Página de Fernando Belottini
Alfonso, el cronista Por Fernando Belottini
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Soy el cronista de un torneo de
pádel. Los muchachos tenían ganas de practicar algún deporte y se les dio por
el pádel. Nadie me nombró para que yo fuera apuntando los resultados del
torneo, por eso tal vez estas palabras pertenezcan al más estricto secreto. Mi mujer no cree que todos los
lunes, miércoles y viernes –a las veinte– yo vaya a observar el juego. Tampoco
entiende qué tanto anoto en mi libretita. Ella cree que esos días me voy a lo
de Juana, de María o de Mercedes. Pero ya no estoy para esos trotes, tengo
sesenta y uno y ni pelo me queda. Claro que los muchachos me invitaron para que
jugara, pero ya sabían que les iba a decir que no, tampoco estoy para esos
trotes, hubiera preferido las bochas, que es un deporte que se ajusta más a mi
estado. Con las bochas lo único que te puede pasar es que te quedes duro cuando
te agachás para arrimar, o que te peguen un bochazo en la nuca. Después, otro
riesgo no hay. Además, mientras se juega, uno puede tomarse un Gancia o un
Cinzano y hay que ver lo bien que termina la partida, cuando después de
discutir si era la rayada o la lisa la que estaba más cerca del chico, se sigue
con una picadita y más Gancia o Cinzano. En cambio, para el pádel hay que ser
primero un tenista frustrado y luego, un cómodo. A quién se le ocurre meter
tanta gente en tan poco espacio y poner detrás una pared para que la pelota
rebote y no se vaya tan lejos. Son las reglas del juego, dice Carlitos. La
frase “las reglas del juego” parecen hoy justificarlo todo, uno puede quedarse
sin empleo, angustiado como un león sin dientes, que ya aparecerá el bobalicón
que te dirá: “son las reglas del juego”, como si eso te hiciera comprender algo
cuando no estás para comprender nada. Pero si bien esto lo estoy anotando en
una de mis libretitas, no es precisamente de lo que se vale una crónica para
estar viva, sino de los hechos. No voy a tacharlo, aún consciente de que a
nadie le interesa si me gusta más jugar a las bochas, a nadie le interesa si
estoy viejo, a nadie le interesa si alguien se ha quedado sin empleo, ni
tampoco qué cosas anoto. Y menos le interesará porque no pienso mostrarlas. Venimos a escuchar lo que pasó en
el torneo de pádel, me dirá un joven rubio, alto y aplicado. Y tiene razón el
pobre rubio, mejor que me deje de melifluodeces y vaya al punto (no sé de dónde
me vino la palabra melifluodeces, pero no queda mal, la dejaré). El torneo se
organizó en la empresa donde trabajo. Lo explico para que no vayan a pensar que
sigo con las melifluodeces: vivimos en un pueblo pequeño, que no tendrá más de
dos mil habitantes, enclavado en el centro de Entre Ríos, como dicen las
enciclopedias. Lo que justifica que este pueblo exista es la empresa donde
trabajo. Todo el mundo dice: aquí, si la empresa no existiera, no existiríamos.
Entonces a la empresa se le perdona todo. Yo debería estar agradecido, de lo
contrario otro gallo cantaría, u otra gallina, porque faenamos pollos y
producimos huevos. Ese huevo frito que le cayó tan mal anoche y lo revolvió en
pesadillas, lo hicimos nosotros con nuestro esfuerzo y dedicación. Trabajamos
unas doscientas personas y de esas, a unas doce se les ocurrió lo del torneo. Y
por qué se les ocurrió, me preguntarán desde la cuarta fila, porque al conserje
del club –el único que tenemos, el “Chicken Football Club”– se le ocurrió
también construir una cancha de pádel. Ni bien tuvo la idea, y empezó a
difundirla entre los que jugamos a las bochas, nadie le puso resistencia. Venía
en esas tardes destempladas de invierno con la bandeja de los gancias a la
cancha, la apoyaba en el palo que está al lado de la mesita donde a veces
dejamos las camperas y nos decía, señalando: Fíjense, allá construiré la cancha
de pádel. Ah, muy bien, le respondíamos todos, porque nadie tenía la menor idea
de lo que estaba hablando. Después, revisando la historia, supimos que fue un
deporte muy popular en los ochenta, pero para esos años a nuestro pueblo solo
llegó como máximo el tenis criollo y el frontón, antes de que se descascarara
la pared. Si va a escribir una crónica
empiece por la génesis de los hechos, me explicó una profesora de literatura
cuando le conté (en confianza) que yo sería el cronista del torneo, de ahí
todos estos datos. Porque si bien yo en mi trabajo escribo bastante, soy el
portero y debo registrar hechos y circunstancias de entradas y salidas, no
tengo suficiente experiencia en textos más largos. Estoy acostumbrado a
escribir frases dentro de planillas, en la columna de “Observaciones”. Frases
tipo: “Dijo que la próxima vez vendrá con la policía” o “Se lleva también las
plumas” o “Sale móvil 50 con el refrigerador prendido a menos 4 grados
centígrados” o “Tal pregunta si el Sr. XX está vivo, porque es la novena vez
que viene y no lo encuentra”. Pero ya se sabe, frases sueltas no hacen una
crónica. Y el problema de contar cosas es que uno mientras hilvana no sabe por
dónde va, ni a dónde, ni cómo va a terminar, si más cuerdo o más loco. Yo
mismo, a veces, empiezo a relatar un partido, una pelota pica en la pintura del
fleje, se arma una flor de discusión y no sé por qué me acuerdo de mi abuelo. O
sí, debe ser porque murió en una pelea después de discutir por la posesión de
un caballo. Y ahí arranco con la descripción del caballo, una descripción
prestada que me dio a conocer mi abuela. Después, me acuerdo de que el que lo
mató era también abuelo de uno de los dueños de fábrica y que a veces en broma,
cuando se retira en el auto largo, me dice: “no se haga problemas, Alfonso, el
caballo es suyo”. Yo de puro chupamedias me río y asiento con la cabeza, pero
por dentro me digo: “claro que es mío”, y suelto un insulto que también queda
adentro. A un muchacho de Administración
le conté que fui anotando los resultados del torneo mientras se jugaba y me
sugirió que mejor hiciera una planilla, así reniego menos. También me enseñó a
anotar, porque, al principio, si alguien me preguntaba cómo había terminado el
partido yo le hubiera dicho: 17 a 12 y Leguizamón se raspó la mano derecha
contra la pared. A medida que presenciaba los
partidos fui aprendiendo cosas del juego y empecé a interesarme por el tenis,
que es el padre de este deporte, con lo cual me gané otra discusión con mi
señora. Tan acostumbrada a que yo mirara nada más que fútbol, no paraba de preguntarme
qué se me daba ahora por el tenis, cuando ella quería ver la novela. Y a mí me
encanta escuchar los comentarios de los periodistas, me encanta cuando hablan
del eslais, del topspin, del draiv, o cuando dicen que un jugador se fue del
partido y yo trato de imaginarme por dónde andará. También pienso en lo
nervioso que yo me pondría si tuviera que estar ahí jugando, con tanta gente
tapándose del sol, los fotógrafos, las cámaras de televisión y los periodistas
diciendo que ni aparecí por el partido. Esa es la ventaja de los cronistas, que
es también la mía, la de no poner el cuerpo para que a uno le terminen pegando
un pelotazo. Algún señor que anda por ahí,
caminando con las manos entrelazadas en la espalda y pensando en qué hacer con
su vida, se preguntará qué se me dio a mí por llevar nota del torneo, y yo le
voy a contestar señor periodista: Una vez que terminaron de hacer la cancha,
esta se constituyó en un suceso monumental, el resto de los deportes del pueblo
se eclipsaron, por así decirlo. Más aún cuando al equipo de fútbol del Chicken
lo expulsaron de la Liga por un caso de doping, y este fue otro de los motivos
para que los muchachos de la empresa decidieran organizar el torneo. Era tanta
la gente que se juntaba para mirar, que el conserje pensó en hacer gradas.
Ahora los gancias en lugar de ir a la cancha de bochas, iban a la cancha de
pádel. Los de las bochas empezamos a sentirnos desatendidos y fuimos
abandonando ese sano deporte. Si vieran el desamparo de esas canchas, lo
despintadas y secas que quedaron las maderas, lo escarpado del piso y la
ausencia de la cadenita con el clavo en la punta donde anotábamos el marcador,
pensarán que hace siglos que no se juega a las bochas y parece cierto. Pero así
son las modas. En la empresa se empezó a correr
la voz de que organizarían un torneo y enseguida adquirió relieve por dos
motivos: cada sector pondría una pareja y dos de los dueños se prendieron. De
alguna manera, yo quería ser parte, entonces antes de que comenzara me compré
una libretita como ésta y me llevé la birome de la portería. El primer partido
lo jugaron Mantenimiento versus Producción de Huevos. Yo anoté un empate, hasta
que supe cómo anotar y puse un resultado aproximado. Incidentes: 1) Hubo un
choque de paletas en el equipo Huevos (lo pongo así para diferenciarlo del de
Aves), y una de ellas (de las paletas) salió volando por detrás de la pared del
lado donde ellos estaban jugando 2) Se perdió una pelota, se cree que la tiene
un vecino que vive al lado del club, pero nadie quiso pedírsela porque tiene
mal genio. 3) Al final tomaron cervezas. 4) Tiempo: fresco. Al día siguiente de ese primer
partido, me ofrecí al departamento de Administración para llevar los resultados
y hasta estuve pensando en cómo hacer una tabla que pegaría a un costado de los
comunicados al personal, cerca del reloj donde los empleados marcamos la
tarjeta, pero algunos –me di cuenta– se me rieron en la cara. No, dejá Alfonso
–dijeron– la vamos a llevar nosotros por computadora y los resultados los
pasamos por Emilio (yo no conocía a ningún Emilio). Bueno, usted también,
Alfonso, no entiende que los tiempos cambiaron, que estas cosas ya no se anotan
en papel, me dijo la recepcionista como para consolarme. ¿Si me ofendí?, para
nada, comedido nunca sale bien. En casa mi señora se preocupaba
por esas libretitas que yo iba amontonando en el techo del ropero y se negó a
conseguirme una caja. Es difícil conservar una buena relación cuando uno no ha
tenido hijos y ni se ha animado a adoptar. No viene al caso, pero ahora que
estoy escribiendo tanto, por ejemplo, ya debo empezar una libreta nueva. Permiso. *** El segundo partido lo jugaron
Gerencia (el yerno de uno de los dueños y otro de los dueños) versus Producción
de Aves (el jefe del sector y un supervisor). Fue uno de los partidos más
concurridos, alcahuetes acá nos sobran. Ganó Gerencia y algunos, al otro día,
dijeron que los de Aves (Las Aves, les dicen) se dejaron ganar. Otros sostienen
que están aprendiendo, que les falta revés nada más. Los comentarios de los
días posteriores a mí también me gustaba registrarlos, y cuando la gente entraba
a trabajar les preguntaba qué les había parecido el partido de la noche
anterior. Algunos guarangos, que tampoco nos faltan, me decían: viejo, déjese
de joder con eso del torneo y deme la tarjeta que quiero entrar, si no me
descuentan el presentismo. En general, esos son los mismos que se ofenden
cuando a la salida les reviso el bolso. Yo los dejo correr porque también fui
joven y los viejos aún me repugnan, salvo mis abuelos, claro, a los que Dios
debe tener muy bien conservados en su santa gloria. A medida que pasaban los
partidos, el interés iba creciendo y fluían por la empresa comentarios y
cargadas. Algunos, que se identificaban con los jugadores de su sector,
formaban hinchadas y hasta prometían llevar porristas (vanas promesas). Yo, por
ejemplo, hinchaba para Intendencia, teníamos al flaco Ortiz (que fumaba
demasiado) y al petiso Mastronardi (mejor con la caña de pescar que con la
paleta), pero no lo decía. Es que un verdadero cronista no revela sus
preferencias, mantiene la objetividad, como dicen en la radio. Una mañana me vino a ver uno de
los gurises de Administración. Un pibe joven, hijo de un autoelevadorista de la
fábrica que falleció aprisionado por el autoelevador que el mismo conducía,
maldita casualidad. Si bien yo había sido amigo del padre, el gurí conmigo
mucho no se daba, ¿y por qué no se daba? podría preguntarme una sobrina mía. No
lo sé, tal vez yo le recordaba a su padre o se creía que por trabajar en
Administración y estar cerca de los dueños, él también era dueño. Vaya a saber
qué cosas transmite uno para que la gente lo quiera o no. La cuestión: el
torneo había superado la primera rueda y estaba bastante peleado.
Mantenimiento, Gerencia y Calidad compartían la punta. No había un claro líder,
porque los marcadores incluso habían sido bastante ajustados y unos les ganaban
a otros y se daban resultados impensados, como ese triunfo de mi Intendencia
sobre Calidad, que dejó con la boca abierta a todo el mundo. Incluso llegó a
comentárselo en la propaladora del pueblo, que también se había prendido en el
campeonato porque la empresa le daba publicidad (Una que decía: “Huevos La
Esperanza, no espere mejores”). Y fue raro que Calidad haya perdido 6–2 6–2,
porque los gurises de Calidad, como eran profesionales y habían estudiado en
Concordia, conocían de allá ese deporte, si hasta tenían paletas antes de que
existiera la cancha. A veces, no basta con saber, también hay que tener
actitud, me dijo el petiso Mastronardi. Pero yo vi la cerveza que se tomaron
los ingenieros antes del encuentro. La cuestión es que este muchacho de
Administración, De Miguel de apellido, como pocas veces –ya dije– vino de amigo
y empezó con un cómo anda, qué cuenta, vio qué frío que está haciendo, ¿mucho
trabajo en la portería?, no se olvide después de alcanzarnos las planillas y
cosas por estilo. Yo le pregunté por la mamá, la viuda, linda señora, que diga
que yo sigo casado, si no la hubiera ido a visitar más seguido. Después de ese
intercambio, el gurí me sacó el tema del torneo. Él jugaba para Administración,
estaban tan últimos que daban pena. Es más, yo a veces, aun sabiendo de la
fidelidad que deben llevar los registros, cuando veía que ellos perdían tantos
de manera absurda se los daba como ganados. En un momento (y sigo con el
gurí), después de confesarme que los sábados se estaban yendo a Villaguay a
practicar con un profesor (lo cual era una flor de primicia), me preguntó si yo
todavía llevaba los registros de los resultados que se iban dando en el torneo.
En ese instante me acordé de la cara que él mismo me puso cuando me ofrecí a
llevar los registros oficiales, también de ese tal Emilio y de la risotada,
atrás, del Jefe del Personal, su compañero de juego. Entonces hice gala de una
humildad (así se dice) que no me caracteriza y, tocándome el bolsillo donde llevaba
la libretita de ese día, le dije que no, que como ellos llevaban los datos
oficiales por computadora yo había abandonado todas las anotaciones. El pibe
tonto no es, enseguida me preguntó qué carajo (usó esa palabra) era entonces lo
que yo anotaba cuando iba a ver los partidos. Y yo, sin más trámite, le dije
que al principio había anotado, pero que ahora, a pocos metros del disco,
estaba escribiendo mis memorias en verso, que ya que no le dejaba plata a mi
señora, algo le tenía que dejar. Y yo mismo no sabía por qué se me había dado
por la literatura, hasta le pregunté si a él le interesaba la literatura y me
puso una cara tan hosca, tan de putamadre, que mejor no la describo. De ese
gesto de amigo del principio, el gurí pasó a tomar la distancia de todos los
días, con esa altanería heredada del padre. Bueno, está bien, dijo sin creerme,
y se fue como pateando sapos. El Responsable de Intendencia,
Veiravé, es un viejo como yo, entramos juntos a la empresa pero a él lo
ascendieron, siempre fue más inteligente y más atento con los dueños. Él me
contó que en Administración estaban preocupados porque un virus les había hecho
perder todos los datos de la Contabilidad y que no tenían bacap (o algo así), o
no lo encontraban, y que el Jefe de ese sector, un contador amargo como la
desesperación, estaba a un paso de ser despedido. Era un chisme como los que
acostumbraba a traerme Veiravé. Yo ahí entendí las preguntas de De Miguel
chico, y más lo entendí cuando uno de los dueños, el del auto largo, Isidoro,
el que siempre me decía que el caballo era mío, también me preguntó por las
anotaciones. Hubo que ver cómo ese día, en lugar de saludarme desde el auto, se
bajó para preguntar y me pidió que buscara, que sería muy importante para la
empresa conocer esa información. Porque claro, qué era lo que pasaba: se los
resumo por si alguno del fondo está papando moscas y no entendió: El torneo
había superado todas las expectativas de adhesión de los dueños constituyéndose
en una cuestión de empresa, por no decir de Estado Municipal. Los empleados de
cada sector estaban muy identificados con sus jugadores, fuertes apuestas se
movían en la fábrica y en el pueblo, la propaladora no tenía cómo devolver los
gastos que la empresa hacía en publicidad más que diciendo a cada rato “Huevos
La Esperanza, no espere mejores”. Tres punteros habían ganado y perdido la
misma cantidad de partidos y, según el reglamento, solo la cantidad de sets y
de gueims ganados lo definía. Ya comenzaban los rumores de boicot por parte de
Administración, hasta se llegó a hablar de una inminente suspensión del torneo.
Cada sector llevaba sus registros pero no coincidían entre sí. Hubo reuniones
en el Directorio entre los jugadores y el conserje del club, a quien se le
exigía que colocara un tanteador electrónico digital que guardara los
resultados y midiera la velocidad de los saques, una pantalla para ver la
repetición de los tantos (como el ojo del halcón de los masters series) y, por
las dudas, una cámara que registrara los partidos. El conserje del club me contó que
todo le parecía una locura. Y que los dueños insistían en que si él no podía
pagar esos gastos, se los pidiera a los de Gancia, que buena plata habían hecho
con el torneo. Una profunda desazón corrió por la empresa afectando los
rendimientos de producción de aves y huevos. Se hicieron también consultas al
asesor legal poniéndolo en el papel de Juez. Todos culpaban a todos, pero
parece que los más culpables eran los de Mantenimiento, que se los veía
bastante resentidos. Es decir, Alfonso Amigo, quien estas palabras escribe, era
el único que podía salvar la situación. Porque, ya se sabe, no existe la
Historia sin registros. Y menos si estos no son de puño y letra. Si no, díganme
cómo sabríamos dónde y cuándo nació San Martín, cómo sabríamos por qué se suicidó
Alem, o cuántos caballos les vendió Urquiza a los brasileros durante la guerra
del Paraguay (esto último debería tacharlo).
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