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Amigos

Ana Agote

Textos


 

Prueba de vida

No lo reconozco para nada, dijo papá inspeccionando un dedo morado que le habían enviado los secuestradores de Agustín como prueba de vida. Para nada, repitió.

–Pero, Don Marcelo, ya le mandamos la oreja, ahora el dedo, no nos queda nada para mandarle, dijo la voz del teléfono.

–Entonces no pago. Si ustedes creen que ese dedo hinchado y esa oreja sangrienta son pruebas de vida están muy equivocados. Y no crea que me lo tomé a la ligera. Agarré la oreja con la punta de los dedos enfundados en un guante de goma, porque cabe destacar que la mandaron toda ensangrentada y sucia (y no lo digo enojado porque ¿qué podían hacer ustedes? gente sin educación) y se la probé a, uno por uno, todos mis hijos. La sostuve contra su oreja, un poco más arriba para ver las dos y comparar cómodamente, para ver si se parecían, pero ningún parecido. En el turno de Martina, mi hija del medio, vimos un pequeño parecido, debo reconocerlo, pero no podemos asegurar que sea la oreja de Agustín.

Papá, callate, gritó Martina, te estás yendo por las ramas. Se van a hartar de escucharte. Tratá de que lo devuelvan a Agustín.

Callate mocosa, dijo Papá. Como le iba diciendo, siguió por teléfono, -no fue mala voluntad pero realmente no encontramos ningún parecido. Y la verdad es que no creo que pueda seguir mandando estas pseudo pruebas de vida porque con el aire y los microbios llegan hinchadas, moradas e irreconocibles.- A mamá se le escapó un gritito. –Tranquilizate, vieja- dijo papá.- Lo que yo creo, -dijo al teléfono, -para ser justos y para que las dos partes sepamos que el negocio es limpio, es que lo deberían mandar a Agustín directamente. Ahí sí sabríamos que es él.

–Pero, Don Marcelo, ¿cómo se lo vamos a mandar a Agustín? Es nuestro rehén, si se lo devolvemos no cobramos nada.

–Mire usted, como se llame ¿acaso no le demostré entereza, integridad mientras negociamos?

–Eso es verdad, pero, de todos modos ¿cómo cobramos una vez que le devolvemos el pibe?

–Usted tiene mi palabra. Usted me lo manda, yo lo inspecciono y se lo mando de vuelta. Después pago el rescate pero, eso sí, hay que descontar los daños que le hayan causado.

Se ve que a los secuestradores les pareció justo y dijeron que al día siguiente lo mandarían. Era un sábado 23 de septiembre y hacía frío. Todos nos levantamos temprano. Creo que nadie durmió. Lo traerían a las 11 de la mañana. Yo me maquillé para que me viera linda. Eran las 12 y no llegaba. Empezamos a preocuparnos.

Cayó Rodolfo, el primo de papá, que viene todos los sábados. Papá se había olvidado de avisarle de que no viniera, pero una vez que estuvo en casa le ofreció un clarito y preparó el copetín. Papá también se preparó un clarito.

–Mejor no tomes, papá, me animé a decirle.

–Mirá, linda, me contestó, no se puede confiar en la gente que no toma y yo necesito sembrar confianza en esta gente.

Papá y Rodolfo comían, chupaban y conversaban. Nosotros no podíamos hacer nada. Estábamos sentados en el living mirando la nada. Pasaron las 2, 3 de la tarde. Papá se fue a dormir la siesta y Rodolfo dijo gracias y se fue. A las 5 y 17 en punto llegó un auto. Ya nadie se asomó a la ventana, ya lo habíamos hecho más de cuarenta veces durante el día y no queríamos otra desilusión. Oímos pasos que caminaban hacia nuestra puerta. Nadie se movió. Sonó el timbre. Se levantó Marcelo y todos lo acompañamos con la mirada.

–¡Agustín! gritó y lo abrazó y lo besó. Agustín entró y nos vio a todos sentados.
Una vincha de toalla blanca, un poco manchada de sangre, le cubría las orejas y él guardaba las manos en los bolsillos. Mamá lloró un poco. Se quedó parado y nosotros sentados. Marcelo lo abrazó. Yo me levanté y le di un beso. De a poco todos hicieron lo mismo.

–Qué suerte que estás bien, Agus, le dijo Marcelo.

–¿Quién te dijo que estoy bien? preguntó él.

–Bueno, ya sé, quise decir a salvo.

–¿Y quién te dijo que estoy a salvo?

Papá bajó de su cuarto.

–¿A verlo?- dijo. Le agarró el mentón y lo inspeccionó de un lado y del otro. - ¿A ver la mano?- Agustín sacó la mano del bolsillo y se la mostró. –Claro, no era el anular, como me dijo el secuestrador, era el índice, por eso no lo reconocí, - se disculpó. -Cómo no iba a reconocer el dedo de mi propio hijo por más machucado que lo mandasen. Lo abrazó. –Estás muy bien, -dijo. -Ahora podés volver.

–No -dijo Marcelo-, ahora que se quede, ya lo tenemos, ¿para qué lo vamos a devolver?

Pero papá dio discurso insoportable y destacó que él tenía palabra, que se la había dado a los secuestradores que, pobres, que no eran malos sino que no habían tenido las mismas oportunidades que nosotros y que no eran educados, que eso se notaba en la forma de hablar, en la forma en que nos habían enviado las pruebas de vida, pero que si nosotros, que teníamos educación y principios, mentíamos ¿qué quedaba para el resto? Él había dado su palabra y estaba dispuesto a cumplirla. Agustín lo interrumpió y se despidió de todos. Todos lo abrazamos. Cuando me saludó a mí, tenía el cuello mojado. Marcelo lo acompañó hasta la vereda. Se subió a un auto. Una vez que arrancó, Agustín sacó el brazo por la ventana y saludó.

 

 

 

 

 

 

 

La mensajera

Graciela ejercía una actividad muy poco común: hablaba con la Virgen. Todos los días, a  las 7 de la tarde, la Virgen María tenía ganas de darle mensajes. Graciela anotaba. Después, preparaba la cena y la compartía con su familia. Muchas veces olvidaba bendecirla pero, por no reconocer una falta delante de sus hijos, no decía nada.

A veces tenía sexo, a veces no. Roberto, su marido, siempre tenía ganas.

Se levantaba temprano, a las 7. Preparaba el desayuno en dos tandas. Roberto salía más tarde que los chicos. Arreglaba la casa. A las 11 prendía la televisión. Almorzaba viendo Mirtha Legrand. Dormía la siesta. Tejía para Caritas y volvían los chicos del colegio. A las 7, la visitaba la Virgen.

Graciela quería hablarle pero su misión era sólo escuchar y escribir. Escribir lo que le dictaba. Le dictaba cartas largas para el obispo. Cartas que ella no entendía.

-Llevá las cartas al obispo, Graciela -dijo la Virgen-, él va a entender.

Durante cinco meses Graciela recibió esas visitas. Siempre escribió como una fiel servidora. Sin embargo, esto no le trajo ningún beneficio.

- Ya iré, Madre, dame tiempo, decía Graciela cuando la Virgen le pedía que acudiera al obispo. Pero la Virgen se empezó a poner ansiosa.

-¿Cuándo, Graciela, cuándo? Hace meses que espero.

Pero Graciela no se decidía. Cuando la Virgen la amenazaba con que elegiría a otra persona como mensajera, Graciela le prometía que iría al día siguiente.

-Un día más, le pedía, pero nunca fue.

Hasta el fin de sus días, todas las tardes, la Virgen le rogó que fuera a ver al obispo pero Graciela no le dio el gusto.

 
 

 

Otonio

 

Todas las mañanas, mi abuelo se detenía ante la vidriera del anticuario. Llevaba dinero pero no se atrevía a entrar. Nunca entendí este hábito, hasta el día en que por fin entró, o mejor dicho, entramos.

Mi abuelo fue directamente hacia Inés, la dueña, puso no sé cuánto dinero sobre su escrito­rio y con tono imperativo .dijo: "Pago esto por tu abuela."

La mandíbula de Inés acarició el piso, sin embargo, la abuela se levantó de su sillón gris, to­mó del brazo a mi abuelo y, explicando que volve­ría pronto, salieron de la tienda. Yo salí detrás, y, para mi gran decepción, me dejaron en casa.

La escandalosa noticia del casamiento lasti­mó los oídos de todos. Fue el tema protagónico en las reuniones familiares. Era lógico; mi abuelo, ¡perdón!, Miguel, tenía setenta y ocho años y Adela, su prometida, era dos años menor.

El cambio producido en Miguel, quien nos prohibió llamarlo "abuelo", fue drástico. La ju­ventud, que lo había dejado años atrás, volvió a invadirle el espíritu. Dejó de ser un anexo de la familia y pasó a ser su centro y ombligo. Era el pro­tagonista de todos los diálogos. Hizo de su vida una novedad.

Creo que Adela también era la persona más fe­liz del mundo. La alegría y las ganas de vivir fueron generosas con los dos ancianos que empezaban una nueva vida en la que eran jóvenes otra vez.

Me ahogué de risa y después también de ale­gría cuando supe que Adela daría a luz un tío. ¡El abuelo sería padre a los setenta y nueve años! Fra­ses como: "¡Qué escándalo!”; "'No puede ser! ¡Ella no tiene edad para tener hijos!" "Es verdad, lo confirmó su ginecólogo, lo oí por radio"; "Es imposible que una mujer de setenta y siete años esté embarazada"; "Es un milagro"; "Un desafío a la naturaleza", se oían por doquier.

Reporteros de revistas, diarios y TV no se cansaban de perseguirla. Fue inscripta en el “Guiness Book of Records" como la madre más anciana del mundo. Ella se negó a dar reportajes; decidió no lucrar con su hijo. El que se mudó a mejor barrio y cambió el auto fue su ginecólogo, quien se convirtió en proveedor mayorista sobre “el embarazo senil" como lo llamaron los medios de comunicación.

La guerra de los astrólogos también se desa­tó. Esperaban ansiosamente ser consultados so­bre el tema en boga. Coparon las radios y los ca­nales de televisión; pronosticando lo que resulta­ría del famoso embarazo.

Algunos decían que nacería viejo y moriría joven. Los precursores de dicha teoría se abstuvie­ron de dar consejo para tan corta vida; otros creían que tendría una misión importante en la vida, ya que había sido capaz de desafiar a la na­turaleza. Acaso sería un profeta o un dios que traería un tnensaje de salvación; los más supersti­ciosos pensaban que nacería con cola de víbora.

Mi familia tenía la esperanza de que fuera sa­no y humano. Yo esperaba que fuera nena.

Nació varón y de parto natural. Sano y hu­mano. Miguel lloró emocionado, lo que me con­movió mucho. La gente, las risas, la alegría y los festejos acompañaron en todo momento a los pa­dres seniles.

Lo bautizaron con el nombre de Otonio. Fue un niño normal, como todos los demás. Otonio fue el sol de la vida de Miguel y Adela.

Yo los visitaba siempre. A veces llevaba a mi tío a la plaza. Hacíamos el mismo recorrido que antes con mi abuelo. Oto se detenía ante la vidrie­ra del anticuario.

Un día me hizo entrar. Fue directamente ha­cia Inés, la dueña. Puso no sé cuánto dinero sobre su escritorio y, con un tono imperativo y familiar dijo: «Pago esto por su nieta." La mandíbula de Inés volvió a acariciar el piso. Una niña de seis años tomó del brazo a mi tío y le explicó a su abuela que volvería pronto.

De: Otonio

 

 

 

 

Hongos

 

Los chicos quisieron  comer hongos. No pude hacer nada. Los habían juntado en el bosque. Me daban desconfianza. Yo les pedía por favor que no los comieran, ellos se reían y me decían: -"No hacen nada, tonta". Los masticaban mientras yo pensaba "se van a morir, qué me hago con los tres fiambres".

Estábamos en el sur, acampando a orillas de un lago. No había nadie más que nosotros. Si ellos se morían yo tenía que hacerme cargo, subirlos al auto, manejar al pueblo más cercano, llamar a los padres, decirles que sus hijos estaban muertos, no sé, llevarlos a la margue, hacer trámi­tes, no tenía ganas. Empecé a comer hongos, igual que ellos. Estaban riquísimos. Los comimos con una trucha que había pescado Santi.

Los chicos murieron. Yo comía hongos, muchos hongos. Caminaba por el bosque buscando más hongos. Me los comía todos. Crudos. Los arrancaba y me los comía. Sobre todo los que creía venenosos. Hongos grises, hongos blancos, hongos de todos colores. Cuando me bajé toda la cosecha silvestre de hongos, seguía viva. Volví a donde estaban los chicos, seguían muertos. Facu levantate, lo sacudía, no seas boludo, no me hace gracia. Nada. Los tres estaban quietos, muertos. Sofi, no me hagas esto, despertate. Nada. A Santi ni lo molesté.

Me tiré en el piso a mirar las estrellas.  No puede ser, yo comí más que ellos. Soy inmortal, pensé y me acordé de cuando mataron a mis hijos en Troya. Una vez fui casta, otra hombre. Cuando era negra me enamoré de una aceituna. Tal vez fui nuez.

¿Pero ahora qué hago? Acerqué el auto. Intenté arrastrarlo a Facu hasta el auto. Imposible. Por favor, ayudame. No sé a quién le hablaba, porque no había nadie. Nadie vivo. Junté fuerzas y la subí a Sofía. Descansé. Después a Facu, y a Santi. No sé cómo hice, pesaban una tonelada cada uno.

Manejé más de doscientos kilómetro hasta el pueblo. El dueño del almacén se llamaba Bellocqui y tenía tics. Él me prestó el teléfono y me ayudó con los trámites. A Buenos Aires no llamé. Una vez que se enteraran los padres de los chicos nunca más serían felices. Pensé en postergarles el sufrimiento. Bellocqui insistía en que avisara. Yo decía que no. Pedí un cuarto en el hotel y me fui a dormir la siesta. Hice tiempo para no avisar. De nada sirvió la postergación, ya que el metido de Bellocqui se encargó de hacerlo. No sé, habrá revisado el auto. Después de unos trámites, salí para Buenos Aires. Traje los tres cadáveres yo sola. Entregué cada uno en su casa.

Cuando llegué a la mía por fin pude descansar.

De: Otonio


 

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