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Llegó la última reserva: dos
viejitas, una muy alta y la otra muy bajita. Las dos muy
simpáticas, digo, porque lo primero que preguntaron fue
donde había un pub. "Nos gusta tomar", dijeron mientras
acercaban y alejaban en forma intermitente el pulgar a
la boca con el puño cerrado, el gesto internacional del
chupi. Que las viejitas fueran simpáticas es todo un
alivio, lo digo no solamente porque son los últimos
pasajeros del día, así que cierro la oficina y me voy a
dormir, sino porque es gente "normal" comparada con los
que suelen caer estas horas. Se los llama los "walking".
Unos minutos antes de que aparecieran las viejitas con
la reserva en la mano, había "irrumpido" en la oficina
un negro muy flaco y muy alto que estaba disfrazado de
forma tal como para que no lo admitieran en ningún
hotel, ni siquiera en un hotel berreta como el de la la
esquina. Esa propiedad es de una hindú que agarra a
cualquier tipo que entre con tal de que traiga dólares
en la mano. Así entro el negro lungo del que te estoy
hablando, con billetes desplegados en la mano. Esta
clase de personas lo primero que muestra es que tiene
efectivo y después el documento de identidad.
¡Que contraste con las dos chicas a las que les gusta
tomar! Una dijo soy Mary y para mí ya estaba todo bien.
Las imaginé con ascendencia irlandesa, no tanto porque
toman sino porque lo proclaman a los cuatro vientos. Al
final, no conté como estaba vestido el negro que entró
con plata en la mano. Traía una especie de bermudas que
le dejaban ver la parte de arriba de los calzoncillos.
No se como será en otras partes, pero aquí está muy de
moda eso de mostrar los calzoncillos. Es un hábito que
se filtro de la cárcel, como muchos otros en el mundo.
Aquí, los presos que quieren mostrar a otros presos que
están disponibles sexualmente ajustan el cinturón de sus
pantalones a una altura tan baja que muestra la parte de
arriba de los calzoncillos. Este detalle funciona como
la banderita de "libre" de los taxis.
El negro combinaba los colores verde y amarillo en la
remera y el collar. Esto es el orgullo jamaiquino, así
como las viejitas mostraron enseguida el orgullo
irlandés proclamando el chupi. A estas horas de la
madrugada sale la mala vida. Una madrugada entró una
chica hermosísima que venía escapando de alguien. Era
tan rara su belleza que no me contuve y le pregunté
sobre su origen. En realidad yo vivo preguntando eso a
todo el mundo, aquí a veces hay alguno que no te lo toma
como una pregunta cortés. Pero a mi no me importa, yo
sigo preguntando. La hermosura ésta era hija de un
soldado norteamericano y una vietnamita, como en las
películas. Yo ya hace mucho tiempo que estaba a favor de
las mezclas. Esa chica tan bonita y mis hijos me
reafirman que no hay nada mejor que mezclar sangres y
cuanto mas lejanas mejor. Durante el día a este
mostrador vienen personas que son más aceptables,
supuestamente.
A la cabeza de las rarezas diurnas hay un sueco que
viene seguido, dos o tres veces al año por lo menos. Es
soltero. Siempre viene su mama, octogenaria y dominante
ella, que quedó viuda hace muchos años. El marido se
ahogo en un accidente en el lago frente a su casa de
verano, en los fiordos suecos. A ella le quedó Anders,
su único hijo. Anders es coleccionista de uniformes
nazis. Tiene pasión por este hobby y despliega su
interés tan abiertamente que mando hacer una remera con
la inscripción "I buy WWII German militaria" y anda con
eso puesto por todas partes. Anders es rubio, de ojos
profundamente celestes y saltones. Él los usa para
asustar a propósito a quien sea en el momento que se le
ocurre. Fija la mirada y el que está enfrente se asusta.
Hasta yo. Anders siempre trata de parecer malo, pero
conmigo mostró la hilacha muchas veces. Una vez,
defendiendo a unas chicas que yo quería echar.
Contradiciendo a su aspecto de vikingo rudo con el que
se esfuerza en llamar la atención, se pone del lado de
los más débiles, sobre todo cuando se trata de mujeres.
Al mismo tiempo, hace alarde de su valentía llevando la
contra a todos. Una vez desplegó una bandera roja con
una esvástica negra en el medio de la oficina. Quería
que sirviera como fondo de una foto que hizo que nos
sacaran a él y a mí. Anders busca novia a través de
Internet. Es su segundo hobby después de la colección de
artículos militares. Con frecuencia viaja a Rusia para
conocer a las candidatas personalmente. Alguna vez
sospeché que Anders en realidad es un traficante de
armas que usa sus dos hobbies como pantalla para comprar
armas en Rusia, país que junto a Ucrania se convirtieron
en los principales proveedores ilegales del rubro. Lo
cierto es que hablando con Anders es evidente que conoce
todo el mundo aunque no tiene trabajo conocido. Aquí
mismo gasta mucha plata. No hay crucero que no haya
tomado con su madre. Este sueco no es común.
Si uno se pregunta que es lo común acá, yo diría que es
la gente sola, muy sola. No me refiero a los "homeless"
ni a los que viven literalmente solos, sino a las
personas que aún cohabitando con los conyugues y con los
hijos no tienen con quien hablar.
Una noche, muy tarde, me llamó un viejo cliente que
suele venir siempre. Me contó que recién le había caído
un rayo a la casa, se le había quemado el televisor y
otros aparatos. Antes de llamar a un familiar, me llamó
a mí que estoy en la Florida, y él en New Hamphsire,
casi en la frontera con Canadá. Pareciera que aquí la
gente no tienen parientes ni amigos. Guardo muchas de
las postales que me mandan en reconocimiento de alguna
charla que tuvimos en este mostrador.
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La Paternal ha sido un
típico barrio porteño desde la época en que
la mayoría de las casas de Buenos Aires eran
bajas. Los chicos jugábamos al fútbol en el
medio de la calle. “Antes, por acá pasaban
gallinas” solía repetir el viejo de enfrente
señalando los adoquines. Recién había
empezado la primaria y repartía el tiempo
entre la escuela, el umbral de mi casa y la
peluquería de la esquina.
En los momentos en que no tenía clientes,
Don Faustino me ayudaba a descifrar los
globitos donde cada tanto Superman le mentía
a Luisa Lane. Un tal Castro visitaba la
peluquería dos veces al mes. Era el dueño de
Talacasto, la bodega que ocupaba toda la
manzana vecina. Los clientes que esperaban
su corte de cabello le ofrecían sus turnos.
En la calle los chicos interrumpían el juego
para curiosear el Impala azul de Castro, un
batimóvil en medio de infinitos camiones
cisterna. El barrio se había acostumbrado a
respirar aquella atmósfera impregnada de
vino. La peluquería era una isla con aroma a
jabón y colonia.
Una puerta, disimulada por un espejo,
comunicaba el local de Don Faustino con su
casa. A eso de las seis de la tarde, asomaba
al flequillo de Noemí cayendo sobre los
enormes ojos negros. La hija del peluquero
me regalaba una guiñada, que era la
contraseña para invitarme a tomar la leche.
Ella cursaba el último año de la secundaria
por la tarde, yo el primer grado de la
primaria por la mañana.
La puerta de la peluquería daba a un patio
iluminado por el sol que entraba por una
lucarna. Desde media docena de macetas los
jazmines garantizaban perfume para el lugar.
Noemí, todavía de uniforme, vertía de una
jarra blanca un humeante café con leche. “No
te vayas a quemar” decía apoyando el dedo
índice sobre mis labios. Soplábamos las
tazas, nos reíamos, seguíamos soplando y nos
volvíamos a reír. A Noemí le nacían hoyuelos
en las mejillas que formaban un triángulo
con el pocito del mentón, éste era
perceptible solamente para los que teníamos
el privilegio de verla de cerca. Con la
camisa celeste, la pollera tableada y el
blazer azul parecía más chica. La vincha
blanca que separaba al flequillo de la
melena era una exigencia de las monjas.
Aunque el uniforme incitaba la rebeldía de
Noemí a mi me gustaba. Pan con manteca en
mano la miraba fascinado de arriba abajo.
Ella, por su lado, nunca dejaba de mover sus
ojos vivarachos.
Mi padre no se perdía su programa político
favorito de los domingos a la noche.
Entonces, yo iba a la casa de Noemí a ver
“El Show de Dick Van Dick”. Ella sacaba el
osito de la cama para hacerme un lugar a su
lado. Yo aprovechaba la oscuridad de la
habitación para espiar furtivamente su
rostro bajo la luz intermitente de la
televisión.
Una mañana de diciembre, aprovechando que el
colegio había terminado para los dos, Noemí
me invitó a su casa. “Sostené este adorno
con mucho cuidado, por favor”, ella dijo
mientras depositaba en mis manos una frágil
esfera de color rojo. El árbol de Navidad
iba tomando color con la nieve de algodón y
los adornos que le colgábamos. Como en mi
casa no se celebraban esas fiestas, mantuve
en la clandestinidad sin que disminuyera mi
orgullo por la confianza de Noemí.
Una mañana me desperté con mucho dolor de
cabeza, mi madre apoyó los labios sobre mi
frente en busca de fiebre que no encontró,
igual me obligó a faltar al colegio. La
mañana siguiente me emperré con que quería
ir. Mi padre se había quedado en casa más
tarde que de costumbre, le insistí para que
me llevara. Por más que mi cabeza era un
bombo, viajé contento en el asiento del
acompañante, era la primera vez que mi padre
me llevaba al colegio. Su sonrisa de
despedida fue lo último que vi. Al bajar del
auto me llevé por delante un árbol y me
golpeé la frente. No estoy seguro si el
mareo vino antes del golpe o después. De lo
que sí estoy seguro es que al chocar contra
el árbol vi todo blanco.
Durante la vuelta, disfruté del viaje al
lado de mi padre, los dos solos. El resto
del día me aburrí en casa. Para mí lo del
golpe no había sido nada y como el dolor de
cabeza no era permanente quise ir a la
peluquería. Mi madre no me dejó salir de la
casa y me obligó a ir a la cama. Esa tarde
al no encontrarme, Noemí vino a verme. Se
arrodilló al pie da la cama, con la mano
corrió mi flequillo y besó mi frente. Sentí
que me hundía en el colchón y en seguida
rebotaba para darle un beso en la mejilla
con una alegría más grande que mi dolor de
cabeza.
Al otro día amanecí con fiebre y vómitos. Mi
madre se sacó el delantal y cruzó hasta lo
del médico del barrio, que vivía frente a
Talacasto. El médico llegó con una casaca
blanca, un maletín y un estetoscopio
alrededor del cuello. Primero me fastidió
con una chapa fría y después con sus manos,
las que hundía en distintas partes de mi
cuerpo. Cuando oprimió la porción derecha de
la cintura, pegué un alarido. Los ojos
exultantes del profesional dijeron “¡Eureka,
lo encontré!” y su voz dictaminó: “ataque al
hígado”. Garabateó la palabra Chofitol sobre
un talonario de recetas y se fue.
Medio mareado y con las ventanas de la
habitación cubiertas por pesadas cortinas no
me daba cuenta si en el cielo estaba el sol
o la luna, perdí la cuenta de los días. El
frasco de Chofitol a punto de quedar vacío
era una prueba del paso del tiempo y de la
ineptitud. Una noche, mi padre y mi madre
sigilosamente entraron a la habitación, me
tocaron la frente uno después del otro y se
sentaron al borde de la cama donde acordaron
cambiar de médico. Esa noche, la fiebre no
me impidió ponerme contento al ver que mis
padres habían dejado la costumbre de pelear
todo el tiempo.
Al día siguiente llegó un pediatra, uno muy
importante según dijo mi padre, que por
primera vez en años no había ido a trabajar.
Después de hacerme las mismas pruebas que el
médico de barrio, el pediatra quiso ver el
remedio que me venían dando. Con el Chofitol
en la mano, se puso de pie y dijo: “El chico
tiene meningitis”. “? Cuál es el próximo
paso?” preguntó mi padre con un tartamudeo
que nunca antes había tenido. El pediatra
dijo que el primer paso era buscar otro
médico ya que esa misma noche él se iba al
campo. Con una resolución no acostumbrada,
mi padre tomó el saco del ropero y salió a
buscar un médico que no tuviera campo.
Al abrir los ojos, me encandilaron unas
luces que se parecían a las del quirófano de
una serie de televisión. Al reconocer a mis
padres y a mi tía hablando con un médico me
puse contento, no me iban a operar. Faltaban
las enfermeras con los barbijos de la tele.
El médico convencido de que yo seguía
dormido, explicaba libremente mi estado. Con
los ojos cerrados escuché que era posible
que no pasara de esa noche. Quise
incorporarme para decirles a todos que no se
preocuparan, que yo estaba bien, pero no me
dieron las fuerzas. No me hizo falta abrir
los ojos para darme cuenta que era mi tía la
que lanzaba unos gritos desgarradores y mi
madre la que le pedía que no hiciera
espamento. Finalmente, el portazo llevaba el
sello inconfundible de la tía. Era la
primera vez que mi madre se revelaba contra
su cuñada mandona y conventillera. Hubiera
querido felicitarla. En medio de la noche,
ya sin luces encandilándome, tuve fuerzas
para abrir los ojos. A un costado, mi papá y
mi mamá estaban sentados al borde de una
cama vacía. Me sentí feliz al verlos tomados
de la mano.
A la mañana siguiente, apareció una
enfermera con una jeringa enorme que
asustaba más que el pinchacito que me dio
para sacarme sangre, aunque por las dudas no
miré. Deletreé las palabras estampadas en
las sábanas celestes: ‘Sa-na-to-rio Me-tro-po-li-ta-no’.
El médico cuchicheó algo con mis padres que
se abrazaron felices. Se acercaron a mí para
acariciarme.
Noemí fue la primera en llegar no bien
permitieron las visitas. Me trajo un camión
cisterna parecido a los de la bodega del
barrio. El chasis y el acoplado rodaban
sobre diez y ocho ruedas cargando dos
tanques de aluminio. La parte superior de
esos tanques era recorrida por sendas
escalerillas de metal que los obreros
usarían para llegar con la manguera hasta
las compuertas de donde se descargaba el
vino. Era el mejor regalo que había recibido
en mi vida.
Me recuperé muy rápido, apenas unas semanas
más tarde ya jugaba en la vereda de mi casa.
Esa mañana que nunca olvidaré estaba por
volcar el vino, que había quedado de la
cena, en la escotilla del acoplado justo en
el preciso instante en que mi madre se
asomaba por la ventana ordenándome que
entrara urgente. Me apuré en poner el corcho
a la botella, la acosté contra el zócalo del
zaguán y la tapé detrás del camión. Me
preparé para negar cualquier acusación, pero
mi madre solamente quería preguntarme de que
quería el sándwich. Esperé a que lo hiciera,
delante de ella lo devoré con voracidad.
Convencida de que mi recuperación dependía
de la comida, verme con apetito la ponía
feliz. La botella de vino seguía inmutable
contra el zócalo sin que nada la cubriera.
Levanté la botella del piso y salí a buscar
el camión. Me calmaba diciéndome que
seguramente sus diez y ocho ruedas lo
habrían arrastrado afuera. En la calle había
un camión cisterna, pero de verdad. En mi
vereda y en la de mis vecinos no había más
que hojas rojizas del otoño. Un viento
comenzó a soplarlas y a mí también. Crucé la
calle sin pedir permiso y sin darme cuenta.
Desde otro camión cisterna una larga
manguera negra entregaba su carga a un
agujero en el piso. Allí el olor a vino era
más fuerte. Una media docena de obreros de
la bodega me miraba caminar con mi botella
mitad llena de vino. Cuando uno de ellos
comenzó a acercarse, me di vuelta y salí
corriendo en dirección a mi casa. Castro
quedó paralizado en el Imapala después de
frenar frente a mi huída. No pensé en él
sino en quien podía haber robado mi camión.
No podía creer que el ladrón fuera de mi
barrio. Acomodé la botella de vino en el
umbral de mi casa y me senté al lado de
ella. Cuando me di cuenta que hacía más de
un año que no lloraba, apoyé las palmas de
mis manos sobre mi cara. Las retiré con
lágrimas.
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Mi mamá se llama Dora y viene de una
familia que emigró de Polonia a la Argentina en 1925. Mi
abuelo se llamaba Abraham y tenía un almacén en un shteitl
de las afueras de Lublin. Un mañana fue a la ciudad, muy
temprano, para comprar mercadería y sin quererlo terminó
siendo testigo de algo que le apuró una decisión que, a
solas, venía masticando. Unos hombres ataron la barba de un
rabino a una soga y lo arrastraron por la calle desde un
caballo, hasta matarlo. En ese mismo lugar, el abuelo tiró
su lista de provisiones y volvió al shteitl a toda
velocidad. En su casa, excitado, le pidió a la abuela Toba
que empezara a empacar, le dijo que se iban a la Argentina.
La abuela lo contradijo. Ella no quería ir a un lugar del
que no había oído hablar. El abuelo le contó que el Barón
Maurice Hirsh había comprado tierras en las Pampas de
Sudamérica para repartir entre los judíos perseguidos de
Europa y ahí calzó justo como evidencia la suerte que había
corrido el rabino esa mañana. - Una señal, una señal -
argumentó el abuelo, los dos eran supersticiosos. La abuela
no desconocía el antisemitismo pero era a ella a quien le
iba a tocar cruzar el océano cargada con todas sus hijas: la
tía Juana, Dora (mi mamá), la tía Clara y además estaba
embarazada de mi tía Esther.
La tierra prometida quedaba cerca de un pueblito que ahora
se llama Rivera, pero en aquel entonces se lo conocía como
Barón Hirsh. Quedaba al sur de la provincia de Buenos Aires,
proximo al limite con la provincia de La Pampa. Un ignoto
rincon en las pampas argentinas. Al llegar a ese apartado
lugar se encontraron con algo bueno y algo malo. Lo bueno
fue que inmediatamente les entregaron el campo y lo malo que
era puro piedra y yuyo. La realidad les impuso muchos
cambios. Durante el día, el abuelo - ex almacenero y la
abuela aún embarazada - levantaban cascotes y por la noche
quemaban las plantas. Se conformaron con la comida del
lugar, aunque no fuera kusher. Esa había quedado junto con
los seres queridos en el viejo continente. En el nuevo país
nacieron cuatro hijos más.
Los siete hermanos crecieron en el campo, pero ninguno dejó
de ir al colegio. Todas las mañanas, durante media hora un
grupo de chicos recorría una legua en sulky para llegar a un
rancho que hacía de escuela. Un dia le tocaba al abuelo y
los siguientes a los vecinos.
Las veces que mi mamá se levantó tarde, tuvo que caminar las
cincuenta cuadras que medía esa legua hasta la escuela. Ella
se rió al enterarse del pool que llevaba a mi hijo más chico
a la ORT - Inventos Modernos - ironizó. El método educativo
consistía en pegar con una regla al alumno que se
equivocaba. - Horacio era muy bueno - sostiene con firmeza
mi mamá - Horacio era muy exigente - confirma con otro
argumento - El hecho de que recuerde su nombre después de
setenta años me mantiene al margen de discutir sobre
pedagogía. Mi mamá tenía clases todo el día. La enseñanza
pública se dictaba por la mañana y la del idish por la
tarde. Al mediodía almorzaba lo que traía de su casa. Todo
en la misma escuela
En la misma escuela los alumnos ensayaban obras de teatro.
Hoy mi mamá cuenta esto recitando las primeras palabras de
un poema que hace setenta años la subió a un escenario - ij
vil farzeiln: er ist a voile ingl - quiero contarles que él
es un buen chico. El día del estreno venían muchachos de
otras colonias. Shapse era un ferviente militante del
partido comunista que por presenciar una de esas obras
conoció a mía tía Juana, la a mayor de los siete hermanos.
Cuando un chico gustaba de una chica le mandaba a través de
una tercera persona una tarjeta con la confesión. Si esa
inclinación era correspondida, ella no tenía que hacer más
que aceptar una pieza en el baile. El método funcionó para
Shapse y mi tía Juana. El casamiento se hizo en el terreno
que había entre la casa del abuelo y el tambo. El baño había
quedado justo en el medio, ideal para las visitas que lo
quisieran usar, así no veían el caos en que había quedado la
casa con todo el asunto de los preparativos. Esa fue la
primera vez que las hermanas apreciaran el baño afuera.
Durante las noches de invierno, ante una inoportuna urgencia
había que vestirse y llevar una lámpara de kerosén. Los
vecinos, con tablones y caballetes, armaron mesas largas.
Esos mismos vecinos hicieron de mozos durante toda la fiesta
sirviendo la comida abastecida por el abuelo. Los vecinos
eran una parte muy importante en la vida diaria, no solo
ayudaban para los casamientos sino que venían de visita muy
seguidos a jugar a las cartas por fósforos. Esa era la
apuesta a falta de plata. Era considerado una gran ofensa
recibir a alguien y no darle de comer. Las visitas se hacían
sin avisar. Shapse apareció en un carruaje adornado con
flores. Otros carromatos lo seguían como en procesión.
Venían de la otra colonia. Cuando terminaron las
celebraciones, los tíos Shapse y Juana se fueron a vivir a
Villa Lynch, un suburbio de Buenos Aires, donde el tío se
convertiría en un militante comunista. Aunque eso no le
gustara al abuelo, era peor que su hija se quedase soltera.
Los que se quedaron en el campo tenían que trabajar duro, mi
mamá también. Le tocaba ordeñar las vacas al amanecer, antes
que se la llevaran en tachos para Bahía Blanca. No había
maquinarias que ayudaran. Los caballos se usaban para arar.
Las tierras estaban arrendadas por el Barón Hirsh.- De cada
cien bolsas cosechadas el abuelo debía entregarle sesenta
bolsas. De las cuarenta restantes, que eran para vivir hasta
la otra cosecha, sacaba algunas para darles a los comunistas
y a los sionistas. Una vez llegó al campo un inspector del
Barón Hirsh para controlar el total de lo cosechado. En el
momento en que el hombre estaba por pinchar una parva frente
al corral, el ovejero alemán se le tiró a la pierna con
furia. No solo le rompió el pantalón sino que le hizo
sangrar mucho. El inspector terminó en el hospital. Por
suerte no volvió más. En 1946 el gobierno decretó que
aquellos que arrendaron tierras por más de veinte años
pasaban a ser dueños de ella. Aunque esa medida fue hecha a
medida para el abuelo, él nunca se hizo peronista. Tampoco
fue comunista ni sionista. Antes de emigrar de su
shteitl habia sido un observante de los preceptos mas
importantes de la religion, algunos conservo en su nueva
tierra, y exigio el mismo cumplimiento de sus hijos. Pero,
nunca les explico por que. Ellos heredaron el mandato de
preservar una tradicion, pero sin darles los conocimientos.
Yo herede la ignorancia.
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