LA INMORTALIDAD DE TERESA
Sabe que Teresa es inmortal. Gira por el cuarto
en sombras viendo las baldosas negras y blancas bajo sus pies y
se convence: es inmortal.
Cada momento estalla en la oscuridad de la pieza solo
interrumpido por el crujido de la persiana ablandada al sol.
Ella intuye que afuera las tropas del General Villafañe esperan
el almuerzo: choclos, carne de cerdo, hierbas, todo formando
sancocho en la profundidad de la olla que el fuego ennegrece.
-Simona, la capa-repite sin que la negra, sorda
desde hace años, la escuche. Lo curioso es comprobar que no hay
capa. Hace tiempo que se la llevaron junto con otros objetos de
valor en otros saqueos que la ley ampara. No obstante, igual que
cada día, pide la capa imaginando que la negra, tras la puerta
cerrada, la oye.
Está asustada. Como todos en la estancia.
Tenerlo a Villafañe cerca es un castigo. Esos hombres
desdentados que eructan al hablar y pasan preñando chinitas como
animales. Claro está que a ella no la tocaron, no la tocarían de
hecho, no se atreverían con la hija del Corregidor. Sabe que
está asustada y sin embargo, la costumbre le arranca ese pedido
constante, ese ruego que por años no se le ha quitado de la
boca.
-La de alamares, Simona. Rápido.
Hay un dejo familiar en esa soledad de claustro
que le macera el alma. No puede explicarlo. Siente como si la
presencia de su padre en el retrato español la siguiera con los
ojos. No puede ser. “Teresa es inmortal” quiere repetir pero las
palabras le dejan un gusto amargo en los labios. Y recuerda el
día aquel que vio por última vez a su padre. Fue en la Catedral,
abajo. Tenía los ojos amoratados por los golpes. Le habían
arrancado las uñas.
El mediodía acompasa la risa de los soldados
haciendo de esa mezcolanza agria de sudor y saliva el único
perfume que arrastra el aire.
Uno de ellos, de uniforme, la casaca
desprendida, el cabello ligeramente peinado, mira la casa con
curiosidad.
-Poca gente en casa-ha dicho el General ni bien
llegaron. Apenas una negra sorda, la señora loca y una cuantas
sirvientas mirándolo con rencor.-Descansen que el viaje es
largo-agregó al desmontar.
A esas alturas ya no quedan habitación ni cuerpo
de mujer sin tocar. Ni oscuridades ni frescuras desconocidas.
El soldado apura la jarra de vino y mientras los
otros se distraen jugando al monte o esperando la comida, él se
acerca a la puerta que nadie ha abierto, esa que el mismo
Villafañe ordenó que no fuera volteada cuando la negra, los
brazos en cruz, se puso delante para que no lo hicieran.
No se explicaron porqué su jefe con esa voz
galopante, atiborradas de tabacos y llanuras ordenó que esa
puerta siguiera así, “que nadie tocara esa puerta”. Siendo tan
fácil, pensó el soldado, una patada en el medio, un golpe con la
culata del rifle. Pensó, “siendo tan fácil”.
La curiosidad toda la noche hizo estragos en las
tentaciones del cadete. ¿Y si el oro estaba?, ¿y si la plata?,
¿y si las piedras preciosas y las monedas que tan morosa aunque
implacablemente el Corregidor Agustino Tancredo de las Marras y
sus secuaces le habían ido robando a su pueblo con un esmero
opaco durante su gobierno?. ¿Y si su secreto, ese que no
lograron sacarle durante semanas de tortura referido al dinero
tuviera su respuesta en ese cuarto?. Un golpe. Sería tan fácil.
Mientras avanza escondiéndose en las columnas de
la galería, las hojas de la parra recortan el sol a su tamaño,
ocultándole el rostro de verde.
-La de alamares no. La de paño turquesa- pide
mirándose el espejo pegoteado de tierra imaginando que la negra
la escucha desde su sordera.
Después piensa “es mejor no escuchar”. Ella que
conserva intacto ese sentido ha oído el griterío afuera, el
ladrido de los perros, el peso de los caballos encima del pasto.
Después de todo no puede hablar mal de Villafañe.
Cuando mataron a su padre él mismo lo trajo hasta la estancia
para que lo enterraran. Ella recibió el cuerpo sin quererlo ver.
Con eso quedaba saldada la deuda con el General.
Quería la muerte de su padre y la tuvo. Así como había tenido la
muerte de Teresa. Dos personas. Dos tumbas en la vida de aquel
muchacho con mirada triste que había llegado a dirigir un
ejercito. Ese mismo que años atrás iba a la casa del Corregidor
para dialogar con la muchacha rara, ausente que era Teresa y de
la que todos hablaban. Y ese baile en el teatro de la Unión,
donde lució por primera vez su capa de piel traída de Europa.
Quedaba bien salir con la hija de un gobernante. Y esa relación
fugaz entre madreselvas y convulsiones de fiebre que la agotaban
y que se hicieron frecuentes cada vez que Villafañe se iba por
meses. Ese amor en definitiva que las ambiciones del hombre
despojaron de toda importancia.
Pero tanta memoria le ha hecho olvidar su
vestimenta. Abre el ropero. Una niebla de polillas le sobrevuela
el cabello suelto. En el espejo, la imagen en camisón de la
muchacha que ya no es imita al retrato de su padre en la pared
de al lado. “Mejor no llorar”, insiste.
La puerta sede ante la presión del hombro. “No
estaba cerrada después de todo”, balbucea el muchacho al entrar.
Que poco cuidado con los tesoros, que poco cuidado con la
intimidad.
-La de astracán, Simona-se escucha en el fondo
como el murmullo del agua en el interior de un aljibe.-Esa con
el cuello de visón.
Sus ojos se tratan de acostumbrar a la
oscuridad. Pronto reconocen un cuadro, unas mesitas con
lámparas, un arcón de cuero. Allí estaría la fortuna del
Corregidor cree sin darle importancia a la voz que ya no se oye,
esa palpitación de viento en el interior de la alcoba.
Una mosca, en la cocina distrae las labores de
la sirvienta. Mosca zumbona que no oye, viejas moscas de
estancia revoloteando encima de la comida como un minúsculo
punto de ruido.
Se rasca la crencha motosa, el pañuelo absorbe
el sudor de la frente. Supone que al cocido le falta agua, y
echa líquido en la olla sintiendo con una sonrisa glotona el
olor del refrito. En eso levanta los ojos y ve abierta la puerta
donde está encerrada su ama. Lo que no escuchó ahora se le
insinúa como una visón de muerte. ¿Y si salió?¿y si entraron
esos brutos para aprovecharse de la señora? ¿y si la mataron?.
Pero Villafañe prometió no abrir la puerta. Pero Villafañe.
La negra deja la cuchara junto a la olla y sale.
En ese momento el General que ha estado
escribiendo junto al pozo de agua, ve el revuelo de faldas en la
claridad de la galería y se incorpora.
La inmortalidad de Teresa empezó con ese amorío
corto. Ella se propuso no morir hasta no volver a enamorarse.
¿Pero enamorada de quien si está más sola que nadie, más
abandonada y perdida que la casa misma?.
En eso escucha el ruido del arcón. Casi un roce,
el desliz de la tapa. Se va acercando al ver la luz que entra
por la puerta entornada. Ve el cuerpo inclinado de un joven
hurgar en el cajón. Siente que ha llegado su hora. Él no la ha
visto. Ella tampoco se dejaría ver.- Se conduce con cuidado
hasta pasar detrás del hombre que revuelve el traperío como
buscando quien sabe que cosas entre los andrajos de sus
recuerdos. Al llegar a la puerta vuelve a cerrarla con pudor.
El joven comprueba que no hay luz para ver mejor
las chucherías de las que pronto se cree dueño. No siente miedo
hasta que comienza a caminar tanteando, chocándose con cosas,
con formas duras que lo lastiman. Saca un cuchillo del cinto.
Hay rumores de que quedan gentes fieles al Corregidor en lugares
perdidos como ese. No sabe bien porque pero comienza a cortar el
aire con el arma.
La negra golpea la puerta y una mano de hombre
la detiene. Se miran un momento hasta que sobreviene el grito
desde el interior. Entonces el General rompe la puerta.
-Nadie ha visto mi capa de astracán?
El soldado ve a la mujer más de cerca. Unos ojos
enloquecidos lo hacen retroceder. Siente el líquido caliente
entre los dedos, el pegote espeso y seguramente rojo. Por eso se
asusta y grita.
Cuando la puerta cae la luz contornea la forma
de una mujer que se desangra lentamente.
Lo hace mientas el soldado huye con las manos
sucias rodeado de polvo y telarañas. mientras la negra se cubre
la cara con un trapo, mientras los otros hombres de la tropa
beben y juegan bajo los árboles, mientras el retrato del
Corregidor cae encima del espejo y la estancia se cubre con la
modorra de la siesta.
Sigue desangrándose cuando Villafañe le levanta la cabeza apenas
caída sobre el hombro y le besa la frente pronunciando su nombre
con el más dulce de los amores.
Recién termina de morir, terminará de morir solamente cuando vea
ese reflejo en los ojos del hombre que la tiene en brazos, esa
claridad de lágrima como una mueca triste en la mirada. Y se
convenza de que es inmortal a pesar de todo.
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