|
Tanti
auguri
-Pan dulce y oporto-
dice, -ésa es mi idea de la vida de campo-. Le sirvo otro
pedazo. -¿El pan dulce es de acá?-. Le explico que lo compré
en el pueblo, en una panadería artesanal que hace
chicharrones, chipá y también este pan dulce, aunque ya
hayan pasado las fiestas. Todavía está tibio. La chica de la
panadería, que a esta altura es algo así como una amiga, me
lo había vendido esta misma mañana, recién horneado, y me
advirtió que no lo comiera caliente, que se iba a desmoldar
y que caería pesado; que esperara hasta avanzada la tarde
para que se enfriara. La tarde había avanzado; la sombra
sesgada de los eucaliptos se había estirado hasta cubrir por
completo el patio y el jardín: son cerca de las ocho y
tomamos una especie de aperitivo antes de la cena. Ernesto
sigue sentado debajo del ceibo, come y mira los eucaliptos
del fondo. -Me voy a correr de acá-, dice al rato, -porque
me mojan los pájaros-. -No, es el ceibo-, le explico
mientras muevo mi sillón más para el lado del sauce. -Es un
ceibo que llora, como si fuera un sauce-.
Se escucha el ruido de
la “L” amarilla que viene de Santa Fe y pasa a un par de
cuadras de la casa. Estamos sentados mirando para el Este,
en dirección al río; el atardecer, con su cielo anaranjado
tras los eucaliptos, vuelve un poco más respirable el aire
caliente de febrero. Es la hora en que las cotorras salen de
sus nidos alargados, pegados a las ramas más altas de los
eucaliptos, haciendo el previsible barullo ensordecedor:
tenemos que levantar un poco la voz para escucharnos. Como
cuando se mira fijamente un piso con mosaicos o una pared
con manchas de humedad y el ojo que observa descubre
paisajes, perfiles y figuras, así me parece que en los
sonidos del campo es posible descubrir sílabas que se
repiten o forman palabras. Entonces se escuchan en esos
ruidos de la tarde -las cotorras, el viento del río, las
primeras ranas, y algunas veces también, el rumor lejano de
un tren carguero- voces que a esta altura me resultan
familiares. En la terminación de la tarde siempre me acosa
un sentimiento nostálgico, crepuscular del tiempo
transcurrido, de la vida que se aleja.
-Estos árboles deben
tener como cincuenta años-, dice Ernesto después de una
especie de suspiro de aburrimiento, o en realidad es un
pensamiento en voz alta, se lo está diciendo a sí mismo.
-Más-, afirmo mientras me sirvo otro oporto. Ya habíamos
hablado alguna que otra vez sobre la antigüedad de los
eucaliptos. Una hormiga colorada camina sobre el papel que
recubre la base del pan dulce, en el que se lee cada tanto
la inscripción con letras doradas:
Tanti
auguri. La mato con la mano. -Sauce es como el
pueblo fantasma de las películas, pero el pan dulce que
hacen es rico. Mira la virtud que le vengo a descubrir,-
dice Ernesto otra vez como para él mismo. -También está la
fábrica de dulce de leche-, le digo, -es otra ventaja.-
-Nunca probé-, dice como por decir algo. -Es rico. Pero
cuando pasás enfrente, por la ruta, sale un olor a podrido,
dulzón, como de leche cortada, que es un asco...-, y pongo
una cara acorde con lo que le estoy contando. El no me mira.
-No te quedan ganas de probarlo-, dice sin ganas, para
completar mi frase. - Y... no-, le contesto en voz muy baja,
casi imperceptible. -Este es crocante-, dice cortándose
otro pedazo de pan dulce, con mucha corteza. -Esta mañana no
almorcé-, agrega como para justificarse.
Ernesto había llegado a
la media tarde, con la “L” de las seis. Nos conocemos desde
hace quince, casi veinte años; fue el mejor amigo de Marcos,
y no lo trato como a una visita a la que hay que atender.
Tenemos la suficiente confianza como para que él se atienda
solo. El primer rato después de llegar se dedica siempre a
quejarse por el lugar adonde vivo. -Viajar hasta Sauce me
deprime, y esto ni siquiera es Sauce, es más lejos todavía-.
Al principio yo me tomaba el trabajo de explicarle que sí
era Sauce, pero un barrio, el barrio más al sur, lindante
con el campo. -Es como
La excursión a los indios ranqueles:
encima hay que cruzar Santo Tomé, esa ciudad horrible, y el
parque industrial, con ese olor que largan las curtiembres.
Parque industrial en este país de mierda que ya no tiene
industrias...-. Yo solía callarme cuando hablaba de Santo
Tomé, pero asentía en silencio en la parte en la que decía:
-... en este país de mierda que se hunde.- Por lo general
terminaba protestando: -Un poco más y se van a vivir a
Rosario, carajo- Sigue usando el plural, como cuando Marcos
estaba vivo.
Exagera, Ernesto cada
vez que se queja, exagera. Sauce queda apenas a veinte
kilómetros de Santa Fe, para llegar hay que atravesar el
puente, bordear Santo Tomé, salir a la ruta, pasar el centro
del pueblo, y antes de la curva del ferrocarril, doblar
para el lado del río: ahí está mi casa. -Eh-, le decía yo al
principio, cuando todavía me quedaban ganas de defender
este lugar, -si estamos a más de cien kilómetros de
Rosario.- Pero Ernesto no me oía, y yo siempre supe que en
realidad su queja era como un reproche por haberme quedado a
vivir en el campo y sola aun después de la muerte de
Marcos. Seguramente Ernesto está pensando en Marcos y en el
río, y quizás le parece inexplicable e incluso frívolo que
yo siga viviendo cerca de ese mismo río. -¿Había mucho
movimiento en Santa Fe por lo de la maratón?-, le digo sin
mirarlo cuando se nos termina el oporto. Mueve la cabeza con
un gesto afirmativo: -Por supuesto- -¿Viste a algunos de los
nadadores por el centro?-, digo, como haciendo una pregunta
de rutina, porque siempre el aspecto de la ciudad cambia en
los días previos a la competencia: los restaurantes y los
hoteles se llenan de extranjeros y de algunos periodistas de
Buenos Aires, la peatonal está más transitada que otras
veces; hay un sentimiento casi ingenuo de fiesta pueblerina.
Ernesto vuelve a responder con un gesto mecánico, con el
tono resignado de un: -¿Qué otra cosa voy a hacer más que
ir al centro para ver más gente?-
La maratón se corre
desde hace veinte años; vienen nadadores de todo el mundo,
es una prueba de resistencia: nadar en aguas abiertas,
desde Santa Fe hasta Coronda. Cuando era chica participaba
de la fiesta: iba con mis padres a la largada en la laguna,
cuando todavía no se había derrumbado el Puente Colgante.
Era una aventura madrugar en verano, ver los preparativos,
los botes que acompañaban a los nadadores con sus guías y
sus carteles indicando los nombres y el país de procedencia,
las embarcaciones que precedían en caravana a
los
titanes del río, como los llamaban en las
crónicas, entre el entusiasmo de la gente; después, cuando
los nadadores se alejaban y apenas podía distinguirse el
mástil de la lancha de Prefectura que cerraba la marcha,
íbamos a desayunar al Baviera de la Costanera. Sonrío cuando
termina ese recuerdo de mi infancia.
Los mosquitos nos
atacan como una escuadra feroz; el típico calor pegajoso del
verano no decrece ni con la caída de la tarde. Ernesto
señala la higuera: un pájaro negro y azul picotea los higos
maduros. -¿Cómo se llama? Nunca vi un pájaro con plumas de
ese color.- -Mar- eos le decía
el
tuétano, no sé por qué -le digo riéndome,
-nunca supimos nada de pájaros-, digo como si Marcos
estuviera adentro de la casa. El aire tiene un aroma raro,
dulzón. -¿Quién era, Whitman, que decía que era imposible
describir el sabor de una fruta o de un perfume salvaje?-.
-No sé-, me dice Ernesto, distraído, mientras entramos los
restos del pan dulce para disfrutar un poco del interior de
la casa. -Whitman, o alguien así,- repito haciendo un
esfuerzo por recordar. Antes de ponerme a preparar la cena,
tiro la botella de oporto vacía a la basura, y prendo el
grabador casi al mismo tiempo que la luz; suena Billie
Holliday, como casi siempre a esta hora. -Esta es la mejor
hora”-, digo en voz alta para mí, porque total sé que
Ernesto no va a estar de acuerdo, que odia el verano,
incluso al atardecer, incluso cerca del río, y que su
letanía habitual en esta época del año es quejarse de que en
el campo los mosquitos no te dejan vivir. La última luz se
filtra por la ventana y también se desliza a través de ella
la languidez de la tarde.
Las ranas lloran, algo
que me parecía ridículo apenas llegué a vivir a Sauce: un
gemido como de cachorro (a veces, es cierto, todavía me
sorprende), y sólo resultaron ser ranas hembras llamando en
el medio de la noche y sumergiéndonos durante un instante en
la certeza pasajera de que es una criatura que llora. -Estos
ríos de mierda; hay que ser checoslovaco para venir a nadar
no sé cuántos kilómetros...-, dice Ernesto. -Sesenta-, digo.
-... en este río sucio de barro, lleno de sábalos, y encima
con las porquerías que le tiran en el parque industrial-.
-Pero los nadadores no son sólo checoslovacos-, pongo el
reparo, y no sé por qué después de tantos años no he
aprendido que eso es siempre un obstáculo para el curso de
nuestra conversación, porque Ernesto en vez de contestar o
defender su postura, como lo haría cualquier buen
conversador, se ofende y deja de hablarme por un rato. Yo
mientras tanto saco la verdura de la heladera y me pongo a
lavarla para preparar la ensalada. Enciendo algunas luces,
no todas; las lámparas de la mesa baja tejen redes de una
luminosidad suave hasta en el rincón más oscuro; me gusta lo
tenue. Lo primero que me dice Ernesto cuando se restablece
la charla es: -Poneme más cerca el ventilador. Qué
porquería de clima-. Sonrío resignada: -¿Le pongo cebo- lia
a la ensalada?-. Contesta con un gesto afirmativo. Después
salgo para buscar unas cervezas al boliche de Ovidio, sobre
la ruta, que es el único que puede estar abierto a esta
hora; en el momento de salir, le digo solamente: -Ya
vuelvo-, y él ve que me voy con las botellas vacías y
entiende. Me detengo en el pasillo que da a la calle, me
asomo a través de la reja y lo espío tras la ventana: se
abrió la camisa y puso la cara enfrente del ventilador; de
vez en cuando se abanica con
El
Litoral.
Para llegar al boliche
hay que atravesar un descampado con pastos altos, apenas
iluminado por la luz de mercurio de la esquina, con un
caminito en diagonal que lo atraviesa, marcado por las
bicicletas y los pasos de la gente del barrio, que acorta
las distancias, el cuerpo metido en el medio de la noche.
-No estaría mejor en Santa Fe, como Ernesto cree-, pienso
mientras camino, en la serenidad de andar por este atajo de
tierra casi en el medio del campo, mientras todavía lloran
las ranas. La noche anterior la había pasado un poco
despierta y un poco entresueños, tratando de entender que
estoy en el presente y también estoy en el pasado, porque de
algún modo misterioso en Sauce el tiempo se ha detenido.
Paso junto a un eucalipto que alguien cortó casi de raíz; a
un costado del tronco muerto, como desafiando el hachazo,
nació un retoño, todavía frágil: es joven, pero parece
abatido (no sé por qué la gente corta los árboles). Miro
hacia arriba, la luna flota entre el cielo y las hojas, y al
fin desaparece tras las copas; miro después hacia el lado
del río; la fila de árboles se pierde, bordeando el camino
principal, hasta donde alcanza la vista.
En este momento suenan
las campanas: en el oratorio se reúnen para rezar el
rosario. Las roncas notas estridentes quiebran la calma.
Pienso: “¿Esto es el Angelus?”, y al mismo tiempo
entrecierro los ojos para disfrutar del silencio caluroso
de la noche de Sauce. En el boliche de Ovidio el tiempo
realmente se detuvo: la botella de caña por la mitad,
servida a los paisanos de pie junto al mostrador o que
juegan a las cartas en unas mesitas precarias al lado de la
ventana, cerca de los carteles de productos antiguos; el
gato gris durmiendo al lado del televisor siempre
encendido, sus imágenes coloridas en movimiento como única
intromisión del presente en esa escena detenida; sonrío al
recordar mis propios pensamientos anteriores: Estoy en el
pasado y estoy en el presente. Veo a un paisano parado en la
vereda, que parece descifrar la calma o la lluvia futuras en
el color del cielo, en el aire denso. No me mira, ni cuando
entro ni cuando me voy; pienso que está tratando de saber si
el fin de semana va a terminar como empezó: bajo el sol.
Vuelvo a la casa observando el paisaje de siempre como si
fuera la primera vez, el mismo paisaje que estaba
sobreviviendo a Marcos, y que nos sobreviviría a todos: a
Ernesto, a Ovidio, a los paisanos del boliche, y eso a pesar
de mí. Oscurece: el cielo es ahora de un azul casi negro.
Las luciérnagas vuelan en la copa de los eucaliptos, entre
las ramas más altas, a treinta metros del suelo; me imagino
lucecitas de navidad titilando y sonrío al pensar en la cara
de Ernesto si le comento una imagen como ésa: va a decirme
que vivir en Sauce me había vuelto pueril. Recuerdo las
primeras épocas en Sauce, enseguida después de la mudanza
desde Santa Fe.
Una de las actividades
que más entusiasmaba a Marcos de nuestra nueva vida cerca
del río era ir a pescar; se había hecho amigo del dueño de
una de las quintas vecinas, que también era pescador. En
aquella temporada la crecida era un hecho; Marcos igual
quiso salir a pescar. Los dos salieron a la mañana temprano;
me levanté a cebarle unos mates, lo vi partir a través de la
ventana; después me volví a dormir, pero no pude porque las
cotorras alborotaban. Almorcé sola, y después de la comida
salí al camino a esperarlo: me gustaba verlo llegar.
Pasaron casi tres años y medio, y yo sigo acá. Sería
demasiado fácil decir que sigo esperándolo. Ernesto se
comporta desde entonces como si yo fuera en algún punto
culpable de la muerte de Marcos, pero al mismo tiempo no me
abandona, me visita seguido, me ayuda con los trámites en
Santa Fe, antes de cada maratón cae puntual, pero con la
expresión de quien pasa por casualidad.
Cuando vuelvo del
boliche, veo que Ernesto ha apagado el grabador y está
escuchando la radio, alcanzo a oír los comentarios sobre la
maratón. Es de lo único que se habla en estos días. La apaga
cuando me ve entrar. Abro la cerveza y sirvo dos copas
grandes que estaban guardadas en la heladera; brindamos: -Tanti
auguri-, digo, recordando la inscripción en el papel del pan
dulce, y bebemos de golpe. Comemos en el patio; ya ha pasado
la hora de los mosquitos. Se termina la cerveza; seguimos
con jugo de naranja, el que se compra en polvo y se disuelve
en agua. -Qué triste-, dice Ernesto mientras lo bebe. Yo me
quedo un largo rato abstraída. Ernesto se da cuenta y me
pregunta: -¿Por dónde andás?-, con el ceño fruncido. Ernesto
de algún modo me protege, pero también, explícita o
tácitamente, me reclama. No ha podido entender todavía en
estos años que la ausencia de Marcos se ha convertido en
otra cosa; que sigo viviendo en esta misma casa, junto a
este mismo río, porque cada cosa de este lugar, cada
segmento de este paisaje está impregnado con la vida de
Marcos; porque nuestros sentimientos y nuestras sensaciones
(e incluso los miedos o los rencores) están cristalizados
aquí, hasta hoy, y es como si Marcos aún poseyera una vida,
pero una vida invisible, inerte. Ese estado de cosas, sin
embargo, mi percepción del mundo -y el mundo no es más que
estas calles de Sauce- puede ser atroz para Ernesto, o
carente de sentido, o incomprensible, porque él también
quiso a Marcos, Ernesto fue el mejor amigo de Marcos, y sé
que con sus miradas y sus gestos me está juzgando. Yo, en
cambio, quisiera que las emociones e incluso las angustias
hasta ahora detenidas, como atrapadas en este espacio,
duraran para siempre, como fantasmas.
Veo
pájaros ruidosos acosando mis flores. Los chisto, para
espantarlos. Es tarde, y todavía hace calor cuando veo que
las aves nocturnas se echan a volar. Me sorprendo todavía en
momentos como éste. Pensar que ahora, nosotros estamos
aquí, en este mismo lugar que para Marcos fue cotidiano, y
él, él está quieto en su tumba de ahogado. Miro alrededor:
la tierra exhala un vaho, como un mensaje; la noche, de
repente, explota en ruidos y en olores; la luna empalidece
y parece que algo va a cambiar. Me detengo, cierro los ojos;
por unos instantes me olvido, incluso, de mí. Pero al
abrirlos, la luna brilla otra vez y los aromas y los sonidos
se han perdido en el aire: todo vuelve a ser como antes.
Ernesto entrecierra los ojos, medio pensativo, medio
borracho. Y yo recuerdo aquel poema de juventud:
No me hables un idioma olvidado,
y tengo ganas de gritárselo en la cara. Pero en vez de eso,
civilizadamente, lo invito a entrar a la casa para tomar
juntos una última taza de café. Y ni siquiera me dan ganas
de llorar.
De: Antología de Narrativa Argentina 3 - Ed. Opción Libros |