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Amigos

 

Mario Farber

Textos


Fort Lauderdale, Florida, Recepción de hotel, de madrugada.

Llegó la última reserva: dos viejitas, una muy alta y la otra muy bajita. Las dos muy simpáticas, digo, porque lo primero que preguntaron fue donde había un pub. "Nos gusta tomar", dijeron mientras acercaban y alejaban en forma intermitente el pulgar a la boca con el puño cerrado, el gesto internacional del chupi. Que las viejitas fueran simpáticas es todo un alivio, lo digo no solamente porque son los últimos pasajeros del día, así que cierro la oficina y me voy a dormir, sino porque es gente "normal" comparada con los que suelen caer estas horas. Se los llama los "walking". Unos minutos antes de que aparecieran las viejitas con la reserva en la mano, había "irrumpido" en la oficina un negro muy flaco y muy alto que estaba disfrazado de forma tal como para que no lo admitieran en ningún hotel, ni siquiera en un hotel berreta como el de la la esquina. Esa propiedad es de una hindú que agarra a cualquier tipo que entre con tal de que traiga dólares en la mano. Así entro el negro lungo del que te estoy hablando, con billetes desplegados en la mano. Esta clase de personas lo primero que muestra es que tiene efectivo y después el documento de identidad.

¡Que contraste con las dos chicas a las que les gusta tomar! Una dijo soy Mary y para mí ya estaba todo bien. Las imaginé con ascendencia irlandesa, no tanto porque toman sino porque lo proclaman a los cuatro vientos. Al final, no conté como estaba vestido el negro que entró con plata en la mano. Traía una especie de bermudas que le dejaban ver la parte de arriba de los calzoncillos. No se como será en otras partes, pero aquí está muy de moda eso de mostrar los calzoncillos. Es un hábito que se filtro de la cárcel, como muchos otros en el mundo. Aquí, los presos que quieren mostrar a otros presos que están disponibles sexualmente ajustan el cinturón de sus pantalones a una altura tan baja que muestra la parte de arriba de los calzoncillos. Este detalle funciona como la banderita de "libre" de los taxis.
El negro combinaba los colores verde y amarillo en la remera y el collar. Esto es el orgullo jamaiquino, así como las viejitas mostraron enseguida el orgullo irlandés proclamando el chupi. A estas horas de la madrugada sale la mala vida. Una madrugada entró una chica hermosísima que venía escapando de alguien. Era tan rara su belleza que no me contuve y le pregunté sobre su origen. En realidad yo vivo preguntando eso a todo el mundo, aquí a veces hay alguno que no te lo toma como una pregunta cortés. Pero a mi no me importa, yo sigo preguntando. La hermosura ésta era hija de un soldado norteamericano y una vietnamita, como en las películas. Yo ya hace mucho tiempo que estaba a favor de las mezclas. Esa chica tan bonita y mis hijos me reafirman que no hay nada mejor que mezclar sangres y cuanto mas lejanas mejor. Durante el día a este mostrador vienen personas que son más aceptables, supuestamente.

A la cabeza de las rarezas diurnas hay un sueco que viene seguido, dos o tres veces al año por lo menos. Es soltero. Siempre viene su mama, octogenaria y dominante ella, que quedó viuda hace muchos años. El marido se ahogo en un accidente en el lago frente a su casa de verano, en los fiordos suecos. A ella le quedó Anders, su único hijo. Anders es coleccionista de uniformes nazis. Tiene pasión por este hobby y despliega su interés tan abiertamente que mando hacer una remera con la inscripción "I buy WWII German militaria" y anda con eso puesto por todas partes. Anders es rubio, de ojos profundamente celestes y saltones. Él los usa para asustar a propósito a quien sea en el momento que se le ocurre. Fija la mirada y el que está enfrente se asusta. Hasta yo. Anders siempre trata de parecer malo, pero conmigo mostró la hilacha muchas veces. Una vez, defendiendo a unas chicas que yo quería echar. Contradiciendo a su aspecto de vikingo rudo con el que se esfuerza en llamar la atención, se pone del lado de los más débiles, sobre todo cuando se trata de mujeres. Al mismo tiempo, hace alarde de su valentía llevando la contra a todos. Una vez desplegó una bandera roja con una esvástica negra en el medio de la oficina. Quería que sirviera como fondo de una foto que hizo que nos sacaran a él y a mí. Anders busca novia a través de Internet. Es su segundo hobby después de la colección de artículos militares. Con frecuencia viaja a Rusia para conocer a las candidatas personalmente. Alguna vez sospeché que Anders en realidad es un traficante de armas que usa sus dos hobbies como pantalla para comprar armas en Rusia, país que junto a Ucrania se convirtieron en los principales proveedores ilegales del rubro. Lo cierto es que hablando con Anders es evidente que conoce todo el mundo aunque no tiene trabajo conocido. Aquí mismo gasta mucha plata. No hay crucero que no haya tomado con su madre. Este sueco no es común.

Si uno se pregunta que es lo común acá, yo diría que es la gente sola, muy sola. No me refiero a los "homeless" ni a los que viven literalmente solos, sino a las personas que aún cohabitando con los conyugues y con los hijos no tienen con quien hablar.

Una noche, muy tarde, me llamó un viejo cliente que suele venir siempre. Me contó que recién le había caído un rayo a la casa, se le había quemado el televisor y otros aparatos. Antes de llamar a un familiar, me llamó a mí que estoy en la Florida, y él en New Hamphsire, casi en la frontera con Canadá. Pareciera que aquí la gente no tienen parientes ni amigos. Guardo muchas de las postales que me mandan en reconocimiento de alguna charla que tuvimos en este mostrador.


 

El camión cisterna

La Paternal ha sido un típico barrio porteño desde la época en que la mayoría de las casas de Buenos Aires eran bajas. Los chicos jugábamos al fútbol en el medio de la calle. “Antes, por acá pasaban gallinas” solía repetir el viejo de enfrente señalando los adoquines. Recién había empezado la primaria y repartía el tiempo entre la escuela, el umbral de mi casa y la peluquería de la esquina.
En los momentos en que no tenía clientes, Don Faustino me ayudaba a descifrar los globitos donde cada tanto Superman le mentía a Luisa Lane. Un tal Castro visitaba la peluquería dos veces al mes. Era el dueño de Talacasto, la bodega que ocupaba toda la manzana vecina. Los clientes que esperaban su corte de cabello le ofrecían sus turnos. En la calle los chicos interrumpían el juego para curiosear el Impala azul de Castro, un batimóvil en medio de infinitos camiones cisterna. El barrio se había acostumbrado a respirar aquella atmósfera impregnada de vino. La peluquería era una isla con aroma a jabón y colonia.
Una puerta, disimulada por un espejo, comunicaba el local de Don Faustino con su casa. A eso de las seis de la tarde, asomaba al flequillo de Noemí cayendo sobre los enormes ojos negros. La hija del peluquero me regalaba una guiñada, que era la contraseña para invitarme a tomar la leche. Ella cursaba el último año de la secundaria por la tarde, yo el primer grado de la primaria por la mañana.
La puerta de la peluquería daba a un patio iluminado por el sol que entraba por una lucarna. Desde media docena de macetas los jazmines garantizaban perfume para el lugar. Noemí, todavía de uniforme, vertía de una jarra blanca un humeante café con leche. “No te vayas a quemar” decía apoyando el dedo índice sobre mis labios. Soplábamos las tazas, nos reíamos, seguíamos soplando y nos volvíamos a reír. A Noemí le nacían hoyuelos en las mejillas que formaban un triángulo con el pocito del mentón, éste era perceptible solamente para los que teníamos el privilegio de verla de cerca. Con la camisa celeste, la pollera tableada y el blazer azul parecía más chica. La vincha blanca que separaba al flequillo de la melena era una exigencia de las monjas. Aunque el uniforme incitaba la rebeldía de Noemí a mi me gustaba. Pan con manteca en mano la miraba fascinado de arriba abajo. Ella, por su lado, nunca dejaba de mover sus ojos vivarachos.
Mi padre no se perdía su programa político favorito de los domingos a la noche. Entonces, yo iba a la casa de Noemí a ver “El Show de Dick Van Dick”. Ella sacaba el osito de la cama para hacerme un lugar a su lado. Yo aprovechaba la oscuridad de la habitación para espiar furtivamente su rostro bajo la luz intermitente de la televisión.

Una mañana de diciembre, aprovechando que el colegio había terminado para los dos, Noemí me invitó a su casa. “Sostené este adorno con mucho cuidado, por favor”, ella dijo mientras depositaba en mis manos una frágil esfera de color rojo. El árbol de Navidad iba tomando color con la nieve de algodón y los adornos que le colgábamos. Como en mi casa no se celebraban esas fiestas, mantuve en la clandestinidad sin que disminuyera mi orgullo por la confianza de Noemí.
Una mañana me desperté con mucho dolor de cabeza, mi madre apoyó los labios sobre mi frente en busca de fiebre que no encontró, igual me obligó a faltar al colegio. La mañana siguiente me emperré con que quería ir. Mi padre se había quedado en casa más tarde que de costumbre, le insistí para que me llevara. Por más que mi cabeza era un bombo, viajé contento en el asiento del acompañante, era la primera vez que mi padre me llevaba al colegio. Su sonrisa de despedida fue lo último que vi. Al bajar del auto me llevé por delante un árbol y me golpeé la frente. No estoy seguro si el mareo vino antes del golpe o después. De lo que sí estoy seguro es que al chocar contra el árbol vi todo blanco.
Durante la vuelta, disfruté del viaje al lado de mi padre, los dos solos. El resto del día me aburrí en casa. Para mí lo del golpe no había sido nada y como el dolor de cabeza no era permanente quise ir a la peluquería. Mi madre no me dejó salir de la casa y me obligó a ir a la cama. Esa tarde al no encontrarme, Noemí vino a verme. Se arrodilló al pie da la cama, con la mano corrió mi flequillo y besó mi frente. Sentí que me hundía en el colchón y en seguida rebotaba para darle un beso en la mejilla con una alegría más grande que mi dolor de cabeza.
Al otro día amanecí con fiebre y vómitos. Mi madre se sacó el delantal y cruzó hasta lo del médico del barrio, que vivía frente a Talacasto. El médico llegó con una casaca blanca, un maletín y un estetoscopio alrededor del cuello. Primero me fastidió con una chapa fría y después con sus manos, las que hundía en distintas partes de mi cuerpo. Cuando oprimió la porción derecha de la cintura, pegué un alarido. Los ojos exultantes del profesional dijeron “¡Eureka, lo encontré!” y su voz dictaminó: “ataque al hígado”. Garabateó la palabra Chofitol sobre un talonario de recetas y se fue.
Medio mareado y con las ventanas de la habitación cubiertas por pesadas cortinas no me daba cuenta si en el cielo estaba el sol o la luna, perdí la cuenta de los días. El frasco de Chofitol a punto de quedar vacío era una prueba del paso del tiempo y de la ineptitud. Una noche, mi padre y mi madre sigilosamente entraron a la habitación, me tocaron la frente uno después del otro y se sentaron al borde de la cama donde acordaron cambiar de médico. Esa noche, la fiebre no me impidió ponerme contento al ver que mis padres habían dejado la costumbre de pelear todo el tiempo.
Al día siguiente llegó un pediatra, uno muy importante según dijo mi padre, que por primera vez en años no había ido a trabajar. Después de hacerme las mismas pruebas que el médico de barrio, el pediatra quiso ver el remedio que me venían dando. Con el Chofitol en la mano, se puso de pie y dijo: “El chico tiene meningitis”. “? Cuál es el próximo paso?” preguntó mi padre con un tartamudeo que nunca antes había tenido. El pediatra dijo que el primer paso era buscar otro médico ya que esa misma noche él se iba al campo. Con una resolución no acostumbrada, mi padre tomó el saco del ropero y salió a buscar un médico que no tuviera campo.
Al abrir los ojos, me encandilaron unas luces que se parecían a las del quirófano de una serie de televisión. Al reconocer a mis padres y a mi tía hablando con un médico me puse contento, no me iban a operar. Faltaban las enfermeras con los barbijos de la tele. El médico convencido de que yo seguía dormido, explicaba libremente mi estado. Con los ojos cerrados escuché que era posible que no pasara de esa noche. Quise incorporarme para decirles a todos que no se preocuparan, que yo estaba bien, pero no me dieron las fuerzas. No me hizo falta abrir los ojos para darme cuenta que era mi tía la que lanzaba unos gritos desgarradores y mi madre la que le pedía que no hiciera espamento. Finalmente, el portazo llevaba el sello inconfundible de la tía. Era la primera vez que mi madre se revelaba contra su cuñada mandona y conventillera. Hubiera querido felicitarla. En medio de la noche, ya sin luces encandilándome, tuve fuerzas para abrir los ojos. A un costado, mi papá y mi mamá estaban sentados al borde de una cama vacía. Me sentí feliz al verlos tomados de la mano.
A la mañana siguiente, apareció una enfermera con una jeringa enorme que asustaba más que el pinchacito que me dio para sacarme sangre, aunque por las dudas no miré. Deletreé las palabras estampadas en las sábanas celestes: ‘Sa-na-to-rio Me-tro-po-li-ta-no’. El médico cuchicheó algo con mis padres que se abrazaron felices. Se acercaron a mí para acariciarme.
Noemí fue la primera en llegar no bien permitieron las visitas. Me trajo un camión cisterna parecido a los de la bodega del barrio. El chasis y el acoplado rodaban sobre diez y ocho ruedas cargando dos tanques de aluminio. La parte superior de esos tanques era recorrida por sendas escalerillas de metal que los obreros usarían para llegar con la manguera hasta las compuertas de donde se descargaba el vino. Era el mejor regalo que había recibido en mi vida.
Me recuperé muy rápido, apenas unas semanas más tarde ya jugaba en la vereda de mi casa. Esa mañana que nunca olvidaré estaba por volcar el vino, que había quedado de la cena, en la escotilla del acoplado justo en el preciso instante en que mi madre se asomaba por la ventana ordenándome que entrara urgente. Me apuré en poner el corcho a la botella, la acosté contra el zócalo del zaguán y la tapé detrás del camión. Me preparé para negar cualquier acusación, pero mi madre solamente quería preguntarme de que quería el sándwich. Esperé a que lo hiciera, delante de ella lo devoré con voracidad. Convencida de que mi recuperación dependía de la comida, verme con apetito la ponía feliz. La botella de vino seguía inmutable contra el zócalo sin que nada la cubriera. Levanté la botella del piso y salí a buscar el camión. Me calmaba diciéndome que seguramente sus diez y ocho ruedas lo habrían arrastrado afuera. En la calle había un camión cisterna, pero de verdad. En mi vereda y en la de mis vecinos no había más que hojas rojizas del otoño. Un viento comenzó a soplarlas y a mí también. Crucé la calle sin pedir permiso y sin darme cuenta. Desde otro camión cisterna una larga manguera negra entregaba su carga a un agujero en el piso. Allí el olor a vino era más fuerte. Una media docena de obreros de la bodega me miraba caminar con mi botella mitad llena de vino. Cuando uno de ellos comenzó a acercarse, me di vuelta y salí corriendo en dirección a mi casa. Castro quedó paralizado en el Imapala después de frenar frente a mi huída. No pensé en él sino en quien podía haber robado mi camión. No podía creer que el ladrón fuera de mi barrio. Acomodé la botella de vino en el umbral de mi casa y me senté al lado de ella. Cuando me di cuenta que hacía más de un año que no lloraba, apoyé las palmas de mis manos sobre mi cara. Las retiré con lágrimas.

 


 

Rivera

Mi mamá se llama Dora y viene de una familia que emigró de Polonia a la Argentina en 1925. Mi abuelo se llamaba Abraham y tenía un almacén en un shteitl de las afueras de Lublin. Un mañana fue a la ciudad, muy temprano, para comprar mercadería y sin quererlo terminó siendo testigo de algo que le apuró una decisión que, a solas, venía masticando. Unos hombres ataron la barba de un rabino a una soga y lo arrastraron por la calle desde un caballo, hasta matarlo. En ese mismo lugar, el abuelo tiró su lista de provisiones y volvió al shteitl a toda velocidad. En su casa, excitado, le pidió a la abuela Toba que empezara a empacar, le dijo que se iban a la Argentina. La abuela lo contradijo. Ella no quería ir a un lugar del que no había oído hablar. El abuelo le contó que el Barón Maurice Hirsh había comprado tierras en las Pampas de Sudamérica para repartir entre los judíos perseguidos de Europa y ahí calzó justo como evidencia la suerte que había corrido el rabino esa mañana. - Una señal, una señal - argumentó el abuelo, los dos eran supersticiosos. La abuela no desconocía el antisemitismo pero era a ella a quien le iba a tocar cruzar el océano cargada con todas sus hijas: la tía Juana, Dora (mi mamá), la tía Clara y además estaba embarazada de mi tía Esther.

La tierra prometida quedaba cerca de un pueblito que ahora se llama Rivera, pero en aquel entonces se lo conocía como Barón Hirsh. Quedaba al sur de la provincia de Buenos Aires, proximo al limite con la provincia de La Pampa. Un ignoto rincon en las pampas argentinas. Al llegar a ese apartado lugar se encontraron con algo bueno y algo malo. Lo bueno fue que inmediatamente les entregaron el campo y lo malo que era puro piedra y yuyo. La realidad les impuso muchos cambios. Durante el día, el abuelo - ex almacenero y la abuela aún embarazada - levantaban cascotes y por la noche quemaban las plantas. Se conformaron con la comida del lugar, aunque no fuera kusher. Esa había quedado junto con los seres queridos en el viejo continente. En el nuevo país nacieron cuatro hijos más.
Los siete hermanos crecieron en el campo, pero ninguno dejó de ir al colegio. Todas las mañanas, durante media hora un grupo de chicos recorría una legua en sulky para llegar a un rancho que hacía de escuela. Un dia le tocaba al abuelo y los siguientes a los vecinos.

Las veces que mi mamá se levantó tarde, tuvo que caminar las cincuenta cuadras que medía esa legua hasta la escuela. Ella se rió al enterarse del pool que llevaba a mi hijo más chico a la ORT - Inventos Modernos - ironizó. El método educativo consistía en pegar con una regla al alumno que se equivocaba. - Horacio era muy bueno - sostiene con firmeza mi mamá - Horacio era muy exigente - confirma con otro argumento - El hecho de que recuerde su nombre después de setenta años me mantiene al margen de discutir sobre pedagogía. Mi mamá tenía clases todo el día. La enseñanza pública se dictaba por la mañana y la del idish por la tarde. Al mediodía almorzaba lo que traía de su casa. Todo en la misma escuela

En la misma escuela los alumnos ensayaban obras de teatro. Hoy mi mamá cuenta esto recitando las primeras palabras de un poema que hace setenta años la subió a un escenario - ij vil farzeiln: er ist a voile ingl - quiero contarles que él es un buen chico. El día del estreno venían muchachos de otras colonias. Shapse era un ferviente militante del partido comunista que por presenciar una de esas obras conoció a mía tía Juana, la a mayor de los siete hermanos. Cuando un chico gustaba de una chica le mandaba a través de una tercera persona una tarjeta con la confesión. Si esa inclinación era correspondida, ella no tenía que hacer más que aceptar una pieza en el baile. El método funcionó para Shapse y mi tía Juana. El casamiento se hizo en el terreno que había entre la casa del abuelo y el tambo. El baño había quedado justo en el medio, ideal para las visitas que lo quisieran usar, así no veían el caos en que había quedado la casa con todo el asunto de los preparativos. Esa fue la primera vez que las hermanas apreciaran el baño afuera. Durante las noches de invierno, ante una inoportuna urgencia había que vestirse y llevar una lámpara de kerosén. Los vecinos, con tablones y caballetes, armaron mesas largas. Esos mismos vecinos hicieron de mozos durante toda la fiesta sirviendo la comida abastecida por el abuelo. Los vecinos eran una parte muy importante en la vida diaria, no solo ayudaban para los casamientos sino que venían de visita muy seguidos a jugar a las cartas por fósforos. Esa era la apuesta a falta de plata. Era considerado una gran ofensa recibir a alguien y no darle de comer. Las visitas se hacían sin avisar. Shapse apareció en un carruaje adornado con flores. Otros carromatos lo seguían como en procesión. Venían de la otra colonia. Cuando terminaron las celebraciones, los tíos Shapse y Juana se fueron a vivir a Villa Lynch, un suburbio de Buenos Aires, donde el tío se convertiría en un militante comunista. Aunque eso no le gustara al abuelo, era peor que su hija se quedase soltera.

Los que se quedaron en el campo tenían que trabajar duro, mi mamá también. Le tocaba ordeñar las vacas al amanecer, antes que se la llevaran en tachos para Bahía Blanca. No había maquinarias que ayudaran. Los caballos se usaban para arar. Las tierras estaban arrendadas por el Barón Hirsh.- De cada cien bolsas cosechadas el abuelo debía entregarle sesenta bolsas. De las cuarenta restantes, que eran para vivir hasta la otra cosecha, sacaba algunas para darles a los comunistas y a los sionistas. Una vez llegó al campo un inspector del Barón Hirsh para controlar el total de lo cosechado. En el momento en que el hombre estaba por pinchar una parva frente al corral, el ovejero alemán se le tiró a la pierna con furia. No solo le rompió el pantalón sino que le hizo sangrar mucho. El inspector terminó en el hospital. Por suerte no volvió más. En 1946 el gobierno decretó que aquellos que arrendaron tierras por más de veinte años pasaban a ser dueños de ella. Aunque esa medida fue hecha a medida para el abuelo, él nunca se hizo peronista. Tampoco fue comunista ni sionista. Antes de emigrar de su shteitl habia sido un observante de los preceptos mas importantes de la religion, algunos conservo en su nueva tierra, y exigio el mismo cumplimiento de sus hijos. Pero, nunca les explico por que. Ellos heredaron el mandato de preservar una tradicion, pero sin darles los conocimientos. Yo herede la ignorancia.

 


 

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