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UN DERROTERO POSIBLE
(estoy
revisitando viejos textos) (25/09/05)
Ya estoy lejos de aquél que ensayara poses
extravagantes para llamar la atención de los demás. (Acabo
de pisar una hormiga que se paseaba por el living).
Como Marco S. Fogg, en El Palacio de la Luna, no solo dejé
de citar oscuros poetas del siglo XVI, o de mechar mis
escritos con citas en latín, decanté paulatinamente toda mi
erudición universitaria y alternativa hasta quedarme solo
con la arena.
He abandonado mi aspecto estrafalario, los años me ayudaron
un poco; por más que quisiese cambiar el color de mi pelo no
podría hacerlo. Hoy mi aspecto no arrojaría sospechas; ni
gris ni extrovertido delirante, apenas un ciudadano más, con
un nivel socioeconómico relativo (relativo a qué) que se
desplaza por la ciudad como cualquier otro ciudadano (el
gato se cayó a la planta baja cuando abrí el postigo de la
ventana del alféizar en el que tomaba sol. Rebotó en la
cornisa y cayó golpeando la nariz ruidosamente contra el
suelo. Sangra, está como atontado, y me apena su repentina
fragilidad felina. No me mira; creo que está avergonzado).
Dejé pasar un tiempo prudencial que me permitiera
desaprender aquello que me ensoberbecía. Desaprender en
profundidad, hasta sentirme sin derecho a opinar. Sin
derecho a la expresión.
Ahora construyo casas. Me gusta construir casas. Y las casas
que construyo tienen un aire minimalista, aunque alguna
irrupción clásica desacredita ese estilo. Las casas que me
gusta construir son de líneas y volúmenes simples, abiertas
a la luz. Por ejemplo, en estos días estoy terminando una
que habito: los espacios dedicados al living, al comedor
diario y a la cocina son espacios amplios, francos y
comunicados entre sí, no hay puertas que los separen, apenas
un pasillo con un gran ventanal al jardín de invierno (de
este patio interno las paredes aún están sin pintar, y no me
decido por las plantas ni por la iluminación, aunque creo
que el color será un naranja casi amarillo, muy luminoso) y
una especie de isla separa la cocina del comedor (recién
pisé una hormiga que se señoreaba por el piso del living).
Sin embargo he cerrado un cuarto para la biblioteca y el
escritorio, donde me hallo en estos momentos. Allí sí quiero
sentirme aislado, en otro mundo, con una ventana, esta,
a otros mundos.
Algo que no pude desaprender es la vanagloria cuantitativa:
la biblioteca debe de tener más de 1000 libros y revistas
especializadas. Muchos de esos volúmenes tienen más un valor
personal que intelectual. Están aquellos de mis épocas
malas, que obtenía en librerías de viejo, comprando o
robándolos; una buena cantidad de libros editados por amigos
de otros tiempos; los que pude comprar cuando pude, y elegí,
y los que compro por curiosidad siempre y cuando no tengan
un costo dispendioso. Por ejemplo, los saldos de los
supermercados me han permitido, en diferido, leer por
módicas sumas a todos los premios anuales de grandes
editoriales, o de fundaciones prestigiosas. Salvo algún que
otro caso donde la ansiedad pudo más que mi precaución y me
dejé llevar por las promociones de los suplementos
culturales, meras extensiones de los departamentos de
marketing de las editoriales, nunca arriesgué un peso de más
en títulos y autores fantasmagóricos. En definitiva, de esta
práctica no me arrepiento; la gran mayoría no valía el
precio de tapa al momento de su lanzamiento, en especial en
cuanto a narrativa argentina se refiere.
Como decía, abandoné las lecturas de Barthes y Foucault; me
borré de los círculos de autogestión de estatus intelectual,
dejé que el río corriera y arrastré mis libros de mudanza en
mudanza para dedicarme a construir casas.
En realidad (la hormiga no estaba definitivamente muerta
y con una pata se arrastra, mi gato no debe estar tan mal
porque logró interesarse en ella, aunque ahora abandona el
objeto de su intriga y, de un saltito, se acomoda en el
Berger blanco ubicado en el rincón de la habitación, cerca
de donde estoy. La luz mortecina de la tarde lo baña de un
celeste tornasolado) más que construir casas creo que
soy un habitante de casas, un hombre que acomoda su vida a
los espacios y a las luces de la casa hasta que le duele
algún músculo, alguna articulación y decide que esa casa ya
no es para él. Entre construir y habitar, la casa se
modifica y el hombre también. Hay como una articulación
entre el carácter, el humor y la habitabilidad que se
modifica según pasa el tiempo, según cambia el contexto. Por
ejemplo, he habitado casas en las que yo no tenía un gato
sino un perro. Un perro que me esperaba por las noches para
saltarme encima y ensuciarme la ropa de la oficina. Un perro
hembra, grande, incapaz de morder a nadie, pero que lograba
disimular muy bien su mansedumbre. Un perro que alguien
quiso mucho y luego debió, con todo el dolor que implicó
para ambos, entregarme, por motivos de mudanza. También
habité una casa en la que no había ni perro ni gato, pero
había cuartos para niños, y los pasillos estaban impregnados
del bullicio de la siesta. Gritos, chillidos, carcajadas,
riñas. Por las noches los habitantes de las risas se
sentaban al costado de mi cama y, de a uno, me contaban
historias que inventaban o que leían en los libros de la
biblioteca del colegio, hasta que me adormecía arrullado por
el coro de esas voces delgadas y cristalinas. Por las
mañanas no había nadie, y mi esposa dejaba una taza para que
desayune, sobre la mesa aún quedaban los restos apurados de
otros desayunos, grumos de cereal diseminados sobre el
mantel manchado, una regla que alguien olvidó de guardar en
su mochila. La casa me acogía en soledad, entonces me
sentaba el sillón que ahora ocupa el gato con mi taza de
café, a pensar en ese escritor que fui.
He habitado camas del mismo modo que habito o construyo
casas. Y esas camas las he habitado con mujeres que me
esperaban al anochecer cuando llegaba de la oficina para
saltarme encima y ensuciarme la ropa.
Hace unos años construí una gran vivienda junto a dos
mujeres que eran mis amantes. En esa oportunidad tampoco
teníamos un gato o un perro, pero un amigo en común había
rescatado un papagayo en el noreste, en un operativo
conjunto entre gendarmería y fauna sobre la ruta 11, con lo
cual el pobre bicho, que era un pichón al que se le asomaban
una plumas de espléndidos tonos azules amarillos y rojos, no
podía ser devuelto al monte, por lo que nos lo obsequió.
Criamos al pájaro como si fuera nuestro hijo imposible, un
hijo de los tres. Y el animal nos retribuyó con creces
nuestra dedicación. Por las tardes agitaba con la pata su
lata de comida contra la jaula (abierta) reclamando un poco
de coca cola. Era un maldito vicio ese, al que lo
malacostumbraron sus abuelos. Insistíamos en que no había
que crearles a los chicos necesidades que no tenían. Por eso
nos oponíamos con furia a la obsequiosidad de los viejos que
llenaban sus bolsillos de golosinas antes de venir a
visitarnos. Pero es como que los abuelos tienen todo
permitido.
Nos hacía gracia porque cada vez que sonaba el teléfono él
comenzaba a gritar ‘¡hola! ¡hola! hable por favor! ¡Quién
es carajo!’ en lo que nos parecía un eco sarcástico de
nuestras propias voces.
El trajín de esos días evitaba que pudiésemos estar durante
el día en la casa, con lo que el papagayo sufría horrores.
Contratamos a otra mujer para que se hiciera cargo de los
quehaceres domésticos y lo alimentara mientras nosotros nos
ocupábamos de otros asuntos menos importantes. Mujer con la
que después me fui a habitar otra casa, pero que mientras
estuvimos todos juntos alimentó al animalito como si fuera
un perro; ‘yo siempre crié perros’, nos dijo luego.
Con la dieta exclusivamente de carne, el pájaro perdió todas
sus plumas y se quedó calvo. Las madres dijeron que eso
hacía más sexy al querido papagayo, algo que no me
atreví a contradecir. La relación terminó porque nadie
soporta la infidelidad. La rara avis vive con ellas
desde hace unos cuantos años y yo me conformo con llamar por
teléfono cada tanto. En una de las cajas de la mudanza
quedaron sus últimas plumas, las utilizo como marcadores de
páginas.
Pero ahora estoy en una etapa en la que me he liberado de
todos los lastres. Estoy liviano y ágil (el gato se
revuelve incómodo en el sillón). De mi vieja actividad
de escritor me quedó un reflejo que se traduce en esos
textos convulsivos, a veces rabiosos, donde la poesía se
tensa con la prosa sin resolverse, y esos poemas que me
asaltan a las 23: 42 hs, invariablemente.
Entre tanto, ocupo y construyo, casi con un dejo de timidez
ya que como bien dije al principio me siento ‘sin derecho
a la expresión’, esta casa, este espacio que ustedes
leen, quizá.
Por supuesto, viajo por los blogs y reconozco a
algunos personajes de antaño, y veo un espectro nuevo de
poses, un pandemónium de extravagancias, pedestales de
soberbia que comienzan a edificarse en torno a nuevas
religiones y sectas infranqueables. Tanto que me dan ganas
de comenzar a citar en latín.
(finalmente el gato vomitó sobre mi querido sillón, señal
de que está peor de lo que imaginaba después del golpe. Una
araña cruza impertérrita desde la biblioteca hacia el living).
‘Semper tenus’
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La mesa
en la bisagra.
La mirada que puede ir al interior del local
o hacia la calle.
Me siento con la bandeja
El vidrio, limpio, impecable
La calle no, está sucia, el viento arremolina hojas y polvo
Un viejo se cubre los ojos de la tierra que vuela
Mientras se apura para no perder la propina del conductor
Cuando se vuelve levanta los ojos y mira hacia el local
No sé si me ve, quizá el reflejo del cristal solo lo muestre
a él
Más desteñido: un hombre cansado que guarda una moneda.
Apoyo la bandeja y comienzo a separar los paquetes calientes
En el salón la mayoría de las mesas están ocupadas
Y la poca acústica del lugar ahoga la claridad de las
conversaciones
solo ruidos, diálogos desmenuzados
La mayoría son adolescentes, o padres divorciados con sus
hijos.
En el otro extremo un terremoto de chicos desmontan de a
poco
Un pelotero.
Acomodo sobre la mesa un papel impreso
que hace las veces de mantel
lo barato sale caro, grita el refrán doméstico
Sobre el mantel reciclable desarmo el paquete lustroso
Donde humea un sándwich de hamburguesa, pepino y mayonesa
El cartón muestra las papas fritas y a un costado
Burbujea el líquido oscuro dentro del vaso encerado.
Mientras las manos se pegotean con la comida
el hombre detrás del vidrio cuenta monedas
las hojas se levantan embravecidas desde el suelo
y la tormenta se arma lentamente
pintando de gris la euforia del mediodía
reflexiono acerca del vacío que siento
de la lejanía de las palabras y las evocaciones
del diario que me habla en otro idioma
de las emociones que resbalan en la corteza que soy
Mientras mis dedos pringosos llevan los bocados
que mastico meticulosamente
la lluvia inicia su lavado finito, y las personas corren
cruzan la calle, se meten en los negocios
el cuidador de autos ha desaparecido
y me ha dejado solo, nuevamente,
con el menú de cáscaras flácidas y artificiales
que comienza a contraerse al costado de la mesa.
Ahora la lluvia es constante y plácida
logra hacerme olvidar la algarabía interna
miro la mesa llena de papeles y servilletas arrugadas
miro también mis dedos aceitosos
husmeo en mi vacío y no encuentro nada
salvo la misma pregunta de siempre
que podría traducir de muchas maneras
pero que yo sé, es la de siempre;
el interrogante que suspende, que fragmenta, que doblega.
El viejo vuelve
Se mira en el vidrio
Creo que me ve, o ve una sombra,
O eso que ve soy realmente.
Guardo el anotador, la página casi en blanco.
Solo algunos esbozos, también descartables.
Los dedos grasientos me recuerdan que he
terminado el ocasional almuerzo
me levanto y miro la mesa llena de papeles sucios y
retorcidos
Siempre que vengo aquí
una vez cada tanto
siento el mismo asco. |