Fragmento de la novela: La Ciudad después del humo
Capítulo:
“El agua tapa las bocas”
Llueve sobre La
Ciudad, que se ha inundado.
«La deriva no
es para que la alcance cualquier pelagatos».
Esta frase, que muchos
de mis contemporáneos ya daban por perimida o apócrifa, escrita
en la planicie superior externa de algunas paredes, con toda
seguridad daría motivo a una controversia posterior a la
inundación. Eso deduje al leerla a los apurones, subyugado por
la coincidencia, frunciendo el ceño para arriba y para abajo, en
un gesto sin significación aparente.
En la diferencia del
destino de cada uno, la suerte sin dudas juega algún papel, o un
papelito al menos, y uno es apenas un danzarín melancólico que
trata de no errar demasiado el paso para no echar a perder el
número que le queda por jugar, un número que desconoce y cuya
intuición brilla por su ausencia, pensé atravesado por una serie
de chapuzones especiales.
Cuando regresé de mi
reflexión, no sé si en contra o a favor de mis expectativas, la
deriva continuaba en su lugar.
Parecía engalanarse
para cada reunión.
Por lo que pude calar
desde mi altura momentánea, algunas embarcaciones alcanzaban a
esquivarla con escaso o peor suceso.
Otras se internaban en
esa meta casquivana que nos atrae no sólo en época de inundación
y, de acuerdo a lo que se comentaba a los gritos pelados desde
un velamen a otro, que podía ser cualquiera siempre y cuando se
mantuviese o mantuviera a flote, predominaba en ella el color
azabache y la locura de las carnestolendas. El éxito de su
misión en La Ciudad pendía de una soguita que, según podía
percibirse cuando el aguanieve se dejaba caer y nos reventaba la
piel mediante el uso del frío, ya debía tener sus buenos añitos.
Nosotros dos, par de
marineros de agua dulce, viajeros indelebles sometidos al albur
más inverosímil, por fortuna o por pobreza de espíritu
acorralados cual ratas de albañal en decadencia en nuestra
lanchita de última generación, sin ilusiones de obtener una
recompensa mayor que la salvación momentánea para poder contarla
después, pudimos capear el temporal que nos hubiera clausurado.
Lo logramos sobre el final menos supuesto, cuando ya
alcanzábamos el confín más austral de la lejanía y el
disolvernos como un casquete polar resultaba una posibilidad
mucho más que accesible. La responsable fue una maniobra que nos
valió el aplauso de unos diez o doce buzos tácticos que, según
maquiné entre burbujeos de distinta índole, mientras la espuma
de los días se acumulaba en casi todos los rincones de la
correntada, se encontraban allí de casualidad, extraviados entre
unos juncos o juntando cartones y botellas, todo por dos pesos,
aseguraron haciendo la v de la victoria.
En lo personal, sin
recibir un consejo ni a favor ni en contra, comenzaba a dudar
acerca de la utilidad de la carcasa de nuestra embarcación, a
pesar de que el horizonte se nos había alejado y ahora se
vislumbraba como un puntito. No quise darle mayor trascendencia
al episodio y preferí continuar con la tarea de mantenernos a
flote y, en la medida de lo posible, sin quebrantar ninguna
norma de tránsito, darle para adelante y meterle onda a la
odisea.
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