InicioCasi TodoLo nuevoEnlaces

 

Amigos

 

Beatriz Actis

Textos


 

Liebig

 

-  ¿Cómo es la pampa?

-   No es tan distinto, esto también es la pampa, sólo que acá está el río y allá, de donde vengo, agua no hay (pienso que la diferencia está en las cuchillas entrerrianas, no sé por qué no lo menciono). Le dicen la pampa gringa, pero gringos allá son los italianos, sobre todo, o algún que otro suizo.

-  Acá, en cambio, los gringos siempre van a ser los ingleses.

Al decir esto, Horacio suspira, como resignado ante la verdad evidente. El Turco, en la galería de atrás, empieza a tocar la guitarra.

-   ¿Vos nunca saliste de Entre Ríos? -le pregunto. En ese momento me doy cuenta de que durante estos años no habíamos tenido una conversación demasiado personal. Casi todos lo llaman Maestro, yo sólo sé su nombre y que renunció a vivir en la escuela porque había convertido la casita destinada al director en un aula más y se había venido a vivir a lo del Turco.

-    Una sola vez crucé el puente, fui a trabajar unos meses a Paysandú, en una estancia, cuando era un gurí. La provincia, después, la recorrí entera: Diamante, Nogoyá, Federación -la vieja, antes de que la inundaran para hacer la represa-, La Paz. Hasta Villa Paranacito llegué, estuve dando clases en las islas. En la capital también viví algún tiempo.

Por un segundo pienso que se refiere a Buenos Aires, pero después dice: "Es lindo Paraná: el Parque, las barrancas”. Imagino a Horacio, más joven, asomado a las barrancas como un gato que se fascina ante el abismo. Él interroga: "¿Por qué viniste?”. "¿Cómo caí acá?” (Se cuela un silencio penoso, un chico pasa en una bicicleta). Yo soy de Casilda, me fui a Rosario a estudiar ingeniería, rendí algunas materias pero necesitaba trabajar y me conchabé en el puente a Victoria, primero del lado de allá y después, del lado de Entre Ríos. Al final dejé de estudiar y seguí con el trabajo. Así me vine a esta provincia, no lo tenía planeado desde un principio. Horacio habla ahora con un tono más solemne, como si el haberle dicho que en una época estudié ingeniería hubiera marcado una diferencia entre nosotros, como si yo no hubiese sido sólo un obrero calificado en la construcción del puente sino el responsable de que Rosario y Victoria se unieran por una ruta sobre el río Paraná. Lo intuyo, a pesar de que él no dice nada.

-   Yo estudié para maestro en Victoria. Hay un convento de los benedictinos, ¿lo viste? Hacen esa jalea real y esos licores -las borracheras que me habré agarrado-; atrás del convento hay un cementerio que es sólo para los monjes. Lo visitan mucho los turistas. (Asiento con un movimiento de cabeza, un pájaro pasa y tiene un plumaje levemente azul, canta y es como un beso breve y diurno). Debe ser grande Rosario, todo al costado del río.

-   Sí, pero me tira más el Uruguay que el Paraná, no sé por qué. Claro, Rosario es grande: me gustaba caminar, las calles no se terminaban nunca. Yo acababa de llegar de Casilda. Me sentaba solo en el puerto o en el Parque Independencia, en una parte antigua, en un costado, con pérgolas y un rosedal, sobre todo en los días de verano, aunque me muriese de calor. (Callo, cierro lo ojos: soy joven otra vez, creo en subirme a un barco y recorrer el mundo)

-  Y a tu pueblo, ¿nunca volviste?

-   No. En Casilda no pasa nada. (Horacio mira las calles polvorientas. Sé que está pensando: ¿Y acá?). Si miro para atrás, en mi vida en el pueblo nunca sucedió un hecho extraordinario. (Dudo, cae un silencio). Lo único que tengo para contar es que una vez se estrelló un avión con contrabando de cigarrillos y todos fuimos a ver los restos y las huellas del pasto quemado en un campo en las afueras. Eso me causó mucha impresión, yo era todavía un chico lleno de ideas sobre el futuro, ideas como viajar por el mundo (estuve a punto de decir: Viajar enloquecidamente por el mundo), pero ese día decidí, al menos, no ser contrabandista. (Otro silencio, Horacio se sonríe). También me acuerdo de una vez, nos llevaron con la escuela a la plaza para ver a Borges, que estaba de visita y había dado una conferencia en la Sociedad Italiana. No entendíamos bien quién era, lo veíamos desde lejos, veíamos a un hombre viejo, Borges siempre fue un hombre viejo. Plantó un árbol en el medio de la plaza.

-  ¿Y lo veía al árbol mientras lo plantaba?

-   No seas cretino, fue en el 69 ó en el 70, en esa época veía amarillos, a eso lo leí en algún lugar. (Me di cuenta de que Horacio no lo había dicho con ironía sino con ingenuidad). Plantó un eucaliptus en un cantero.

-   Yo pensé que Borges siempre había sido ciego, es decir, no sé si ciego de nacimiento pero sí ciego por completo. (El aire transporta un perfume dulzón, la calma de la tarde nos retiene en ese instante, indeciso y lento) ¿Cómo será ver sólo el amarillo? Acá, ahora, por ejemplo: no veríamos más que aquellas flores en el suelo, la remera del chico de la bicicleta, que debe ser uno de los Soria, la cerveza en el vaso.

No respondo, me quedo meditando sobre la pregunta, levanto la vista hacia la copa de los árboles y enseguida estoy pensando en otra cosa. Horacio se calla, igual que yo, sumido en su candor. El calor derrite los cercos abandonados por los ingleses, los cercos que rodean lo que había sido el Lawn Tennis y que una vez, imagino, fueron relucientes y altivos, y aquí a nuestro lado vegetan también las ruinas del Mess, en la parte alta de Liebig, la que ocupaban los ingleses y que todos siguen llamando Los Chalets. En tanto, suena la guitarra del Turco en el medio de la tarde, de espaldas a la costa frondosa y al viejo muelle. Al Turco le gusta arrinconarse en la galería sombreada y cantar Atahualpa y zambas tristes que a nosotros, a Horacio, a mí y a los otros pensionistas (el Turco nos llama "los huéspedes”), nos llegan a través del aire cortante de la costa, cuando la voz cargada del Turco se esparce, ocupa el espacio sin delatar su lugar de nacimiento preciso, en medio del sopor de la siesta; él quizás esté sentado en la primera galería sin ventanas o tal vez, más allá, en las sillas del fondo del corredor cubierto desde donde se adivina apenas el follaje descuidado que rodea la casa. Estamos descansando, Horacio y yo, en unas reposeras en el medio del parque del Mess, bajo un sauce, y tras los yuyos altos se ocultan cascotes y basura. La música va subiendo desde la piel, desde los poros como si fuese un humo. En tiempos de la Compañía aquí se alojaban los visitantes menores, "de bajo nivel”, cuentan todavía los viejos en el pueblo, mientras que los ilustres se hospedaban en la Casa de las Visitas, por ejemplo el Príncipe, ése que no llegó a ser rey de Inglaterra porque abdicó para casarse con una divorciada extranjera. Como le cuento a Horacio las únicas historias de mi pueblo (Borges, en mi infancia, en Casilda, había sido el príncipe), él dice que me va a contar la historia del Príncipe de Gales de visita en Liebig en el veintitantos.

"- Borges tenía también algo con los ingleses, ¿no?”. "- La madre. No, la madre no, la abuela”. "¿Y escribía en inglés?”. "- Sólo me acuerdo de una poesía, de dos: Two English Poems”. "Nunca pude aprender inglés”. "- Vos no sos gringo”. "- Sí, pero acá, aunque no seas gringo, todos chapurrean un poco, sobre todo los viejos (Horacio se levanta para buscar otra cerveza. Me dice desde el fondo, en voz más alta): Los gringos no se mezclaban”. "- Ni un mestizo -digo-, ni un desliz entre un gringo y una entrerriana, o al revés. Qué raro. En esta soledad”. "- Antes no era tan solo”. Recuerdo una vez más los cuentos sobre el esplendor del pueblo cuando lo gobernaban los ingleses: veían los estrenos de cine al mismo tiempo que en Buenos Aires, en una sala especial, antes de que las películas llegaran incluso a Paraná; la biblioteca era la más grande del Litoral, tenía enciclopedias, novelas y la colección completa de Caras y Caretas; los ingleses daban fiestas en el Golf y en el Lawn Tennis, y viajaban a la capital en un avioncito privado (todavía quedan los restos del hangar, en las afueras); los criollos obreros que vivían en La Soltería también tenían sus bailes vespertinos y sus torneos de pesca. Horacio dice, de pronto: - La verdad, no me lo imagino a Borges con la pala.

Se ve que se había quedado pensando en lo que le conté. "- ¿Qué sabés de Borges, vos?”. "Lo que veía en las revistas cuando era chico. Yo era chico, Borges era viejo y siempre salía en las revistas. Todos sabíamos quién era, incluso, aunque vos no lo creas, en estos pueblos de mierda”. Termino el cigarrito y respondo con desgano: "- Lo de la pala es una formalidad. Te declaran ciudadano ilustre, te dan la pala para la foto, en el mejor de los casos echás el primer puñado de tierra...”. "­Como en los entierros”. "- Algo así. Das la primera palada, te sacan la foto (se guardan en el pueblo y se muestran en las vidrieras las copias de esa foto: Borges, su traje gris y al lado, el retoño de eucaliptus) y al árbol al final lo planta un empleado de la Comuna”.

Hago un silencio. Horacio no dice nada. Sigo pensando en voz alta: - Yo tampoco conozco bien el inglés, a veces lo leía y lo podía traducir, a veces no. Con un compañero del secundario, me acuerdo, con un diccionario chiquito traducimos aquellos poemas, uno empezaba diciendo: Te ofrezco calles magras, puestas de sol desesperadas... (Horacio no puede reprimir una sonrisa. Me avergüenzo. Recitar siempre me había producido un poco de pudor. Eso implicaba que uno se había estudiado los versos de memoria, y antes de eso, que esos versos le habían de veras causado una emoción). "- No, yo nunca pude entender bien el inglés. Leerlo, ni probé”. "- ¿Quedarán libros en inglés en la biblioteca?”. "- No sé, podríamos preguntarle al Rengo. (El Rengo es el encargado de la biblioteca y de la oficina de Turismo. En las vacaciones y durante los fines de semana largos, sobre todo, vienen de visita muchos porteños). Me quedo pensando:

"- En el plano viejo que está en la Comuna figura la biblioteca, pero en otro lado”. "­Claro, porque antes estaba del lado de la Compañía. A eso lo sabe bien el Rengo. (El viento del río Uruguay debe venir ahora para nuestro lado porque se oye la voz del Turco muy claramente cantando ‘Guitarra dímelo tú’. De esa canción siempre me había gustado una parte: Los hombres son dioses muertos de un templo ya derrumbao. Sólo pienso en esos versos, los recuerdo mientras enciendo otro cigarrito, no se me ocurre esta vez recitarlos en voz alta en presencia de mi compañero). Porque cuando los ingleses cerraron la fábrica y se fueron, vendieron casi todo el pueblo, que era de ellos; afuera del lote sólo quedaron algunas casas porque a los empleados también les vendieron las casas de la Compañía en donde venían viviendo, pero bueno, cuando quisieron venderle los libros que había acá a una biblioteca grande o, no sé, a un coleccionista de Buenos Aires, no se lo permitieron”. (El sopor de la siesta es envolvente, como el insomnio). "- ¿Quién no les permitió vender los libros?”. "- A eso lo sabe bien el Rengo. Bueno, es un secreto a voces. No, es la mitad de un secreto”. (Horacio se hace el misterioso, tal vez, como forma de escaparle al tedio. Qué más podíamos hacer en la tarde de Liebig). "­Pero contá” -le digo. (El Turco ha dejado de cantar, o el viento le esquiva a las voces, a lo mejor lleva el canto para el lado del Uruguay, a lo mejor en la costa lo están escuchando mientras nosotros, que estamos casi al lado, no lo podemos oír más. A lo mejor el canto se pierde para siempre en estas tierras sin ser escuchado). "- Se pusieron de acuerdo el Rengo, el padre de Salvador, el viejo Corelli, creo que estaba el Turco también, sí, el Turco seguro que habrá estado, después le podríamos preguntar, y varios más había, no sé ahora quiénes eran, pero había varios (creo que estaba el Paraguayo). Llevaron dos camionetas en el medio de la noche, una era la de Corelli, rompieron la ventana de la biblioteca del lado de Los Chalets de los ingleses, y cargaron todos los libros en las camionetas y los llevaron a la Comuna, que está de nuestro lado, en El Pueblo. Los libros ahí quedaron esa noche, los empezaron a acomodar después, en una casa de al lado, que es adonde está la biblioteca ahora. Los recuperaron a todos, y también las revistas. Los ingleses no pudieron reclamar porque el edificio de la biblioteca vieja era de ellos pero lo que estaba adentro no, eso era del pueblo, no lo podían vender, no se lo podían llevar”. "- Garra entrerriana. Así lo hubiera querido el General. (Después de decir esto, se me ocurre que me estoy vengando de Horacio por haberse burlado de mí y de los versos de Borges recitados). Dos generales tuvieron”. "- Un general tuvimos: Urquiza. Ramírez fue jefe supremo”. "- ¿Del ejército?”. "- De la República de Entre Ríos”. "- Urquiza vivió por acá. Podés creer: todavía no vi el Palacio”. "­Vivió en San José, pero había nacido en el Talar del Arroyo Largo. Ramírez nació por acá, en Concepción, que en esa época se llamaba Arroyo de la China”. (Horacio habla como "el maestro”, y con ese convencimiento y esa delicadeza de los entrerrianos que los hace sonar orgullosos pero nunca soberbios). "- Pensar que cuando uno en otra parte dice el General, dice: Perón, pero acá no. Bueno, o eso, al menos, era en otra época”.

Viene a la memoria la imagen de mi padre, peronista, ferroviario, y también su humillación y mi desazón al cerrarse los ramales, al desaparecer los trenes; quizás allí mi padre decidió empezar a morir, quizás allí comprendí que de todas maneras, con tren o sin él, yo tendría un día que partir. "- Pero en la placita están la foto y la placa” -dice Horacio. "- La foto no es de Perón, es de Evita. A la placa la leí: ‘Pueblo Liebig a la memoria de la inmortal Evita’ ”, o algo parecido. No hay placa para el Príncipe. "- Es que no se lo recuerda bien. Ni siquiera los ingleses, cuando estaban. Lo que pasa es que el Rengo cuenta toda esa historia del Príncipe adornada para los turistas”. Recuerdo que el Turco me había dicho una noche, más aburrido que borracho, algo fragmentario y confuso sobre la historia de una carta que había escrito el Príncipe cuando subió al barco para irse definitivamente de América.

-  La carta -digo para que nuestra conversación no se desvíe, como al principio, hacia los avatares de nuestras vidas personales. Sólo quiero oír hablar sobre la visita del Príncipe y sobre el pasado del pueblo.

En mi huida de Casilda, hace unos años, también hubo una carta. Amanda, mi novia de la juventud, mi amiga de la infancia, la había escrito y me la había entregado antes de mi partida; me pedía con una tristeza que le era propia que no me fuera, o que la llevara conmigo, me escribía aquellas palabras de los amantes que a veces no se pueden decir mirándole la cara al otro, sosteniendo su mirada. Ella, sin dudas, no había podido pronunciar esas palabras frente a frente, y yo tampoco hubiera podido decirle las mías. Le contesté desde Rosario, tiempo después, anunciándole que pronto volvería al pueblo, aunque sabía que no era cierto. Ésa fue mi única carta antes de desaparecer por completo; no le dejaba mi dirección ni mencionaba mis planes futuros. Había cerrado ya el sobre e iba a llevarlo al correo cuando decidí romperlo (lo recuerdo como si fuera un suceso reciente). Volví a escribir entonces la carta, repetí las palabras iniciales pero esta vez le di una dirección inventada en respuesta a su pedido de saber en qué lugar de Rosario estaba viviendo. Esta vez sí la mandé por correo a Casilda. Todos estos años he imaginado su esperanza al escribirme sus cartas a la dirección que yo había inventado y su desesperada humillación al no obtener mi respuesta o al recibir las cartas rechazadas. Muertos mis padres, vendida la casa, pagadas las deudas, no quería que nada me atase al pueblo, ni siquiera el amor. Cuando alguna que otra vez la he mencionado ante un compañero, ante alguna nueva mujer que me preguntaba por mi pasado, y dije que ella se llamaba Amanda Voces, los otros pensaron que se trataba de una broma, de una invención, pero ése era realmente su nombre. Recordarla, años después, cuando estoy lejos para siempre, es, quizás, una forma de desesperación. A nuestro alrededor estalla el perfume del verano de Liebig y a lo lejos se pueden ver nítidamente los bajos, las tierras ganadas al río adonde vivían los criollos en tiempos de los ingleses y que desde esa época llaman

El Pueblo, con sus calles de casas viejas, con esas plantas con flores rosadas en todos los patios y en las veredas, esas flores que llaman azaleas. El chico de los Soria se para al costado del cerco del lado de la calle polvorienta para ofrecernos torta, como la que venden los fines de semana a los turistas. Muevo apenas la cabeza para decir que no. (En estas horas, el calor es innombrable). El chico no me saluda a mí, sólo a Horacio, le dice: "Chau, maestro”. El sol apenas empieza a declinar. Me dan ganas de esperar que pase el tiempo sin siquiera conversar con Horacio, sin oír la guitarra del Turco siquiera, de ir a ver, solo, el atardecer en el muelle viejo o en el Club de Pesca, adonde el río hace una curva sinuosa y muestra bancos de arena y unas islitas cercanas a las que se puede llegar nadando desde la costa. El Uruguay es un río ancho y azulado, a eso creo que lo dice alguna canción: "el río azul”, o merecería decirlo, el Turco lo debe saber, aunque siempre canta canciones cordobesas o tucumanas. ¿Cómo vino a parar el Turco aquí? Yo me vine de Casilda buscando otros rumbos, llegué a Colón desde Victoria, cuando se terminó de construir el puente, trabajé un tiempo en Villa Elisa, en la plantación de eucaliptus (a la memoria de Borges), después vine a conocer Pueblo Liebig por curiosidad y aquí quedé, haciendo changas en lo que queda de la fábrica y cuidando la casa de la última inglesa que vive en Buenos Aires y sólo viene en las vacaciones, algunos días, para controlar la casa de té que sus viejos empleados abren para los turistas y para comprobar si sus rosas, a las que nombra con distintas palabras en inglés, persisten en el antiguo jardín ("En lo que más creo es en la luna -dice la inglesa-, sólo podo mis rosas durante la luna menguante, sólo hay que hacerlo bajo la luna menguante para poder librarse de cualquier obsesión”). La inglesa sigue preparando dulces y postres que seguramente pasaron de moda en Inglaterra, y cuando habla en inglés debe usar palabras y expresiones que allá habrán caído en desuso desde hace años; para un inglés de hoy ella sería una extraña, los ingleses de acá ya no son ingleses ni tampoco son argentinos ni nada. Liebig, un espacio sin tiempo, un pueblo muerto. O como Horacio diría con aire de misterio: es la mitad de un secreto, es un pueblo muerto que revive para las vacaciones y que les vende a los turistas su propia agonía detenida en el tiempo: "Pasen y vean, aquí hubo unos cuantos ingleses explotadores, aquí hubo un falso pasado de esplendor. Hoy somos nada”. Alguna vez el Turco comentó con un poco de ironía y otro poco de admiración que algunos supieron hacer renacer pobremente al pueblo muerto del que todos, en el fondo, querían escapar, y así hoy los turistas visitan las ruinas, pescan en el club sobre el río, recorren la fábrica casi por completo abandonada, los vestigios de una colonia del Imperio en el siglo veinte, y al anochecer se alejan para siempre. Nadie veranea dos veces en Liebig. No hay hotel en el pueblo: los visitantes se alojan en Colón o en las termas del interior y cruzan por Pueblo Liebig con una curiosidad de animal acechando a la presa moribunda. Los habitantes se dejan observar, el Rengo cuenta una historia mitad cierta, mitad inventada sobre la buenaventuranza de la época de los ingleses, sobre el honor de haber recibido a quien era en ese momento el futuro rey, y al mismo tiempo, sobre la gesta patriótica de recuperar no sólo los libros sino el gobierno del pueblo una vez cerrada la fábrica.

Por qué decidí quedarme a vivir aquí yo, que huí una vez de un pueblo próspero de la pampa santafesina: eso era lo que quizás Horacio, que vivió en Liebig buena parte de su vida, me quería preguntar cuando se abrió la tarde y nos pusimos a beber y a conversar. Por qué Liebig y no el mundo que cuando joven deseaba conocer, y de qué modo resultó ser Liebig para mí aquel mundo. En realidad, no comprendo muy bien esa respuesta todavía.

-   Decíme, Horacio, ¿de dónde vino el Turco? (Debí preguntar quizás: ¿Qué culpa está expiando para haber elegido este lugar, o cuál es su rencor, o cuál es su secreto?)

Horacio sigue observando el cielo que con el correr de la tarde va perdiendo claridad y me cuenta de modo vago que el Turco es entrerriano pero que después de vivir en Gualeguaychú "supo andar por Fray Bentos” y que trabajó en la última "época buena” de la fábrica, después se juntó con una mujer del pueblo, pero la mujer murió joven, de una enfermedad repentina, y el Turco se quedó a vivir en el Mess, pagando como nosotros un alquiler barato a la Comuna. Yo, que nunca supe bien de dónde venía el Turco, no le había sentido el acento entrerriano, y a lo mejor por cómo cantaba Atahualpa se me ocurrió que podía ser cordobés. Qué raro, pienso, con Horacio hablamos sobre Urquiza y sobre Ramírez, pero no suenan de fondo chamamés o chamarritas, y todo lo que veo hasta donde alcanzan mis ojos son unos derruidos techos ingleses, nada desde mi sillón parece entrerriano. Cuando llegué desde Colón, hace cinco, seis años, era el final del otoño; sin embargo, recuerdo, ese día el frío había recrudecido. Era sábado, pero el pueblo estaba desierto: el clima no ayudaba y era fin de mes, había incluso pocos de los turistas habituales, pescadores. Recorrí el pueblo con paulatina sorpresa; algo había leído sobre La Forestal, en el norte de Santa Fe, pero sobre este pueblo de ingleses a orillas del río Uruguay poco o nada sabía: un antiguo saladero convertido en una fábrica de carne enlatada que durante décadas se exportó hacia Inglaterra. Con el primero que hablé, el primer día, fue con el Turco. Estaba dormitando en el jardín delantero del Mess, cerca de donde con Horacio estamos ahora. Estaba echado en una de estas mismas reposeras y cubierto con una manta escocesa que, me lo contó después, alguien había traído alguna vez desde Londres ("Ah, las épocas de esplendor -le gustaba decir entre chanzas al Turco ante sus amigos-, la vaca en el barco y, en tanto, tirar la manteca al techo...”) porque era un abril de lluvias y por la noche, sobre todo, se sentía el frío cercano del agua, pero era un frío que sin embargo recordaba de un modo vago las noches de verano, quizás por el cielo estrellado, quizás por el olor del Uruguay que pasaba flotando, que pasaba olvidando tras él estas costas de Liebig. Me acerqué ese día al Turco y le pregunté adónde podía comer y también, con quién tenía que hablar para conseguir un poco de información sobre el pueblo. Cabeceó, despertándose del todo, me miró de arriba a abajo con cierta curiosidad y me dijo: "No tenés pinta de turista vos”. Le expliqué que era del interior de la provincia de Santa Fe y que, después de probar suerte en Rosario, decidí venir a Entre Ríos, y que estaba changueando en Colón pero que quería seguir recorriendo lugares por estos lados. El Turco me hizo sentar, me contó parcamente algunos hechos de la historia del pueblo y después me invitó a comer "con los otros huéspedes”. Miré la gran casa derruida adonde era invitado; me llamó un poco la atención que el Turco no dijese, como cualquiera: "Vamos a comer” o "Vamos a comer un asado”, sino: "¿Por qué no vamos y nos comemos un bife?”, y me pareció que la palabra "bife” delataba en esa frase una vana pretensión de complicidad, de hablar con el lenguaje que, según uno imagina, usan los ganaderos, los que son o fueron los verdaderos dueños de la tierra. ¿Cómo habrán hablado los ingleses de Liebig cuando intentaban el español, con qué palabras simples cada día, cuando salían de las oficinas de la fábrica o de sus casas en la zona de Los Chalets? Horacio, ajeno a mis pensamientos, continúa su relato y comienza por fin a hablarme, con parsimonia y sorbo a sorbo, sobre la carta. En mi familia, recuerdo, hubo también un episodio relacionado con una carta, un suceso que perturbó mi infancia. Mi abuela contaba que su madre, en Italia, en el pueblo natal, recibió la ropa de un hermano muerto en la guerra, que había sido conservada en una prisión por algún partisano, por razones confusas que hoy no recuerdo y que mi abuela seguramente tampoco conocía pero decidía ignorar al hacer su relato (o quizás al contar agregaba detalles para que la historia resultase convincente para el resto de la familia, que escuchaba expectante). Tras morir nuestro pariente, el compañero hizo llegar la ropa a la familia; entre la vieja camisa raída, el abrigo codiciado por las víctimas civiles de la guerra, en épocas de escasez, y un pañuelo con manchas borrosas, el muerto había guardado una carta. Mi abuela nunca explicaba en ese momento del relato adónde estaba escondida la carta, en qué lugar exacto: si envuelta en el pañuelo, si apretujada en un bolsillo del abrigo, o cosida como un secreto en un pliegue de la camisa. La madre de mi abuela no revisó en detalle la ropa del hermano muerto, lo lloró en cambio con un dolor resignado y lavó la ropa en el arroyo cercano al pueblo. Sólo reconoció los restos de lo que había sido la carta cuando, entre la ropa húmeda, encontró el papel casi desintegrado y la tinta apenas legible en la que se podían reconocer sólo unas letras sueltas. Nunca supo nadie qué escribió el moribundo: alguna confesión, algún recuerdo, alguna intimidad que jamás sería develada. O quizás -en el momento de su muerte la guerra aún no había terminado-, un mensaje que era un testimonio, por eso el compañero rescató la ropa y la envió a la familia. Horacio está narrando la historia de la carta de Liebig, presto atención, vuelvo a escucharlo. En tanto, el sol se ha escondido y la brisa es un poco más fresca. La cara de Horacio se me va desdibujando de modo paulatino, mientras crece la sombra.

-   El Príncipe -dice- vino al país en mil novecientos veinticinco y lo llevaron a visitar algunas colonias de ingleses en Buenos Aires, como Temperley, y también a varias provincias: Córdoba, Mendoza, Corrientes. Pero a eso, el Rengo no lo dice. Cuando lo cuenta, parecería que el Príncipe vino a la Argentina especialmente para ver a los ingleses de la fábrica de Liebig (Horacio se sacude con una tos nerviosa y breve). De Corrientes lo cruzaron acá, adonde estuvo apenas un día y se embarcó para partir directamente hacia Inglaterra.

-  Claro -digo de modo desganado, como ante una revelación tardía-, de este puerto salían barcos grandes. (Pensé en el Príncipe, su cara desdibujada como la de Horacio en la penumbra, caminando por el muelle ahora abandonado). ¿Y la carta?

-  A la carta la descubrió alguien a bordo del barco...

-  ¿Y la robó?

-   No, no pudo hacerlo. La copió, a escondidas; no sé sinceramente cómo lo habrá hecho.

-  Algún inglés.

-   No sé, la verdad, ni siquiera si la carta será cierta, aunque el Rengo jura que sí es verdadera. Se la había escrito el Príncipe a la madre, que me parece es esa reina vieja que hasta hace poco todavía estaba viva. Hablaba mal del pueblo. Decía que estaba harto del viaje y que no sabía para qué había tenido que venir, para embarcarse, a este paraje despreciable y perdido, y que más le hubiera convenido partir desde el puerto de Buenos Aires.

-  Mirá Su Alteza. Poco afecto al deber: por eso renunció.

-  Abdicó -corrige Horacio. A veces me parece, por como cuenta la historia el Rengo, y el Turco también, que la carta fue la gota que rebalsó el vaso, que fue lo que más rencor les produjo a los criollos, que odiaron más al Príncipe que a los jerárquicos de la fábrica, a los que tenían al lado.

Pensé: El Príncipe, lejano, fugaz, casi inexistente, era más fácil de odiar. Quizás lo de la carta fue una historia inventada por los rebeldes del pueblo, por los insurgentes.

-  Y también me parece -la voz de Horacio se hace más cavernosa y solemne- que lo del robo de los libros, bueno, robo, no, la recuperación de los libros, que pasó cincuenta años después, fue como la última venganza contra la carta del Príncipe.

Esa frase sentenciosa da fin a la charla. Horacio se levanta, un poco tambaleante por el entumecimiento o por la cerveza, y me dice ya sin la pretensión de revelarme secretos: - Me voy a comer al boliche.

Avanza un vientito fugaz por las galerías. Estoy solo en la larga noche de Liebig (la luna dice: Dormirás bajo cielo entrerriano). En los huecos de la pared de ladrillo que está a mis espaldas, durante el día, suelen esconderse esos raros pájaros de crestas azules; no sé por qué pienso en este instante que los pájaros ya se habrán ido de la pared hacia los árboles en donde se ocultarán durante la noche. Pienso también: Es tarde. Me quedo acá, pico algo con el Turco que, seguro, se va a ofrecer a compartir. O también puedo acompañarlo a Horacio hasta el boliche para comprar un poco de fiambre y más cerveza. Pero no lo decido enseguida y Horacio se va, atravesando la cerca delantera; imagino que camina hacia una cita secreta. Pienso después que tengo que preguntarle al Turco algún día si él estuvo presente en aquel acto de reivindicación, aquella noche de los libros, si valió la pena, si alguien ha leído alguna vez alguno de esos libros, si a alguien le importa hoy realmente, en este pueblo sin ingleses, qué pudo haber escrito el Príncipe. Me quedo sentado e intento convencerme de que sólo será por un rato más. Es cuando me doy cuenta de que hace bastante tiempo que la guitarra del Turco dejó de sonar, es decir que quizás en ese momento, debido a la ausencia de Horacio y de los demás pensionistas, acabo de quedarme solo en el Mess, anclado en el medio de la noche, rodeado de estos benditos silencios. Un tedio firme, un sopor helado y nocturno me retiene en mi asiento. Antes de irse, el Turco encendió los pálidos faroles de la galería. Recuerdo aquella pregunta sin respuesta de Horacio sobre cómo será distinguir solamente los amarillos del mundo, y tengo la extraña impresión de estar definitivamente hundido en la tierra, y empiezo a creer que ya no tendré ni hambre ni sed, que ya no tendré tampoco deseos de conversar con nadie. Es cuando percibo sin atenuantes lo que es estar varado en el mundo, lo percibo o lo entiendo con una especie de crueldad aceptada, y decido que tal vez será lo mejor que me quede aquí, sentado y silencioso en el jardín olvidado, hasta que me descubra la luz de la mañana siguiente.

 

(En LISBOA, Editorial Municipal de Rosario, 2009)


 

Creative Commons License
Esta obra está licenciada bajo una Licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Obras Derivadas 2.5 .