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Alfonso, el cronista

Por Fernando Belottini

 

Seleccionado en el Primer concurso de cuentos sobre deportes, organizado  por Sport 78, Homo Sapiens Ediciones, Diario La Capital y La Secretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad de Rosario.

 

Publicado por Homo Sapiens Ediciones en la Antología "Cuentos por deporte". Rosario 2007.

 

Soy el cronista de un torneo de pádel. Los muchachos tenían ganas de practicar algún deporte y se les dio por el pádel. Nadie me nombró para que yo fuera apuntando los resultados del torneo, por eso tal vez estas palabras pertenezcan al más estricto secreto.

Mi mujer no cree que todos los lunes, miércoles y viernes –a las veinte– yo vaya a observar el juego. Tampoco entiende qué tanto anoto en mi libretita. Ella cree que esos días me voy a lo de Juana, de María o de Mercedes. Pero ya no estoy para esos trotes, tengo sesenta y uno y ni pelo me queda. Claro que los muchachos me invitaron para que jugara, pero ya sabían que les iba a decir que no, tampoco estoy para esos trotes, hubiera preferido las bochas, que es un deporte que se ajusta más a mi estado. Con las bochas lo único que te puede pasar es que te quedes duro cuando te agachás para arrimar, o que te peguen un bochazo en la nuca. Después, otro riesgo no hay. Además, mientras se juega, uno puede tomarse un Gancia o un Cinzano y hay que ver lo bien que termina la partida, cuando después de discutir si era la rayada o la lisa la que estaba más cerca del chico, se sigue con una picadita y más Gancia o Cinzano. En cambio, para el pádel hay que ser primero un tenista frustrado y luego, un cómodo. A quién se le ocurre meter tanta gente en tan poco espacio y poner detrás una pared para que la pelota rebote y no se vaya tan lejos. Son las reglas del juego, dice Carlitos. La frase “las reglas del juego” parecen hoy justificarlo todo, uno puede quedarse sin empleo, angustiado como un león sin dientes, que ya aparecerá el bobalicón que te dirá: “son las reglas del juego”, como si eso te hiciera comprender algo cuando no estás para comprender nada. Pero si bien esto lo estoy anotando en una de mis libretitas, no es precisamente de lo que se vale una crónica para estar viva, sino de los hechos. No voy a tacharlo, aún consciente de que a nadie le interesa si me gusta más jugar a las bochas, a nadie le interesa si estoy viejo, a nadie le interesa si alguien se ha quedado sin empleo, ni tampoco qué cosas anoto. Y menos le interesará porque no pienso mostrarlas.

Venimos a escuchar lo que pasó en el torneo de pádel, me dirá un joven rubio, alto y aplicado. Y tiene razón el pobre rubio, mejor que me deje de melifluodeces y vaya al punto (no sé de dónde me vino la palabra melifluodeces, pero no queda mal, la dejaré). El torneo se organizó en la empresa donde trabajo. Lo explico para que no vayan a pensar que sigo con las melifluodeces: vivimos en un pueblo pequeño, que no tendrá más de dos mil habitantes, enclavado en el centro de Entre Ríos, como dicen las enciclopedias. Lo que justifica que este pueblo exista es la empresa donde trabajo. Todo el mundo dice: aquí, si la empresa no existiera, no existiríamos. Entonces a la empresa se le perdona todo. Yo debería estar agradecido, de lo contrario otro gallo cantaría, u otra gallina, porque faenamos pollos y producimos huevos. Ese huevo frito que le cayó tan mal anoche y lo revolvió en pesadillas, lo hicimos nosotros con nuestro esfuerzo y dedicación. Trabajamos unas doscientas personas y de esas, a unas doce se les ocurrió lo del torneo. Y por qué se les ocurrió, me preguntarán desde la cuarta fila, porque al conserje del club –el único que tenemos, el “Chicken Football Club”– se le ocurrió también construir una cancha de pádel. Ni bien tuvo la idea, y empezó a difundirla entre los que jugamos a las bochas, nadie le puso resistencia. Venía en esas tardes destempladas de invierno con la bandeja de los gancias a la cancha, la apoyaba en el palo que está al lado de la mesita donde a veces dejamos las camperas y nos decía, señalando: Fíjense, allá construiré la cancha de pádel. Ah, muy bien, le respondíamos todos, porque nadie tenía la menor idea de lo que estaba hablando. Después, revisando la historia, supimos que fue un deporte muy popular en los ochenta, pero para esos años a nuestro pueblo solo llegó como máximo el tenis criollo y el frontón, antes de que se descascarara la pared.

Si va a escribir una crónica empiece por la génesis de los hechos, me explicó una profesora de literatura cuando le conté (en confianza) que yo sería el cronista del torneo, de ahí todos estos datos. Porque si bien yo en mi trabajo escribo bastante, soy el portero y debo registrar hechos y circunstancias de entradas y salidas, no tengo suficiente experiencia en textos más largos. Estoy acostumbrado a escribir frases dentro de planillas, en la columna de “Observaciones”. Frases tipo: “Dijo que la próxima vez vendrá con la policía” o “Se lleva también las plumas” o “Sale móvil 50 con el refrigerador prendido a menos 4 grados centígrados” o “Tal pregunta si el Sr. XX está vivo, porque es la novena vez que viene y no lo encuentra”. Pero ya se sabe, frases sueltas no hacen una crónica. Y el problema de contar cosas es que uno mientras hilvana no sabe por dónde va, ni a dónde, ni cómo va a terminar, si más cuerdo o más loco. Yo mismo, a veces, empiezo a relatar un partido, una pelota pica en la pintura del fleje, se arma una flor de discusión y no sé por qué me acuerdo de mi abuelo. O sí, debe ser porque murió en una pelea después de discutir por la posesión de un caballo. Y ahí arranco con la descripción del caballo, una descripción prestada que me dio a conocer mi abuela. Después, me acuerdo de que el que lo mató era también abuelo de uno de los dueños de fábrica y que a veces en broma, cuando se retira en el auto largo, me dice: “no se haga problemas, Alfonso, el caballo es suyo”. Yo de puro chupamedias me río y asiento con la cabeza, pero por dentro me digo: “claro que es mío”, y suelto un insulto que también queda adentro.

A un muchacho de Administración le conté que fui anotando los resultados del torneo mientras se jugaba y me sugirió que mejor hiciera una planilla, así reniego menos. También me enseñó a anotar, porque, al principio, si alguien me preguntaba cómo había terminado el partido yo le hubiera dicho: 17 a 12 y Leguizamón se raspó la mano derecha contra la pared.

A medida que presenciaba los partidos fui aprendiendo cosas del juego y empecé a interesarme por el tenis, que es el padre de este deporte, con lo cual me gané otra discusión con mi señora. Tan acostumbrada a que yo mirara nada más que fútbol, no paraba de preguntarme qué se me daba ahora por el tenis, cuando ella quería ver la novela. Y a mí me encanta escuchar los comentarios de los periodistas, me encanta cuando hablan del eslais, del topspin, del draiv, o cuando dicen que un jugador se fue del partido y yo trato de imaginarme por dónde andará. También pienso en lo nervioso que yo me pondría si tuviera que estar ahí jugando, con tanta gente tapándose del sol, los fotógrafos, las cámaras de televisión y los periodistas diciendo que ni aparecí por el partido. Esa es la ventaja de los cronistas, que es también la mía, la de no poner el cuerpo para que a uno le terminen pegando un pelotazo.

Algún señor que anda por ahí, caminando con las manos entrelazadas en la espalda y pensando en qué hacer con su vida, se preguntará qué se me dio a mí por llevar nota del torneo, y yo le voy a contestar señor periodista: Una vez que terminaron de hacer la cancha, esta se constituyó en un suceso monumental, el resto de los deportes del pueblo se eclipsaron, por así decirlo. Más aún cuando al equipo de fútbol del Chicken lo expulsaron de la Liga por un caso de doping, y este fue otro de los motivos para que los muchachos de la empresa decidieran organizar el torneo. Era tanta la gente que se juntaba para mirar, que el conserje pensó en hacer gradas. Ahora los gancias en lugar de ir a la cancha de bochas, iban a la cancha de pádel. Los de las bochas empezamos a sentirnos desatendidos y fuimos abandonando ese sano deporte. Si vieran el desamparo de esas canchas, lo despintadas y secas que quedaron las maderas, lo escarpado del piso y la ausencia de la cadenita con el clavo en la punta donde anotábamos el marcador, pensarán que hace siglos que no se juega a las bochas y parece cierto. Pero así son las modas.

En la empresa se empezó a correr la voz de que organizarían un torneo y enseguida adquirió relieve por dos motivos: cada sector pondría una pareja y dos de los dueños se prendieron. De alguna manera, yo quería ser parte, entonces antes de que comenzara me compré una libretita como ésta y me llevé la birome de la portería. El primer partido lo jugaron Mantenimiento versus Producción de Huevos. Yo anoté un empate, hasta que supe cómo anotar y puse un resultado aproximado. Incidentes: 1) Hubo un choque de paletas en el equipo Huevos (lo pongo así para diferenciarlo del de Aves), y una de ellas (de las paletas) salió volando por detrás de la pared del lado donde ellos estaban jugando 2) Se perdió una pelota, se cree que la tiene un vecino que vive al lado del club, pero nadie quiso pedírsela porque tiene mal genio. 3) Al final tomaron cervezas. 4) Tiempo: fresco.

Al día siguiente de ese primer partido, me ofrecí al departamento de Administración para llevar los resultados y hasta estuve pensando en cómo hacer una tabla que pegaría a un costado de los comunicados al personal, cerca del reloj donde los empleados marcamos la tarjeta, pero algunos –me di cuenta– se me rieron en la cara. No, dejá Alfonso –dijeron– la vamos a llevar nosotros por computadora y los resultados los pasamos por Emilio (yo no conocía a ningún Emilio). Bueno, usted también, Alfonso, no entiende que los tiempos cambiaron, que estas cosas ya no se anotan en papel, me dijo la recepcionista como para consolarme. ¿Si me ofendí?, para nada, comedido nunca sale bien.

En casa mi señora se preocupaba por esas libretitas que yo iba amontonando en el techo del ropero y se negó a conseguirme una caja. Es difícil conservar una buena relación cuando uno no ha tenido hijos y ni se ha animado a adoptar. No viene al caso, pero ahora que estoy escribiendo tanto, por ejemplo, ya debo empezar una libreta nueva. Permiso.

 

 ***

 

El segundo partido lo jugaron Gerencia (el yerno de uno de los dueños y otro de los dueños) versus Producción de Aves (el jefe del sector y un supervisor). Fue uno de los partidos más concurridos, alcahuetes acá nos sobran. Ganó Gerencia y algunos, al otro día, dijeron que los de Aves (Las Aves, les dicen) se dejaron ganar. Otros sostienen que están aprendiendo, que les falta revés nada más. Los comentarios de los días posteriores a mí también me gustaba registrarlos, y cuando la gente entraba a trabajar les preguntaba qué les había parecido el partido de la noche anterior. Algunos guarangos, que tampoco nos faltan, me decían: viejo, déjese de joder con eso del torneo y deme la tarjeta que quiero entrar, si no me descuentan el presentismo. En general, esos son los mismos que se ofenden cuando a la salida les reviso el bolso. Yo los dejo correr porque también fui joven y los viejos aún me repugnan, salvo mis abuelos, claro, a los que Dios debe tener muy bien conservados en su santa gloria.

A medida que pasaban los partidos, el interés iba creciendo y fluían por la empresa comentarios y cargadas. Algunos, que se identificaban con los jugadores de su sector, formaban hinchadas y hasta prometían llevar porristas (vanas promesas). Yo, por ejemplo, hinchaba para Intendencia, teníamos al flaco Ortiz (que fumaba demasiado) y al petiso Mastronardi (mejor con la caña de pescar que con la paleta), pero no lo decía. Es que un verdadero cronista no revela sus preferencias, mantiene la objetividad, como dicen en la radio.

Una mañana me vino a ver uno de los gurises de Administración. Un pibe joven, hijo de un autoelevadorista de la fábrica que falleció aprisionado por el autoelevador que el mismo conducía, maldita casualidad. Si bien yo había sido amigo del padre, el gurí conmigo mucho no se daba, ¿y por qué no se daba? podría preguntarme una sobrina mía. No lo sé, tal vez yo le recordaba a su padre o se creía que por trabajar en Administración y estar cerca de los dueños, él también era dueño. Vaya a saber qué cosas transmite uno para que la gente lo quiera o no. La cuestión: el torneo había superado la primera rueda y estaba bastante peleado. Mantenimiento, Gerencia y Calidad compartían la punta. No había un claro líder, porque los marcadores incluso habían sido bastante ajustados y unos les ganaban a otros y se daban resultados impensados, como ese triunfo de mi Intendencia sobre Calidad, que dejó con la boca abierta a todo el mundo. Incluso llegó a comentárselo en la propaladora del pueblo, que también se había prendido en el campeonato porque la empresa le daba publicidad (Una que decía: “Huevos La Esperanza, no espere mejores”). Y fue raro que Calidad haya perdido 6–2 6–2, porque los gurises de Calidad, como eran profesionales y habían estudiado en Concordia, conocían de allá ese deporte, si hasta tenían paletas antes de que existiera la cancha. A veces, no basta con saber, también hay que tener actitud, me dijo el petiso Mastronardi. Pero yo vi la cerveza que se tomaron los ingenieros antes del encuentro. La cuestión es que este muchacho de Administración, De Miguel de apellido, como pocas veces –ya dije– vino de amigo y empezó con un cómo anda, qué cuenta, vio qué frío que está haciendo, ¿mucho trabajo en la portería?, no se olvide después de alcanzarnos las planillas y cosas por estilo. Yo le pregunté por la mamá, la viuda, linda señora, que diga que yo sigo casado, si no la hubiera ido a visitar más seguido. Después de ese intercambio, el gurí me sacó el tema del torneo. Él jugaba para Administración, estaban tan últimos que daban pena. Es más, yo a veces, aun sabiendo de la fidelidad que deben llevar los registros, cuando veía que ellos perdían tantos de manera absurda se los daba como ganados.

En un momento (y sigo con el gurí), después de confesarme que los sábados se estaban yendo a Villaguay a practicar con un profesor (lo cual era una flor de primicia), me preguntó si yo todavía llevaba los registros de los resultados que se iban dando en el torneo. En ese instante me acordé de la cara que él mismo me puso cuando me ofrecí a llevar los registros oficiales, también de ese tal Emilio y de la risotada, atrás, del Jefe del Personal, su compañero de juego. Entonces hice gala de una humildad (así se dice) que no me caracteriza y, tocándome el bolsillo donde llevaba la libretita de ese día, le dije que no, que como ellos llevaban los datos oficiales por computadora yo había abandonado todas las anotaciones. El pibe tonto no es, enseguida me preguntó qué carajo (usó esa palabra) era entonces lo que yo anotaba cuando iba a ver los partidos. Y yo, sin más trámite, le dije que al principio había anotado, pero que ahora, a pocos metros del disco, estaba escribiendo mis memorias en verso, que ya que no le dejaba plata a mi señora, algo le tenía que dejar. Y yo mismo no sabía por qué se me había dado por la literatura, hasta le pregunté si a él le interesaba la literatura y me puso una cara tan hosca, tan de putamadre, que mejor no la describo. De ese gesto de amigo del principio, el gurí pasó a tomar la distancia de todos los días, con esa altanería heredada del padre. Bueno, está bien, dijo sin creerme, y se fue como pateando sapos.

El Responsable de Intendencia, Veiravé, es un viejo como yo, entramos juntos a la empresa pero a él lo ascendieron, siempre fue más inteligente y más atento con los dueños. Él me contó que en Administración estaban preocupados porque un virus les había hecho perder todos los datos de la Contabilidad y que no tenían bacap (o algo así), o no lo encontraban, y que el Jefe de ese sector, un contador amargo como la desesperación, estaba a un paso de ser despedido. Era un chisme como los que acostumbraba a traerme Veiravé. Yo ahí entendí las preguntas de De Miguel chico, y más lo entendí cuando uno de los dueños, el del auto largo, Isidoro, el que siempre me decía que el caballo era mío, también me preguntó por las anotaciones. Hubo que ver cómo ese día, en lugar de saludarme desde el auto, se bajó para preguntar y me pidió que buscara, que sería muy importante para la empresa conocer esa información. Porque claro, qué era lo que pasaba: se los resumo por si alguno del fondo está papando moscas y no entendió: El torneo había superado todas las expectativas de adhesión de los dueños constituyéndose en una cuestión de empresa, por no decir de Estado Municipal. Los empleados de cada sector estaban muy identificados con sus jugadores, fuertes apuestas se movían en la fábrica y en el pueblo, la propaladora no tenía cómo devolver los gastos que la empresa hacía en publicidad más que diciendo a cada rato “Huevos La Esperanza, no espere mejores”. Tres punteros habían ganado y perdido la misma cantidad de partidos y, según el reglamento, solo la cantidad de sets y de gueims ganados lo definía. Ya comenzaban los rumores de boicot por parte de Administración, hasta se llegó a hablar de una inminente suspensión del torneo. Cada sector llevaba sus registros pero no coincidían entre sí. Hubo reuniones en el Directorio entre los jugadores y el conserje del club, a quien se le exigía que colocara un tanteador electrónico digital que guardara los resultados y midiera la velocidad de los saques, una pantalla para ver la repetición de los tantos (como el ojo del halcón de los masters series) y, por las dudas, una cámara que registrara los partidos.

El conserje del club me contó que todo le parecía una locura. Y que los dueños insistían en que si él no podía pagar esos gastos, se los pidiera a los de Gancia, que buena plata habían hecho con el torneo. Una profunda desazón corrió por la empresa afectando los rendimientos de producción de aves y huevos. Se hicieron también consultas al asesor legal poniéndolo en el papel de Juez. Todos culpaban a todos, pero parece que los más culpables eran los de Mantenimiento, que se los veía bastante resentidos. Es decir, Alfonso Amigo, quien estas palabras escribe, era el único que podía salvar la situación. Porque, ya se sabe, no existe la Historia sin registros. Y menos si estos no son de puño y letra. Si no, díganme cómo sabríamos dónde y cuándo nació San Martín, cómo sabríamos por qué se suicidó Alem, o cuántos caballos les vendió Urquiza a los brasileros durante la guerra del Paraguay (esto último debería tacharlo).

Me acuerdo que cuando tomé conciencia de la importancia de mis libretas, me puse la campera azul, marqué la tarjeta y por dentro sentí una velocidad inusitada en la sangre, como si me hubieran inyectado una droga. Me acuerdo que eran las seis de la tarde y de mi necesidad de que ese aire frío, que me daba en la cara mientras regresaba a mi casa pedaleando, fuera un bálsamo que aclarara las ideas. Nunca antes me había sentido tan importante, ni percibí tan corto el camino hasta mi casa, ni dejé de saludar con efusión a los que se me cruzaban como si yo, en lugar de ir en bicicleta, viajara en el auto presidencial de Kennedy cuando lo mataron. Era consciente también de que todos los interesados sospechaban que yo tenía la verdadera información. Imaginaba amenazas telefónicas en mi domicilio y, que si no le explicaba con claridad a mi señora lo que estaba pasando en la empresa, íbamos a estar metidos en un problema serio. Pero temía por su corazón, tan débil para las tristezas como para las alegrías. Entonces, esa noche, mientras cenábamos, pensé y pensé en cómo decírselo o en no decírselo y acabé por no hacer nada, solo atiné a encerrarme en mi cuarto y esperar que el tiempo pasara. Y los días pasaron sin sorpresa, sin que nadie me hablara más del asunto. Tal vez fue ese Emilio el que logró poner las cosas en su lugar o el torneo continuará de una manera azarosa, caótica: sin registros, sin estadísticas. Mañana, si no se suspende, jugarán Las Aves contra Los Huevos.




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