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Mario Capasso

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Fragmento de la novela: La Ciudad después del humo

Capítulo: “El agua tapa las bocas”

 

 

Llueve sobre La Ciudad, que se ha inundado.

 

 

«La deriva no es para que la alcance cualquier pelagatos».

Esta frase, que muchos de mis contemporáneos ya daban por perimida o apócrifa, escrita en la planicie superior externa de algunas paredes, con toda seguridad daría motivo a una controversia posterior a la inundación. Eso deduje al leerla a los apurones, subyugado por la coincidencia, frunciendo el ceño para arriba y para abajo, en un gesto sin significación aparente.

En la diferencia del destino de cada uno, la suerte sin dudas juega algún papel, o un papelito al menos, y uno es apenas un danzarín melancólico que trata de no errar demasiado el paso para no echar a perder el número que le queda por jugar, un número que desconoce y cuya intuición brilla por su ausencia, pensé atravesado por una serie de chapuzones especiales.

Cuando regresé de mi reflexión, no sé si en contra o a favor de mis expectativas, la deriva continuaba en su lugar.

Parecía engalanarse para cada reunión.

Por lo que pude calar desde mi altura momentánea, algunas embarcaciones alcanzaban a esquivarla con escaso o peor suceso.

Otras se internaban en esa meta casquivana que nos atrae no sólo en época de inundación y, de acuerdo a lo que se comentaba a los gritos pelados desde un velamen a otro, que podía ser cualquiera siempre y cuando se mantuviese o mantuviera a flote, predominaba en ella el color azabache y la locura de las carnestolendas. El éxito de su misión en La Ciudad pendía de una soguita que, según podía percibirse cuando el aguanieve se dejaba caer y nos reventaba la piel mediante el uso del frío, ya debía tener sus buenos añitos.

Nosotros dos, par de marineros de agua dulce, viajeros indelebles sometidos al albur más inverosímil, por fortuna o por pobreza de espíritu acorralados cual ratas de albañal en decadencia en nuestra lanchita de última generación, sin ilusiones de obtener una recompensa mayor que la salvación momentánea para poder contarla después, pudimos capear el temporal que nos hubiera clausurado. Lo logramos sobre el final menos supuesto, cuando ya alcanzábamos el confín más austral de la lejanía y el disolvernos como un casquete polar resultaba una posibilidad mucho más que accesible. La responsable fue una maniobra que nos valió el aplauso de unos diez o doce buzos tácticos que, según maquiné entre burbujeos de distinta índole, mientras la espuma de los días se acumulaba en casi todos los rincones de la correntada, se encontraban allí de casualidad, extraviados entre unos juncos o juntando cartones y botellas, todo por dos pesos, aseguraron haciendo la v de la victoria.

En lo personal, sin recibir un consejo ni a favor ni en contra, comenzaba a dudar acerca de la utilidad de la carcasa de nuestra embarcación, a pesar de que el horizonte se nos había alejado y ahora se vislumbraba como un puntito. No quise darle mayor trascendencia al episodio y preferí continuar con la tarea de mantenernos a flote y, en la medida de lo posible, sin quebrantar ninguna norma de tránsito, darle para adelante y meterle onda a la odisea.

 

 

 


 

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