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Un ascenso inoportuno

Por Fernando Belottini

 

Seleccionado en la 1ra. Convocatoria Literaria Naranja 2007 - Ediciones Periferia - San Isidro (Buenos Aires)  www.edicionesperiferia.com.ar

Incluido en Textos sin destino, reescrito como Ascenso inoportuno

 


José murió al atardecer aplastado por una camioneta. Caminando hacia su casa, su torpeza o sus ganas de morirse –uno a veces tiene ganas de morirse aunque lo ignore–, hicieron que  transitando a pie, rumbo a su casa, se pisara el cordón desatado de un zapato y volara (voló, como dijo una vecina después) despedido como un escupitajo hacia a la calle y una camioneta (una pick up, diría mamá), que no esperaba que un tipo se pisara los cordones y se le cayera enfrente cuando marchaba, le pasó por arriba sin pestañar. Pobre José, treinta y tres años nada más, con tantas simuladas ganas de vivir, ahora esperaba el destino de su alma. Debo aclarar aquí que cuando una persona muere, como ya han mostrado varias películas vistas por televisión, su alma toma la forma del cuerpo unos segundos previos al deceso. Es decir, el alma de José no tenía ese tremendo abollón en la cabeza ni las vendas que le pusieron para velarlo, por el contrario, su cabeza calva mostraba (más allá de cierta palidez propia de su estado) una perfecta forma. Tampoco se le veía marca alguna de los surcos del neumático en el omóplato. El accidente ocurrió el 19 de abril de 2007 y eso puede probarlo el certificado de defunción firmado por un médico joven que solo vio el efecto, y escribió sin que le temblara el pulso: muerte accidental por politraumatismo.

Deben saber ustedes que el Más Allá tiene una particularidad. Cada quien, cuando muere, toma el destino de su creencia, como si la muerte fuera democrática. Yo soy ateo, por ejemplo, cuando muera mi cuerpo comenzará a pudrirse como cualquier materia orgánica a la que no le funcionan sus partes vitales, se secará como una planta a la que falta el agua y el sol y, si no se apuran a cremarme, los gusanos se comerán mi descomposición. Ahora que digo descomposición, siento que me duele un poco el estómago pero ya se me pasará. Sin embargo, si yo creyera en la reencarnación de las almas,  ya andaría por ahí pasando de larva a mosca o de huevo a serpiente, o sería un simpático hipopótamo hundiendo la cabeza en un pantano. Debería yo revisar mis creencias, la del hipopótamo está bastante mejor que la del gusano aprovechándose  de mi cuerpo. En el caso de José, fue iniciado por sus padres en la Iglesia Católica Apostólica Romana. Un día lo bautizaron, es más, le pusieron su nombre en homenaje al padrastro de Jesús, otro día una señorita le impartió unas clases, luego ensayó, y más tarde un sacerdote le dio una hostia mojada en vino mistela que no debía masticar. También confirmó, en otro rito, su creencia, y esta vez un obispo gordo vestido como una antigua calesita, de manera simbólica (no piensen nada raro), le pegó una suave cachetada en el rostro para que se despertara y siguiera cayendo en la gracia del Señor.

José nunca se preocupó demasiado en sus creencias. Allá estaba Dios, algún santo o santa con mirada piadosa a quien pedir y agradecer, alguna estampita de San Cayetano atravesada por una espiga de trigo y colgada en el interior de la puerta del ropero, alguna misa donde oyó el sermón del padre diciéndole que debía mejorar, pero nada más. Ni el más mínimo debate transcurrió en su corta vida por su cabeza calva. Solo una vez, de viaje por Rosario, se detuvo a mirar a unos jóvenes cantando: Hare Krishna Hare Krishna Krishna Krishna Hare Hare Hare Rama Hare Rama Rama Rama Hare Hare,  y se preguntó: qué les pasará. Era tan ignorante como yo en religiones y nunca, ni en la adolescencia, tuvo oportunidad de participar en esas interminables y enriquecedoras discusiones acerca de la fe. Por lo tanto, su alma, como una golondrina emigrando, partió hacia los destinos que la Iglesia había previsto para su caso.

Los católicos apostólicos romanos prevén cuatro destinos posibles, dicen. Un Paraíso, donde llegan los que no pecaron nunca en la vida y descansan a orillas del mar en un día cálido y sin viento, leyendo el libro que más les gusta. Un Infierno, al que acceden incontinentes pecadores y un perro de largos dientes les muerde la cola a cada rato. Un Purgatorio, que es el lugar al que se llega cuando uno no hizo nada tan malo pero tiene cara de malo y se desconfía de su bondad, entonces le hacen una cirugía estética y si queda bien va directo al Paraíso o de lo contrario, cuidado con el perro. Por último, y es a dónde quería llegar (y varios de ustedes, que ojalá sean muchos, me dirán, si quería llegar por qué no vino antes.) un Limbo, que es donde recalan bebés que no han sido bautizados y no han podido ni siquiera llorar, o quienes han muerto antes de la resurrección de Jesús, que es otra historia que algún día, con gusto, les contaré.

Si alguien no entendió, lo invito a leer la “Divina Comedia” escrita por un tal Dante Alighieri, y que después por favor me la cuente, solo que creo que este señor no hablaba del Limbo. Entonces, por un error burocrático del que el Vaticano no se hará responsable, estaba José solito con su alma como quien dice, parado en un lugar sin piso ni techo ni paredes ni ventanas. Ni cerca ni lejos se divisaba paisaje alguno, sino un interminable espacio entre blanco, nebuloso y transparente a la vez, que lo convertía en la pulga extraviada en esos cuartos donde encierran a los enfermos psiquiátricos, sin que la pulga perciba el acolchado o el encierro,  porque el Limbo, sin serlo, se parece mucho a la nada. (Es como cuando te encuentran  mirando la lejanía con cara de pavo y te preguntan: ¿en qué pensás? Y vos, con absoluta naturalidad, respondés: en nada.)

Yo no sé cómo se siente alguien en un lugar así. En mi caso estaría asombrado y pensaría en mi mamá.  Al alma de José le pasaba más o menos lo mismo, pero no pensaba en su mamá, pensaba en quién vendría ahora a recibirlo. No tardó nada más que estas palabras en llegar salido de la bruma un señor de avanzada edad con una valija en la mano, parecido a un Don Quijote a pie. San Pedro –pensó el alma de José– pero no, este señor era el Custodio del Limbo. Su nombre se había olvidado a raíz del paso del tiempo, y le habían dado ese trabajo por ser el último muerto antes de la resurrección de Cristo. Un trabajo penoso, por muchos siglos tuvo que soportar recibir almas de bebés sin bautizar con las que no podía ni conversar y que guardaba prolijamente en cajones rotulados con la fecha, el origen y dos letras iguales en dorado. Vale aclarar aquí que en el Más Allá no hay problemas idiomáticos, las almas se entienden porque hablan en un cierto idioma que yo me atrevo a traducir.

–Hola –dijo el alma de José estirando la mano para saludar, como si esto en lugar de ser una conversación en el Más Allá fuera un chat.

          –Ahórrese el saludo –dijo el Custodio del Limbo, de aparente mal humor.

          –Dónde estoy –preguntó el alma.

          –Hasta ayer se podía decir que en el Limbo. Hoy no sé.

          –Cómo que hasta ayer.

          –Claro, este ahora es un lugar vacío. El Vaticano ordenó hoy que lo cerraran, trasladaron todo al Paraíso.

           –Y yo por qué estoy acá.

           –Si usted no lo sabe, menos puedo saberlo yo, que ya me estoy yendo.

           –¿Y usted quién es?

           –Quién era, mejor dicho.

           –Bueno, quién era  –dijo el alma de José algo impaciente.

           –El Custodio del Limbo, pero ahora ya ni sé quien soy. Ni siquiera me notificaron. Vinieron unos ángeles con ese aparente aire de inocentes que tienen y se llevaron todo. Para mí los ángeles son parte de la burocracia. No les tengo ningún respeto, cuídese de ellos.

           –¿Y no sabe cuál es mi destino?

           –Ni sé el mío, cómo quiere que sepa el suyo.

           –Y ahora qué hago.

           –Qué se yo, puede vagar por ahí como un alma en pena. O transformarse en fantasma, ganan bien.

           –Pero imagínese, recién abandoné mi cuerpo ayer, justo antes de que cerraran el cajón. No conozco a nadie.

           –Tuvo mala suerte, como habrá visto, esto ya está clausurado, no queda nada. Pero ahora que lo miro bien, por qué usted vendría a parar acá, salvo que sea un bebé sin bautizar.

           –¿Le parece que soy un bebé sin bautizar?

           –Mire, pasan tantas cosas raras en la Tierra. Con esto de la genética, últimamente me han mandado cada engendro. Sin ir más lejos, la semana pasada me llegó un bebé al que la cabeza le creció entre las piernas, encima se reía y caminaba como un cangrejo. Parecía un perro al revés, debajo de la boca tenía el ano. Pregunté qué hacía con él y ni me respondieron. Por las dudas lo mandé al Infierno, que se arreglen allá. Y usted, ¿cómo se llama?

           –José.

           –Qué José.

           El alma de José, argentina al fin, lanzó una carcajada acordándose de un grosero chiste que se hacía entre los muchachos en la Tierra cuando alguien preguntaba “qué José”.

            –Y de qué se ríe.

           –De nada, no me haga caso –dijo el alma de José tentada y a la vez temerosa de que por dar a conocer el chiste lo mandaran directo al Infierno.

           –Bueno amigo –dijo el Custodio– yo me voy.

           –Lo acompaño –dijo el alma de José– ¿a dónde va?

           –No sé, estoy tan desilusionado por todo esto que creo que pediré una audiencia a San Pedro para saber cuál es mi nuevo destino, si es que me atienden.

           –Yo estoy como usted, además este lugar no me gusta nada. ¿Puedo acompañarlo?

            –Es lo mismo, todo me da lo mismo, qué voluntad puede tener un desempleado –dijo el Custodio alzando los hombros.

            –¿Y hacia dónde vamos?

            La pregunta del alma de José tenía sentido, no es sencillo establecer una dirección en la nada. Ambos flotaban como lo inmaterial dentro de lo inmaterial. El Custodio miró a su alrededor y se rascó la barbilla.

            –Le dije que voy al Paraíso.

            –Bueno, vamos –dijo el alma de José, entusiasmada–. Ahora, lo que no entiendo, y perdóneme que le pregunte, es por qué si trasladaron todo para allá no se lo llevaron a usted también.

–¿Cómo saberlo? Por qué cree que estoy así, desorientado.

–¿Y hacía mucho que estaba trabajando acá?

          –Desde el instante previo a la resurrección de Jesús, ya le dije.

            El alma de José hizo unas rápidas cuentas.

            –¡Mil novecientos setenta y cuatro años!, pedazo de indemnización le tocará.

            –De qué habla.

            –De que si lo despiden por cierre, tienen que indemnizarlo. Le tienen que pagar un sueldo por cada año de servicio, por lo menos. Como le pasó a mi papá cuando cerraron el ferrocarril. ¿O le ofrecieron una jubilación anticipada?

            –¿Y quién le dijo que me quiero jubilar?

            –Es lo habitual.

            –Acá no hay nada de eso, estamos en la eternidad, ¿habrá algo más aburrido que la eternidad?

            –No sé, nunca estuve.

            –Ya lo estará… ¿cómo dijo que se llamaba?

            –José.

            –Ah.

            –¿Y por qué lo dejaron sin trabajo?

            –Ya le dije, orden del Vaticano.

–¿Usted trabajaba para el Vaticano?

–De ninguna manera.

–¿Entonces?

–Es lo que yo me pregunto, qué tiene que hacer el Vaticano acá, dígame usted que viene de la Tierra.

–Y yo qué sé.

–Cómo que no sabe, usted viene de la Tierra, debería estar informado.

–La verdad, no era de leer el diario, ni de mirar los noticieros.

–Y qué miraba.

–Fútbol.

–Por eso cayó acá, un tipo que de lo único sabe es de fútbol no es ni bueno ni malo, ni siquiera es alguien tan complejo como para que lo retengan en el Purgatorio.

–¿Le parece?

–Un tipo que lo único que sabe es de fútbol ya está en el Limbo.

–Y usted qué sabe de fútbol.

–Acá lo sabemos todo, y nos reímos bastante.

Ante las desavenencias, el alma de José, que ya ni siquiera sabía lo que deseaba, se llamó a silencio. El Custodio, que aún conservaba en su mano derecha la valija, acompañó ese silencio tratando de adivinar una dirección hacia la cual dirigirse. Pero en un momento las dos almas sintieron que dentro del silencio y la nada migraban como conducidos por un tubo. Abusaría del entendimiento si pudiera precisar la dirección y la fuerza que las impulsaba, solo ellas sentían que de momento no estaban en el mismo sitio donde se habían encontrado y que el entorno iba transformándose. La primera visión fue la de hallarse en el espacio desde donde veían un planeta remoto, luego la de un continente recortado en el mar, después una ciudad y más tarde la del interior de una casa, la mía.  Ambas almas están sentadas con las piernas cruzadas en un sofá que está detrás de mí. Yo sigo con mi trabajo, poco pesan para molestarme, han llegado contando lo sucedido y ahora me consultan por una respuesta, una salida. Deberían saber que yo no soy un narrador omnisciente, no tengo la fortuna de intervenir en el Más Allá, ni en ninguna otra cosa por el estilo.




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