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LISBOA
Bolívar, dice el hombre que bebe, acusa a Olmedo de que en
el Canto a Junín exagera y que en la exageración de comparar
Junín con Troya y Libertador de Colombia con Aquiles,
convierte a la batalla de Junín en nada.
Es implacable. Bolívar es héroe de la patria grande, es
Aquiles -según José Joaquín de Olmedo- y es también un
crítico literario sagaz. Eso dice el hombre que bebe, que es
en ese instante además el amigo que relata no sólo batallas
épicas y verbales del siglo XIX en Hispanoamérica, sino sus
planes de trabajo futuros, mientras ella toma tempranillo y
come empanadas chilenas con cebollas, fritas en manteca
blanca de cerdo, y piensa en otra cosa. Ella en realidad
sólo recuerda en esos días con cierta desganada vitalidad un
viaje tardío a Lisboa, un viaje distante. Ella recuerda como
en ráfagas ahora a un hombre que amó -tal vez- hace una
década y aquellos sus juegos sexuales con pañuelos, el
amante parece disfrutar de verdad el tenerla sujeta a los
barrotes del respaldo de la cama y hacerla gemir cuando con
sus dedos juega con el sexo de ella, en tanto ella lo
contempla, desnudo, desde abajo, y su piel y su cuerpo
cercano y su olor, su olor que otras mujeres (pero es que
ella no quiere saber sobre sus otras mujeres) ya han
calificado, su olor de algún modo la perturba o incluso la
enceguece, él entonces la penetra con sus dedos, él recorre
sus muslos con la lengua, le dice obscenidades, le dice que
la quiere, y ella, inmóvil y vencida en la prisión de la
cama, átame, le dice, desátame, abrázame, duerme sobre mí,
hasta que él se acuesta sobre su cuerpo y la penetra de una
embestida, y ella grita a veces que está loca por él y otras
veces que está harta de él, ella siente que él acaba y está
con los ojos abiertos porque quiere verlo siempre cuando él
comienza y cuando él acaba. Su cara nada expresa ante el
amigo, ajeno como siempre a sus recuerdos, y entonces ella
le pregunta si la empanada chilena no lleva también como
agregado un chorro de vino blanco porque cree descubrir con
su paladar poco habituado a los sabores araucanos que hay
allí un dejo de aquel remoto, tímido sabor. Él responde que
ha sacado la receta de la sección: Comida típica o de la
sección: Cartas de lectores (no lo recuerda) del diario “La
Estrella de Arica”, que compró alguna vez en su paso por el
norte de Chile, justo durante la Semana de la Chilenidad
(ella sonríe), en un periplo hacia Lima y el Cusco que
terminó verdaderamente mal (quizás más tarde explique con o
sin detalles a qué se refiere, o quizás nunca lo haga).
Ella, ante la mención de un viaje, vuelve a recordar Lisboa.
Él retoma la prosa inédita de Bolívar como crítico de La
victoria de Junín, canto compuesto por Olmedo a pedido del
mismo Bolívar para celebrar la batalla y que hoy se conoce
solamente como Canto a Bolívar, y remarca entre sorbo y
sorbo de vino que Bolívar y Ponte, Simón, el Libertador de
Colombia,
denosta al poeta diciendo: “Usted, pues, nos ha sublimado
tanto que nos ha precipitado en el abismo de la nada”. Se lo
sabe de memoria incluso medio borracho como se encuentra
ahora, piensa ella, mientras entrecierra los ojos para
remontarse a una siesta primaveral en una plaza umbrosa del
Barrio Alto de la ciudad de Lisboa cuando ella era
intrépidamente joven. Ya no lo es. No puedo comer más, dice
ella, casi al mismo tiempo en que él señala: Quiero otra
empanada. Ella se la alcanza, separándola de las restantes
que están sobre una bandeja, la elegida a punto de ser
devorada por el amigo es envuelta por ella en una servilleta
de papel. “Usted cubre con su inmensidad de luces el pálido
resplandor de nuestras opacas virtudes”, es acusado Olmedo
por el mismísimo Bolívar. La última parte de la cita en boca
del amigo resulta para ella un tanto confusa porque él tiene
ya la boca llena.
El próximo trabajo que planea el amigo y
que ella, como todos los que lo conocen, sabe que jamás
llegará a realizar, tiene que ver con alambiques -alquimias,
eso es lo que ella piensa- y fabricación de un gel de aloe
para exportar. Pero no de aloe vera, dice el amigo, y ella
pregunta qué otras variedades de aloe existen. Él enumera
como en un rezo: Aloe angélica, aloe azulada, aloe feroz,
aloe africana, aloe bella, aloe confusa, aloe grata, aloe
tormentosa, aloe rupestre, aloe deserti.
El amigo tiene muy buena memoria, dice
sin embargo que no se sabe los nombres científicos, excepto
quizás en el caso del último, el del aloe deserti. También
existe un aloe venenosa. No, a ésa no la uses para tu gel,
dice ella fingiendo alarma y se sirve otra copa de
tempranillo de las Bodegas San Juan. Ella sabe que en la
vida del amigo -y teme que quizás también en la suya propia-
todo se diluye y se posterga, como bajo un sopor caribeño,
piensa, imbuida ya del espíritu de la Gran Colombia. Pronto
llegará el verano. Se escucha en el patio de al lado,
viniendo desde el fondo hacia la cocina de la casa, una voz
áspera y húmeda que canta: “Yo ayer estaba solo, y hoy
también”. ¿Qué hay de postre?, dice el amigo, que se había
invitado él mismo a almorzar aquel mediodía primaveral en la
casa de ella, con las empanadas chilenas como pasaporte de
entrada y “para no caerte un domingo como peludo de regalo”,
según se había disculpado en la conversación telefónica de
la víspera. Ella ha tenido pocas ganas y poco tiempo de
prepararle a él un postre, sólo palta dulce sobre helado de
sambayón. Él la mira con cierta desconfianza. ¿Cómo se
hace?, dice. Responde ella: Es simple. Ponés la pulpa de las
paltas en la licuadora, agregás azúcar, algunas cucharadas,
un poco de jugo de limón, licuás y queda una crema que
después podés poner a enfriar en la heladera, media hora más
o menos, la servís sola o con otra cosa, yo la mezclo con
helado de sambayón. Bueno, dice el amigo sin verdadera
convicción, como dicen por ahí “a nadie le amarga un dulce”.
Ella va hasta la heladera y lo sirve. Él mastica los granos
de azúcar, como piedritas o arena en la crema de la palta
dulce. Todo muy latinoamericano, dice, o al menos el
aguacate. Ella piensa: En eso justamente no estaba pensando.
Él arremete una vez más: ¿Sabés que Marx escribió sobre
Bolívar? Hace una pausa. ¿Y que Trotsky habla del
neoclasicismo en Literatura y revolución? Pero habla de
Ajmátova, piensa ella, aunque decide recordar, para seguir
en tema, una descripción de Bolívar hecha por Úslar Pietri o
alguien así, una descripción que dice que el héroe era
“menudo, nervioso, iluminado”. Alguna vez dio una clase
sobre aquello: “iluminado”
es atributo que define menos al héroe que
a quien lo describe, sí, Úslar Pietri era el autor, es ésa
la descripción de un escritor, no la de un biógrafo o un
historiador o un político sobre Bolívar, sólo un escritor
puede cortar la serie y agregar “iluminado” después de
“menudo” y de “nervioso”, sólo un escritor pone punto y
aparte recién después de “iluminado”. Dice el amigo que dice
uno de sus detractores que Bolívar poseía un talento casi
asiático para el disimulo. Ella piensa otra vez en el amante
perdido, en quien no había reposado su memoria en todos esos
años, pero que ahora vuelve en medio del tedio de la
conversación. Sin embargo, ella no siente ya, no puede
volver a sentir ya aquel oscuro y lejano dolor, el amor, la
soledad o la distancia, la memoria de la respiración del
amante en su cuello, su aliento desvaído.
El amigo
insiste con Marx, que escribe sobre Bolívar y que él ha
leído en The New American Cyclopedia, hace una pausa y
agrega: Tomo III. Ella piensa en la operación ginecológica a
la que se sometió hace justo un año y sobre la que su amigo
nunca ha preguntado nada, ni tampoco sobre sus
consecuencias, sobre su vida sin la perspectiva de los
hijos. Ella ve el mundo al revés porque está acostada sobre
la camilla y va avanzando sobre ella a través de los
corredores y las salas, después trepa ascensores largos,
diseñados para transportar camillas. Desde la posición
horizontal pueden verse los techos, las lámparas que
cuelgan, las imperfecciones de las partes superiores de las
paredes, las diferentes alturas de los cielorrasos, como en
esas viejas películas musicales en las que bailan por las
paredes: el mundo ya ha cambiado.
Escucha
voces alrededor de su cuerpo, delante y detrás de sí. Las
enfermeras, llamadas camilleras, comentan algo sobre el
precio de las medias. Ella piensa en las medias blancas de
las camilleras. Anestesia. Sí, el mundo ha cambiado, su
cuerpo al menos no es el mismo, es lo que ella piensa en
tanto el amigo vuelve al proyecto del gel con aloe pero no
aloe vera y ella lo mira con la lucidez que tiene para
juzgar la vida de los otros y no la suya propia, y piensa
que él es, a los cincuenta años, todavía, como una isla a la
deriva.
Mira al
amigo, que es diez años mayor que ella y desde la juventud
no la ha llamado por su nombre sino por el apelativo “Niña”,
y recuerda, una entre tantas, la noche en que brindaron
juntos por el levantamiento del estado de sitio. Él parece
querer decirle ahora: Niña, quiero confesarte, me desespera
no poder confesarte..., y simplemente come, bebe y no deja
de contar aunque no se sabe bien ya qué. Ella, en tanto,
aprovecha y piensa. Piensa en sus cosas. En el orden
cósmico, en el orden (o el desorden) de su vida, en esas
triviales conversaciones sobre el Trópico, en el arte
bolivariano casi asiático del disimulo, que la mujer conoce
tan bien.
Ella acaba
de comerse su postre de paltas dulces (aguacate, dice el
amigo) y recuerda el relato reciente de una amiga común que
él ni siquiera ha mencionado durante la charla paralela al
almuerzo, cuando la amiga común le contaba la agonía de otro
de los amigos de juventud, indigente casi, después de los
exilios obligados de su vida, “una vida errante, una vida de
escapes”, había recordado la amiga común, y casi llorando le
decía hace un mes en esa misma cocina: “Pobrecito mi amor,
le dimos besitos, le puse una música suave porque dicen que
en ese estado todavía pueden oír y así no escuchaba a los
perros de los patios traseros”. ¿Adónde lo atendían?, había
preguntado ella. “Al final lo llevaron a Oncología del
Hospital, ya estaba con suero, en una posición parecida a la
fetal, lo perfumamos, lo peinamos. Morirse así. Por lo menos
no estaba solo”. Ella apenas había hablado con él en aquel
mes previo sobre la muerte del amigo de juventud, ese
silencio de él respecto de los temas profundos o importantes
era a veces para ella verdaderamente difícil de desentrañar.
Él explica ahora por qué se ha entusiasmado de modo tardío
con los escritos de Bolívar y cómo a partir de los discursos
verborrágicos de Chávez que resultan a veces no tan obvios
como parecen (ella lo duda), él ha consultado las Memorias
de Bolívar y de allí derivó a la lectura de los neoclásicos,
no sólo Olmedo sino también Andrés Bello y José María
Heredia.
Ella acota
como al pasar que Bello es un personaje auténticamente
interesante, y le ofrece beber alguna clase de té. Él elige
uno de naranja y de canela y recuerda en voz alta el sabor
de un té de maracuyá pegado al paladar, le dice, que había
probado en uno de sus viajes por América en aquellas sus
épocas de esplendor (así lo dice, con resignación, o
nostalgia, o ironía), la flor de la pasión, la lejana
voluptuosidad del Trópico, piensa ella, que se prepara en
ese momento un té de hierbas aromáticas, ya que ese sabor le
hace recordar un poco a Lisboa, es decir, a su primera
juventud. Ella recuerda que él de sus viajes solía traer
café y bebidas típicas, y sobre todo aguardiente de caña y
todo lo que se le pareciera, y decía del ron que era una
bebida fuerte y brutal que no sólo alegraba sino que reponía
de las fatigas; si iba al mar a veces traía también
caracoles en una actitud casi femenina, caracoles blancos,
violetas o rosa. Él dice sobre Andrés Bello: Sí, claro, el
humanista, ¿sabías que mientras estudiaba Derecho y después
Medicina, creo, daba clases particulares y uno de sus
alumnos fue Bolívar? No, ella no lo sabía. Sí había leído
que Bello y Alejandro Humboldt habían escalado, habían
ascendido juntos al Monte Ávila. El Cerro de la Silla, él es
el que corrige, él, que con su pausada memoria implacable
desliza: Bello publica en Santiago un libro de cálculos
estadísticos sobre América, extractados de una carta de
Humboldt a Bolívar. Humboldt estuvo en Venezuela explorando
el Alto Orinoco, dice. Ella calienta las tazas antes de
servir los dos té. En la casa de al lado ya no resuena
música, hay un silencio de domingo que preanuncia los
sopores de la siesta. Él deja por un momento su relato sobre
historia, ciencias naturales, poesía celebratoria de la
independencia americana, etcétera, meras ramificaciones del
tema aglutinante de la mañana, a saber: el espíritu
bolivariano en América, y vuelve a detallar los pasos de su
empresa futura, la que lo sacará de la ruina previsible (la
actual y la futura que cuantos lo conocen e incluso lo
aprecian vaticinan para él), y que consiste en un proceso de
conversión, de fabricación y de purificación del aloe,
indispensable, dice, para producir el gel que se exportará a
la mismísima Unión Europea, ávida de exquisitez. Y de
exotismo, agrega ella, y sorbe un trago de su té: crepúsculo
en el barrio del puerto de Lisboa, su cara joven de frente
al viento y a la tarde en el estuario ensombrecido apenas
del Tajo, ancho como un mar y no sólo como un río. Ella
piensa mirando apenas de soslayo la expresión ensimismada
del amigo: Él no sabe nada sobre mí. Nada de nada. |