo se hace para dormir bien?”, me
preguntó poco después de la medianoche. “No sé”, le dije.
“Hay que tener los pies calientes y la conciencia
tranquila”. En ese momento nuestros pies estaban calientes.
Dormimos enredados hasta el amanecer mientras, afuera, se
derramaba aguanieve en las callecitas nocturnas. Nos
teníamos de una forma extraña. De ahí en más, pasaría junto
a él las noches que me restaban en la ciudad.
IX
La
insatisfacción era mi patria. Estar y no estar. Ir y volver
y volver a ir. Sin poner el cuerpo. El cuerpo era el de mi
padre y yo no lo había visto nunca convertido en cadáver.
Sólo podía llegar a verlo en los sueños, y esos sueños me
llenaban de horror. El cuerpo era el de Esteban, salvaje,
despiadado en su vértigo, y para poder ser feliz debía
resignarme a no tocarlo jamás (pero cómo hacer para no
volver a tocarlo. Mis dudas, siempre en el terreno de las
pérdidas). Pensé tanto durante aquellos días parisinos,
invernales, pensé que en realidad yo hubiera querido ser
Esteban, ser -o tener- el cuerpo de Esteban, que podía
disfrutar sin culpas, que no tenía necesidad de escapar o de
olvidar, que estaba en el centro de la escena y lograba
separar sus vidas paralelas, hacer lo que yo no podía:
evitar las frustraciones y ser feliz.
Si en
los últimos años mi cuerpo había sido un satélite del cuerpo
de Esteban, sin embargo en aquellos días en París, al lado
de mi amigo reciente, era mi propio cuerpo el que empezaba a
adquirir protagonismo. Estábamos situados en una ciudad
concreta, porque no se trataba ya de fantasmas (aquel París
de las referencias de los otros, el de los libros y las
películas) sino de una ciudad real en donde yo había
conocido a un compañero y andábamos, charlábamos, mirábamos,
comíamos, bebíamos, yo ponía mi propio cuerpo y no el de
otro, y era mi propio cuerpo el que me hacía temblar de
emoción, de frío, de excitación, de ternura, acompañado por
otro cuerpo a la par, y no girando en torno de él, sin
perseguir el imposible de salirse de su órbita para
perseguir a otro en la órbita de otro, como un planeta
descarriado, tal como habían sido mi vida y mi deseo al lado
de Esteban.
En una
de nuestras últimas tardes en París recorrimos el helado
camino entre mi hotel y Montmartre; al encontrarnos con la
calle Pigalle vinieron una vez más a mi memoria las
historias policiales de Maigret y durante el trayecto conté
a mi amigo una de ellas (el crimen de una bailarina que
llevaba doble vida, una de las cuales era, claro,
licenciosa) con comentarios sobre algunas opiniones y
comportamientos de los personajes. Mientras duró el relato,
él calló. "Pero carajo - dijo, finalmente, con ira y con
sorpresa- Maigret no es más que un gordo borracho y
fascista”. Lo miré primero con intriga y después, con enojo.
Discutimos durante todo el camino, seguíamos discutiendo al
llegar al Sacré Coeur, él me hacía enojar (me reclamaba
entre gritos: “¿Por qué eres tan peleadora?”) pero también
me divertía con sus críticas a algunos detalles de la
historia y, sobre todo, a ciertas ideas y a los prejuicios
de Maigret.
Cuando
regresábamos en métro hacia su hotel, sobre la orilla
izquierda, empezó a inventarse un argumento de Simenon (le
puso un título: “Simenon - París”); la historia era
exagerada y ridícula (le puso un subtítulo: “Maigret y los
burguesitos sin rabo”). Me hacía reír.
Esa
noche, después de comer en una taberna del Barrio Latino que
se llamaba algo así como “El gato del tango”, o tal vez "El
tango del gato", nos encerramos en su cuarto para beber el
licor de pera que yo había traído desde Frankfurt
amortiguado entre la ropa de invierno de mi valija para que
no se rompiera (el licor de pera era el mejor recuerdo de
Frankfurt, ya que mi paso por esa ciudad había sido fugaz,
sólo un aeropuerto y luego el viaje en tren hacia París, mi
verdadero destino). Imitó mi voz y mis gestos dramáticos el
día en que le conté la historia con Esteban: “Tengo una pena
de amor”, le había dicho con voz impostada de radioteatro,
me recordaba él, y finalmente me abrazó y me dijo con tono
protector: “Mi amor, ahogándose en su vasito de agua”. Era
verdad, a la distancia mi pena por Esteban por primera vez
me estaba pareciendo exagerada, y además me había llamado mi
amor. “Son cosas...”, empecé a justificar, pero él completó
el sentido de mi frase: “... del poco dormir y el mucho
leer”, dijo, y después siguió burlándose, los ojos llenos de
ternura, de mis paseos por París siguiendo los pasos de
Maigret. Estuvimos juntos toda la noche. Con él no se
trataba como con Esteban de la aparición urgente del deseo.
Todo se podía preguntar con el cuerpo, todo se podía
contestar. El deseo con Esteban se consumaba como una muerte
prematura. Con mi amigo en París, en cambio, el deseo
retrocedía y retomaba, crecía después y se volvía a diluir.
Al comienzo nuestros besos nos acercaban tímidamente, pero
después, besarnos era una manera casi devota de devorar al
otro. Al día siguiente, la piel alrededor de la boca me
quemaba. Eran sus marcas en mi cuerpo. También crecía y
decrecía el alcance de mi voz. Pasaba del susurro al grito
destemplado (me decía suavemente: "Grita, grita como si
estuvieras en un desierto”) y otra vez al murmullo. Mientras
charlábamos y fumábamos me confesó que lo que más lo
excitaba entre los juegos y los abrazos era mi cara, los
gestos de mi cara ante el placer o incluso el dolor. Y que a
veces prefería que el sexo durara largamente para no
culminar porque -a pesar de que lo impelía el deseo- después
del placer la sensación de vacío lo hacía temer o llorar. El
nombre de mi amigo era Fernando, y de ahí en más su nombre
estaría asociado a mi memoria de París.
X
"Centrar la atención en el presente -dijo Fernando en un
momento de la charla-, lo afirman hace milenios las
filosofías orientales”. Dudé: hay tantas sentencias en
nombre de las filosofías orientales. Después pensé que la
insatisfacción era envolvente, me asfixiaba y no me dejaba
disfrutar del tiempo presente, pero no se lo dije. El posó
sus ojos ausentes sobre los libros de un escaparate.
Marchábamos, como siempre, sobre la ciudad. "Ni pasado ni
futuro”, repitió con un dejo de desdén o de cansancio -o tal
vez eso me pareció en el medio del agobio helado de la
tarde-. "La mirada, sólo anclada en el presente”. Debe
haberlo leído tal cual en algún ensayo, pensé, pues cada una
de las frases parecía recitada. Yo llevaba todavía en mi
cuerpo algunas de sus partes: el olor, el aliento. También
pensé: "Está absolutamente equivocado. No hay satisfacción
en este efímero presente”. Andábamos por las vereditas
estrechas a cierta distancia uno de otro. Sentí la necesidad
de acercarme y de tocarlo. Fue un acto irremediable,
solitario.
XI
Cuando
amanecía, una luz rojiza inundó la habitación tras correr
las cortinas. Me asomé a través de la ventana y vi la
silueta esfumada de la luna menguante y a su lado, todavía,
una estrella tenaz. Seguía siendo invierno, a pesar de mi
alegría. En el otro lado del mundo, en el Litoral, en donde
estaba mi casa, el calor a esas horas estaría derritiendo
hasta los falsos pudores; imaginé el día transcurriendo
quieto y caliente, el aire libre, el cielo claro. La
pregunta nocturna de Fernando había sido sobre la muerte de
mi padre. Le dije que hacía diez años se había matado en un
accidente de autos. Por primera vez conté los detalles: cómo
y adónde había sucedido, cuándo y de qué modo habíamos
recibido la noticia, los cambios abruptos en la vida de la
familia a partir de ese momento, el dolor instalado, el
lento desbarrancarse de mi madre, la zozobra económica, el
haber abandonado la Facultad para trabajar y asumir el papel
materno ante mis hermanos menores, la angustia constante
durante los primeros años por la muerte de mi padre, la
piedad hacia él pero también el reproche: ¿por qué no se
cuidó, por qué nos hizo eso, qué habíamos hecho nosotros
para merecer el castigo de su imprudencia, si nuestra vida
hasta el momento había sido cómoda y feliz?
Esa
tarde salimos a caminar por el Jardín de Tullerías, en un
cesto tiré el mapa de la ciudad que había comprado el día de
mi llegada, y el mapa se dobló, ajado por el viento. El mapa
ya no era necesario, los recorridos los fijábamos con
intuición y certeza Fernando y yo. El frío obligaba a tomar
chocolate caliente (“El frío parisino de posguerra -dijo
Fernando-, la ciudad recuperada”. Recordé tantas películas).
Entramos una vez más a Notre Dame, reconociendo lugares en
la penumbra; sonaba un órgano justo en el momento de
traspasar la gran puerta lateral: la misa de las seis. En
las paredes de las catedrales siempre me daban frío los
nombres de los muertos. Al salir, fuimos hacia una plazoleta
cercada; ya oscurecía, era el acre invierno, vimos a una
vieja sola inclinada sobre un banco verde, nos sentamos
sobre una bolsa vacía de comida, los asientos estaban
húmedos, nos abrazamos, y caía la tarde. Antes de partir de
allí, me pregunté en voz alta lo mismo que me había
preguntado en silencio durante los últimos diez años: en
esos segundos de conciencia antes de morir, ¿en qué o en
quién habría pensado mi padre? Los accidentes ¿realmente se
padecen, o en algún punto se eligen? ¿Mi padre había elegido
morir? Podía interrogarme sin reproches ya, sin pensar en lo
diferente que hubiera sido mi vida si mi padre no hubiese
muerto tan joven, pude pensar en eso, esta vez, sin llantos
fúnebres, y tuve la voluntad de creer que no era posible
seguir diez años más haciéndome las mismas preguntas.
Fernando también me contó su infancia en La Serena, la
historia de su familia, los exilios, los vaivenes
económicos, las peleas familiares, su intención de quedarse
más tiempo en Europa, quizás viviendo allí de modo
definitivo.
Supe
entonces que no sería mi compañero durante el resto del
viaje, que nunca nos encontraríamos a mitad de camino entre
su ciudad y la mía, que Fernando me estaba dando en esos
días todo lo que me podía dar: un alto, un hiato en mi vida,
pero que de ningún modo me daría un proyecto común, aunque
fuese mínimo (como un viaje o una charla compartida en el
futuro), y a esto lo comprendía con una resignación
liberadora: yo tampoco quería otra cosa de él. No hay un
lugar bastante seguro, comprendí, ni siquiera una ciudad
soñada en la que abandonar para siempre las viejas
desesperanzas, como en un rincón del paraíso.
XII
En la
tarde del día siguiente (ya pronto partiría de París), crucé
el Jardín de Luxemburgo sellado por la nieve antes de ir a
encontrarme con Fernando, sin sentimientos heridos. “La vida
es muy corta”, pensé, “sólo se está en el mundo una vez, y
en ese mundo esta vez soy yo la que se va a zambullir”.
Asomada a la reja de los jardines, sobre el Boulevard, pude
ver a Fernando junto a una de las mesas de saldos de la
librería en donde nos conocimos. Conversaba con una chica de
su edad, los dos miraban libros en una actitud similar a la
que habíamos tenido nosotros en ese mismo lugar. Salí a la
calle, me acerqué a la librería por la vereda de enfrente.
Fernando y la muchacha se parecían: eran jóvenes, estaban
vestidos con ropas holgadas, superpuestas (ella llevaba una
remera en la que me pareció reconocer la cara de Morrison y
que se asomaba debajo del abrigo), mostraban cierta actitud
displicente en el cuerpo que, sin embargo, a pesar del aire
adolescente, no resultaba impostada sino genuina.
No me
vio, volví sobre mis pasos. Un cosquilleo que podía
reconocer atormentaba mi estómago: eran celos, era miedo,
era un ramalazo de ira. Caminé como si tuviera un destino.
Los ojos se me nublaron (recordé a Esteban confesando que
después del sexo los ojos se le volvían vidriosos, como si
estuviera borracho; yo nunca lo había notado, sin embargo.
Como siempre, las palabras de Esteban iban por un lado y mi
entendimiento por el otro). ¿Pero qué era lo que realmente
me hería, qué era lo que temía perder en ese momento?
Fernando no sería más que un compañero de andanzas, no tenía
derecho a sentirme engañada, nunca me había mentido, nunca
me había hecho promesas. Sin embargo, por momentos sentía
que lo odiaba, como sacudida por ráfagas de enojo, y la
imagen de la muchacha me perseguía como el frío de un
fantasma. También volví a sentir un poco de piedad por mí.
En los
jardines, hacía apenas un rato, me había sentado en un banco
de madera mirando hacia las escalinatas del edificio
central, pensando en tantas cosas; volví entonces a aquel
lugar. Trataba de serenarme; cuando dejaba de rechazarlo o
de sentirme decepcionada, pensaba en Fernando de otra
manera. Lo supe frágil. Pensé: "Amo a dos hombres heridos”.
Me supuse a mí misma en el plan de vida anhelado por
Fernando, empezando la vida en otro lugar, disímil, lejano,
dejando atrás un país, una familia, una lengua. Ante esa
posibilidad, sentí más desesperación que deseo. Estaba
absorta en esos pensamientos y aterida, cuando algo leve
rozó mi pierna: debajo del banco se asomaba el cuerpecito de
un gato atigrado; siempre había gatos andando sin prisa por
los parques, por los puentes de la ciudad, apenas
entrevistos. Me incliné hacia él, era manso, lo sostuve sin
esfuerzo entre mis brazos. Nos quedamos un rato, el gato y
yo, en medio de la tarde grisácea del Luxemburgo. Pensé con
la certeza de una esclarecida que mi vida seguiría siendo
recorrida a través de los años por venir por esa angustia
fragmentaria, por esa tendencia a anclarme en el pasado,
algo así como habitar o ejercer la parte por el todo: un
amor que no era un amor, las sensaciones de un cuerpo que no
era el mío, un padre que era un fantasma. Aunque la certeza
de pronto se partió en dos y pensé también -con una suerte
de conciencia esperanzada- que en aquel viaje podía haber
encontrado la punta de la filigrana que finalmente, y a
través de los años, recompusiera las partes dispersas.
XIII
Cuando
cruzamos el Boulevard envolví al gato en mi bufanda para que
no se asustara por el ruido de los autos e intentase escapar
o rasguñarme. Tomé un taxi con el animalito escondido en el
abrigo. Llegué al hotel, subí a la habitación, el gato
ronroneaba, la cabeza acurrucada contra mi hombro cómplice:
habíamos despistado no sólo al taxista sino al conserje. Ya
en la habitación, recorrió los rincones, olfateó los
zapatos, la valija, se escondió en el placard; después lo
rescaté de su refugio y lo subí a la cama, en donde se quedó
quieto entre las colchas, con los ojos entrecerrados. Era
marrón y negro, atigrado, algunos bigotes se le torcían y
chocaban con los otros, eso lo volvía desprotegido y
hermoso. ¿Quién dijo -pensé- que la vida de un hombre es un
largo recorrido alrededor de su casa? En unos días más me
habría ido de París hacia una ciudad de paso y después, de
vuelta hacia mi casa. No era probable, comprendía en ese
instante -la tarde junto al gato-, que al regresar del viaje
tomara aquellas decisiones que cambiarían mi vida, como en
algún momento de mi estada en París había creído,
convencida. Los años pasarían y yo, quizás, me convirtiera
en otra mujer, más cercana a lo que alguna vez había soñado
para mí, o quizás no, y el viaje sólo me habría permitido
alejarme de aquello en lo que se había convertido la
relación con Esteban: algo así como un gesto devenido en
mueca, en la frustración de que toda mi vida se cerrara en
el círculo de su cuerpo.
O tal
vez el viaje habría permitido aplacar cierto temor a los
cambios, a lo que se desconoce, que a lo largo de mi vida me
había llevado a preferir el pasado aunque fuese triste. Pero
en el fondo seguiría siendo la misma: unas vacaciones no
cambian definitivamente a nadie, ni siquiera unas vacaciones
en París (era imposible no haber vivido lo que había
vivido). Lo real era que en unos días empacaría mis cosas,
tomaría el métro o un taxi en la calle hasta llegar hasta la
Gare
du Nord y desde allí, subiría al tren que me llevaría hacia
Frankfurt, dispuesta nuevamente a sentir el suave frío
gotear del aguanieve y a mirar la ciudad, tal vez por última
vez, a través de alguna ventanilla un poco sucia. Viajaría
hacia Frankfurt, tomaría el vuelo de regreso a mi país, y al
despertar sería, al fin, la mañana siguiente.
Mientras pensaba en los días venideros, el gato se había
estirado, cómodo, tranquilo, la cabeza cercana a la
almohada. Lo acaricié, afuera anochecía. Iba a disfrutar mis
últimos días en París recorriendo la ciudad con anticipada
nostalgia; quizás junto a Fernando brindaría con el último
licor de pera por cruzar fronteras y, en secreto, por la
magia intacta de no volver a vernos nunca. Abrí la ventana
con cuidado, la habitación fue azotada por una ráfaga de
frío. Alcé al gato, que protestó con pereza. Lo apoyé en la
cornisa. Se quedó quieto, con el pelaje algo erizado, apenas
sorprendido. Dependía de mí. Si hubiera sido perversa, si
hubiese estado aunque sea un poco loca, podría haberlo
arrojado hacia el vacío. Por supuesto, no lo hice. Dejé de
sostener de a poco con mis manos al gato, que se quedó
parado sobre la cornisa, y después de mirar a los costados
caminó con paso seguro hacia el balcón vecino, sin espiar
hacia atrás, sin mirarme siquiera. Un gato como un manso y
diminuto tigre andando por una cornisa de París, huyendo de
mí, echado por mí, con su movimiento elegante que lo hacía
parecer danzando, tan cerca del aire.
La
ciudad, ya sin Maigret debajo, se iluminaba de a poco. Pensé
sin sobresaltos en algunos episodios fragmentarios de mi
vida, en ciertas imágenes recientes de aquel viaje (las
caminatas sin rumbo al lado del Sena, los cementerios, los
compases del cuerpo de Fernando en movimiento, la memoria
punzante de Esteban, las sinceras cartas con confesiones que
jamás serían enviadas, el deambular errante de los cuerpos),
pensé, finalmente, en la lógica de la pasión. Vino a mi
memoria un momento repetido en el pasado: mi figura
entrelazada al cuerpo de Esteban y mi boca musitando
palabras amorosas con cuidadoso silencio, para que él no lo
supiera, para ocultarle mi amor, que podría molestarlo.
Sentí tristeza por aquellas viejas penas mientras veía los
techos de los edificios, una ventana apenas iluminada
enfrente, siluetas disimuladas detrás de un vidrio, y pensé
en algo que no tendría seguramente respuesta: cómo se hace
para volver de la pasión. Entonces respiré el viento helado
de la noche y me quedé esperando que resplandecieran en el
cielo algunas de las primeras estrellas. Sería en ese
momento o no sería nunca: los astros no iban a brillar para
siempre.
Como
alguien (nihilista) que corta una flor en el Luxemburgo y
después la tira en la ausencia de un dios, como se toca un
botón -así de simple- y se espera el vacío, de ese modo
arrojé mi nombre, lentamente, por aquella ventana.
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