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Prueba de vida
No lo reconozco para nada, dijo papá inspeccionando un dedo
morado que le habían enviado los secuestradores de Agustín
como prueba de vida. Para nada, repitió.
–Pero, Don Marcelo, ya le mandamos la oreja, ahora el dedo, no
nos queda nada para mandarle, dijo la voz del teléfono.
–Entonces no pago. Si ustedes creen que ese dedo hinchado y esa
oreja sangrienta son pruebas de vida están muy equivocados. Y no
crea que me lo tomé a la ligera. Agarré la oreja con la punta de
los dedos enfundados en un guante de goma, porque cabe destacar
que la mandaron toda ensangrentada y sucia (y no lo digo enojado
porque ¿qué podían hacer ustedes? gente sin educación) y se la
probé a, uno por uno, todos mis hijos. La sostuve contra su
oreja, un poco más arriba para ver las dos y comparar
cómodamente, para ver si se parecían, pero ningún parecido. En
el turno de Martina, mi hija del medio, vimos un pequeño
parecido, debo reconocerlo, pero no podemos asegurar que sea la
oreja de Agustín.
Papá, callate, gritó Martina, te estás yendo por las ramas. Se
van a hartar de escucharte. Tratá de que lo devuelvan a Agustín.
Callate mocosa, dijo Papá. Como le iba diciendo, siguió por
teléfono, -no fue mala voluntad pero realmente no encontramos
ningún parecido. Y la verdad es que no creo que pueda seguir
mandando estas pseudo pruebas de vida porque con el aire y los
microbios llegan hinchadas, moradas e irreconocibles.- A mamá se
le escapó un gritito. –Tranquilizate, vieja- dijo papá.- Lo que
yo creo, -dijo al teléfono, -para ser justos y para que las dos
partes sepamos que el negocio es limpio, es que lo deberían
mandar a Agustín directamente. Ahí sí sabríamos que es él.
–Pero, Don Marcelo, ¿cómo se lo vamos a mandar a Agustín? Es
nuestro rehén, si se lo devolvemos no cobramos nada.
–Mire usted, como se llame ¿acaso no le demostré entereza,
integridad mientras negociamos?
–Eso es verdad, pero, de todos modos ¿cómo cobramos una vez que
le devolvemos el pibe?
–Usted tiene mi palabra. Usted me lo manda, yo lo inspecciono y
se lo mando de vuelta. Después pago el rescate pero, eso sí, hay
que descontar los daños que le hayan causado.
Se ve que a los secuestradores les pareció justo y dijeron que
al día siguiente lo mandarían. Era un sábado 23 de septiembre y
hacía frío. Todos nos levantamos temprano. Creo que nadie
durmió. Lo traerían a las 11 de la mañana. Yo me maquillé para
que me viera linda. Eran las 12 y no llegaba. Empezamos a
preocuparnos.
Cayó Rodolfo, el primo de papá, que viene todos los sábados.
Papá se había olvidado de avisarle de que no viniera, pero una
vez que estuvo en casa le ofreció un clarito y preparó el
copetín. Papá también se preparó un clarito.
–Mejor no tomes, papá, me animé a decirle.
–Mirá, linda, me contestó, no se puede confiar en la gente que
no toma y yo necesito sembrar confianza en esta gente.
Papá y Rodolfo comían, chupaban y conversaban. Nosotros no
podíamos hacer nada. Estábamos sentados en el living mirando la
nada. Pasaron las 2, 3 de la tarde. Papá se fue a dormir la
siesta y Rodolfo dijo gracias y se fue. A las 5 y 17 en punto
llegó un auto. Ya nadie se asomó a la ventana, ya lo habíamos
hecho más de cuarenta veces durante el día y no queríamos otra
desilusión. Oímos pasos que caminaban hacia nuestra puerta.
Nadie se movió. Sonó el timbre. Se levantó Marcelo y todos lo
acompañamos con la mirada.
–¡Agustín! gritó y lo abrazó y lo besó. Agustín entró y nos vio
a todos sentados.
Una vincha de toalla blanca, un poco manchada de sangre, le
cubría las orejas y él guardaba las manos en los bolsillos. Mamá
lloró un poco. Se quedó parado y nosotros sentados. Marcelo lo
abrazó. Yo me levanté y le di un beso. De a poco todos hicieron
lo mismo.
–Qué suerte que estás bien, Agus, le dijo Marcelo.
–¿Quién te dijo que estoy bien? preguntó él.
–Bueno, ya sé, quise decir a salvo.
–¿Y quién te dijo que estoy a salvo?
Papá bajó de su cuarto.
–¿A verlo?- dijo. Le agarró el mentón y lo inspeccionó de un
lado y del otro. - ¿A ver la mano?- Agustín sacó la mano del
bolsillo y se la mostró. –Claro, no era el anular, como me dijo
el secuestrador, era el índice, por eso no lo reconocí, - se
disculpó. -Cómo no iba a reconocer el dedo de mi propio hijo por
más machucado que lo mandasen. Lo abrazó. –Estás muy bien,
-dijo. -Ahora podés volver.
–No
-dijo Marcelo-,
ahora que se quede, ya lo tenemos, ¿para qué lo vamos a
devolver?
Pero papá dio discurso insoportable y destacó que él tenía
palabra, que se la había dado a los secuestradores que, pobres,
que no eran malos sino que no habían tenido las mismas
oportunidades que nosotros y que no eran educados, que eso se
notaba en la forma de hablar, en la forma en que nos habían
enviado las pruebas de vida, pero que si nosotros, que teníamos
educación y principios, mentíamos ¿qué quedaba para el resto? Él
había dado su palabra y estaba dispuesto a cumplirla. Agustín lo
interrumpió y se despidió de todos. Todos lo abrazamos. Cuando
me saludó a mí, tenía el cuello mojado. Marcelo lo acompañó
hasta la vereda. Se subió a un auto. Una vez que arrancó,
Agustín sacó el brazo por la ventana y saludó.
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La mensajera
Graciela ejercía una actividad muy poco
común: hablaba con la Virgen. Todos los días, a las 7 de la
tarde, la Virgen María tenía ganas de darle mensajes. Graciela
anotaba. Después, preparaba la cena y la compartía con su
familia. Muchas veces olvidaba bendecirla pero, por no reconocer
una falta delante de sus hijos, no decía nada.
A veces tenía sexo, a veces no. Roberto, su
marido, siempre tenía ganas.
Se levantaba temprano, a las 7. Preparaba el
desayuno en dos tandas. Roberto salía más tarde que los chicos.
Arreglaba la casa. A las 11 prendía la televisión. Almorzaba
viendo Mirtha Legrand. Dormía la siesta. Tejía para Caritas y
volvían los chicos del colegio. A las 7, la visitaba la Virgen.
Graciela quería hablarle pero su misión era
sólo escuchar y escribir. Escribir lo que le dictaba. Le dictaba
cartas largas para el obispo. Cartas que ella no entendía.
-Llevá las cartas al obispo, Graciela -dijo
la Virgen-, él va a entender.
Durante cinco meses Graciela recibió esas
visitas. Siempre escribió como una fiel servidora. Sin embargo,
esto no le trajo ningún beneficio.
- Ya
iré, Madre, dame tiempo, decía Graciela cuando la Virgen le
pedía que acudiera al obispo. Pero la Virgen se empezó a poner
ansiosa.
-¿Cuándo, Graciela, cuándo? Hace meses que
espero.
Pero Graciela no se decidía. Cuando la Virgen
la amenazaba con que elegiría a otra persona como mensajera,
Graciela le prometía que iría al día siguiente.
-Un día más, le pedía, pero nunca fue.
Hasta el fin de sus días, todas las tardes,
la Virgen le rogó que fuera a ver al obispo pero Graciela no le
dio el gusto.
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Otonio
Todas las mañanas, mi abuelo se detenía ante la vidriera del
anticuario. Llevaba dinero pero no se atrevía a entrar. Nunca
entendí este hábito, hasta el día en que por fin entró, o mejor
dicho, entramos.
Mi abuelo fue directamente hacia Inés, la dueña, puso no sé
cuánto dinero sobre su escritorio y con tono imperativo .dijo:
"Pago esto por tu abuela."
La mandíbula de Inés acarició el piso, sin embargo, la abuela se
levantó de su sillón gris, tomó del brazo a mi abuelo y,
explicando que volvería pronto, salieron de la tienda. Yo salí
detrás, y, para mi gran decepción, me dejaron en casa.
La escandalosa noticia del casamiento lastimó los oídos de
todos. Fue el tema protagónico en las reuniones familiares. Era
lógico; mi abuelo, ¡perdón!, Miguel, tenía setenta y ocho años y
Adela, su prometida, era dos años menor.
El cambio producido en Miguel, quien nos prohibió llamarlo
"abuelo", fue drástico. La juventud, que lo había dejado años
atrás, volvió a invadirle el espíritu. Dejó de ser un anexo de
la familia y pasó a ser su centro y ombligo. Era el
protagonista de todos los diálogos. Hizo de su vida una
novedad.
Creo que Adela también era la persona más feliz del mundo. La
alegría y las ganas de vivir fueron generosas con los dos
ancianos que empezaban una nueva vida en la que eran jóvenes
otra vez.
Me ahogué de risa y después también de alegría cuando supe que
Adela daría a luz un tío. ¡El abuelo sería padre a los setenta y
nueve años! Frases como: "¡Qué escándalo!”; "'No puede ser!
¡Ella no tiene edad para tener hijos!" "Es verdad, lo confirmó
su ginecólogo, lo oí por radio"; "Es imposible que una mujer de
setenta y siete años esté embarazada"; "Es un milagro"; "Un
desafío a la naturaleza", se oían por doquier.
Reporteros de revistas, diarios y TV no se cansaban de
perseguirla. Fue inscripta en el “Guiness Book of Records" como
la madre más anciana del mundo. Ella se negó a dar reportajes;
decidió no lucrar con su hijo. El que se mudó a mejor barrio y
cambió el auto fue su ginecólogo, quien se convirtió en
proveedor mayorista sobre “el embarazo senil" como lo llamaron
los medios de comunicación.
La guerra de los astrólogos también se desató. Esperaban
ansiosamente ser consultados sobre el tema en boga. Coparon las
radios y los canales de televisión; pronosticando lo que
resultaría del famoso embarazo.
Algunos decían que nacería viejo y moriría joven. Los
precursores de dicha teoría se abstuvieron de dar consejo para
tan corta vida; otros creían que tendría una misión importante
en la vida, ya que había sido capaz de desafiar a la
naturaleza. Acaso sería un profeta o un dios que traería un
tnensaje de salvación; los más supersticiosos pensaban que
nacería con cola de víbora.
Mi familia tenía la esperanza de que fuera sano y humano. Yo
esperaba que fuera nena.
Nació varón y de parto natural. Sano y humano. Miguel lloró
emocionado, lo que me conmovió mucho. La gente, las risas, la
alegría y los festejos acompañaron en todo momento a los padres
seniles.
Lo bautizaron con el nombre de Otonio. Fue un niño normal, como
todos los demás. Otonio fue el sol de la vida de Miguel y Adela.
Yo los visitaba siempre. A veces llevaba a mi tío a la plaza.
Hacíamos el mismo recorrido que antes con mi abuelo. Oto se
detenía ante la vidriera del anticuario.
Un día me hizo entrar. Fue directamente hacia Inés, la dueña.
Puso no sé cuánto dinero sobre su escritorio y, con un tono
imperativo y familiar dijo: «Pago esto por su nieta." La
mandíbula de Inés volvió a acariciar el piso. Una niña de seis
años tomó del brazo a mi tío y le explicó a su abuela que
volvería pronto.
De: Otonio |
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Hongos
Los chicos quisieron comer hongos. No pude hacer nada. Los
habían juntado en el bosque. Me daban desconfianza. Yo les pedía
por favor que no los comieran, ellos se reían y me decían: -"No
hacen nada, tonta". Los masticaban mientras yo pensaba "se van a
morir, qué me hago con los tres fiambres".
Estábamos en el sur, acampando a orillas de un lago. No había
nadie más que nosotros. Si ellos se morían yo tenía que hacerme
cargo, subirlos al auto, manejar al pueblo más cercano, llamar a
los padres, decirles que sus hijos estaban muertos, no sé,
llevarlos a la margue, hacer trámites, no tenía ganas. Empecé a
comer hongos, igual que ellos. Estaban riquísimos. Los comimos
con una trucha que había pescado Santi.
Los chicos murieron. Yo comía hongos, muchos hongos. Caminaba
por el bosque buscando más hongos. Me los comía todos. Crudos.
Los arrancaba y me los comía. Sobre todo los que creía
venenosos. Hongos grises, hongos blancos, hongos de todos
colores. Cuando me bajé toda la cosecha silvestre de hongos,
seguía viva. Volví a donde estaban los chicos, seguían muertos.
Facu levantate, lo sacudía, no seas boludo, no me hace gracia.
Nada. Los tres estaban quietos, muertos. Sofi, no me hagas esto,
despertate. Nada. A Santi ni lo molesté.
Me tiré en el piso a mirar las estrellas. No puede ser, yo comí
más que ellos. Soy inmortal, pensé y me acordé de cuando mataron
a mis hijos en Troya. Una vez fui casta, otra hombre. Cuando era
negra me enamoré de una aceituna. Tal vez fui nuez.
¿Pero ahora qué hago? Acerqué el auto. Intenté arrastrarlo a
Facu hasta el auto. Imposible. Por favor, ayudame. No sé a quién
le hablaba, porque no había nadie. Nadie vivo. Junté fuerzas y
la subí a Sofía. Descansé. Después a Facu, y a Santi. No sé cómo
hice, pesaban una tonelada cada uno.
Manejé más de doscientos kilómetro hasta el pueblo. El dueño del
almacén se llamaba Bellocqui y tenía tics. Él me prestó el
teléfono y me ayudó con los trámites. A Buenos Aires no llamé.
Una vez que se enteraran los padres de los chicos nunca más
serían felices. Pensé en postergarles el sufrimiento. Bellocqui
insistía en que avisara. Yo decía que no. Pedí un cuarto en el
hotel y me fui a dormir la siesta. Hice tiempo para no avisar.
De nada sirvió la postergación, ya que el metido de Bellocqui se
encargó de hacerlo. No sé, habrá revisado el auto. Después de
unos trámites, salí para Buenos Aires. Traje los tres cadáveres
yo sola. Entregué cada uno en su casa.
Cuando llegué a la mía por fin pude descansar.
De: Otonio |
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