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Miguel Ángel Gavilán

Textos


 

LA INMORTALIDAD DE TERESA

Sabe que Teresa es inmortal. Gira por el cuarto en sombras viendo las baldosas negras y blancas bajo sus pies y se convence: es inmortal.

Cada momento estalla en la  oscuridad de la pieza solo interrumpido por el crujido de la persiana ablandada al sol. Ella intuye que afuera las tropas del General Villafañe esperan el almuerzo: choclos, carne de cerdo, hierbas, todo formando sancocho en la profundidad de la olla que el fuego ennegrece.

-Simona, la capa-repite sin que la negra, sorda desde hace años, la escuche. Lo curioso es comprobar que no hay capa. Hace tiempo que se la llevaron junto con otros objetos de valor en otros saqueos que la ley ampara. No obstante, igual que cada día, pide la capa imaginando que la negra, tras la puerta cerrada, la oye.

Está asustada. Como todos en la estancia. Tenerlo a Villafañe cerca es un castigo. Esos hombres desdentados que eructan al hablar y pasan preñando chinitas como animales. Claro está que a ella no la tocaron, no la tocarían de hecho, no se atreverían con la hija del Corregidor. Sabe que está asustada y sin embargo, la costumbre le arranca ese pedido constante, ese ruego que por años no se le ha quitado de la boca.

-La de alamares, Simona. Rápido.

Hay un dejo familiar en esa soledad de claustro que le macera el alma. No puede explicarlo. Siente como si la presencia de su padre en el retrato español la siguiera con los ojos. No puede ser. “Teresa es inmortal” quiere repetir pero las palabras le dejan un gusto amargo en los labios. Y recuerda el día aquel que vio por última vez a su padre. Fue en la Catedral, abajo. Tenía los ojos amoratados por los golpes. Le habían arrancado las uñas.

El mediodía acompasa la risa de los soldados haciendo de  esa mezcolanza agria de sudor y saliva el único perfume que arrastra el aire.

Uno de ellos, de uniforme, la casaca desprendida, el cabello ligeramente peinado, mira la casa con curiosidad.

-Poca gente en casa-ha dicho el General ni bien llegaron. Apenas una negra sorda, la señora loca y una cuantas sirvientas mirándolo con rencor.-Descansen que el viaje es largo-agregó al desmontar.

A esas alturas ya no quedan habitación ni cuerpo de mujer sin tocar. Ni oscuridades ni frescuras desconocidas.

El soldado apura la jarra de vino y mientras los otros se distraen jugando al monte o esperando la comida, él se acerca a la puerta que nadie ha abierto, esa que el mismo Villafañe ordenó que no fuera volteada cuando la negra, los brazos en cruz, se puso delante para que no lo hicieran.

No se explicaron porqué su jefe con esa voz galopante, atiborradas de tabacos y llanuras ordenó que esa puerta siguiera así, “que nadie tocara esa puerta”. Siendo tan fácil, pensó el soldado, una patada en el medio, un golpe con la culata del rifle. Pensó, “siendo tan fácil”.

La curiosidad toda la noche hizo estragos en las tentaciones del cadete. ¿Y si el oro estaba?, ¿y si la plata?, ¿y si las piedras preciosas y las monedas que tan morosa aunque implacablemente el Corregidor Agustino Tancredo de las Marras y sus secuaces le habían ido robando a su pueblo con un esmero opaco durante su gobierno?. ¿Y si su secreto, ese que no lograron sacarle durante semanas de tortura referido al dinero tuviera su respuesta en ese cuarto?. Un golpe. Sería tan fácil.

Mientras avanza escondiéndose en las columnas de la galería, las hojas de la parra recortan el sol a su tamaño, ocultándole el rostro de verde.

-La de alamares no. La de paño turquesa- pide mirándose el espejo pegoteado de tierra imaginando que la negra la escucha desde su sordera.

Después piensa “es mejor no escuchar”. Ella que conserva intacto ese sentido ha oído el griterío afuera, el ladrido de los perros, el peso de los caballos encima del pasto.

Después de todo no puede hablar mal de Villafañe. Cuando mataron a su padre él mismo lo trajo hasta la estancia para que lo enterraran. Ella recibió el cuerpo sin quererlo ver.

Con eso quedaba saldada la deuda con el General. Quería la muerte de su padre y la tuvo. Así como había tenido la muerte de Teresa. Dos personas. Dos tumbas en la vida de aquel muchacho con mirada triste que había llegado a dirigir un ejercito. Ese mismo que años atrás iba a la casa del Corregidor para dialogar con la muchacha rara, ausente que era Teresa y de la que todos hablaban.  Y ese baile en el teatro de la Unión, donde lució por primera vez su capa de piel traída de Europa. Quedaba bien salir con la hija de un gobernante. Y esa relación fugaz entre madreselvas y convulsiones de fiebre que la agotaban y que se hicieron frecuentes cada vez que Villafañe se iba por meses. Ese amor  en definitiva que las ambiciones del hombre despojaron de toda importancia.

Pero tanta memoria le ha hecho olvidar su vestimenta. Abre el ropero. Una niebla de polillas le sobrevuela el cabello suelto. En el espejo, la imagen en camisón de la muchacha que ya no es imita al retrato de su padre en la pared de al lado. “Mejor no llorar”, insiste.

La puerta sede ante la presión del hombro. “No estaba cerrada después de todo”, balbucea el muchacho al entrar. Que poco cuidado con los tesoros, que poco cuidado con la intimidad.

-La de astracán, Simona-se escucha en el fondo como el murmullo del agua en el interior de un aljibe.-Esa con el cuello de visón.

Sus ojos se tratan de  acostumbrar a la oscuridad. Pronto reconocen un cuadro, unas mesitas con lámparas, un arcón de cuero. Allí estaría la fortuna del Corregidor cree sin darle importancia a la voz que ya no se oye, esa palpitación de viento en el interior de la alcoba.

Una mosca, en la cocina distrae las labores de la sirvienta. Mosca zumbona que no oye, viejas moscas de estancia revoloteando encima de la comida como un minúsculo punto de ruido.

Se rasca la crencha motosa, el pañuelo absorbe el sudor de la frente. Supone que al cocido le falta agua, y echa líquido en la olla sintiendo con una sonrisa glotona el olor del refrito. En eso levanta los ojos y ve abierta la puerta donde está encerrada su ama. Lo que no escuchó ahora se le insinúa como una visón de muerte. ¿Y si salió?¿y si entraron esos brutos para aprovecharse de la señora? ¿y si la mataron?. Pero Villafañe prometió no abrir la puerta. Pero Villafañe.

La negra deja la cuchara junto a la olla y sale.

En ese momento el General que ha estado escribiendo junto al pozo de agua, ve el revuelo de faldas en la claridad de la galería y se incorpora.

La inmortalidad de Teresa empezó con ese amorío corto. Ella se propuso no morir hasta no volver a enamorarse. ¿Pero enamorada de quien si está más sola que nadie, más abandonada y perdida que la casa misma?.

En eso escucha el ruido del arcón. Casi un roce, el desliz de la tapa. Se va acercando al ver la luz que entra por la puerta entornada. Ve el cuerpo inclinado de un joven hurgar en el cajón. Siente que ha llegado su hora. Él no la ha visto. Ella tampoco se dejaría ver.- Se conduce con cuidado hasta pasar detrás del hombre que revuelve el traperío como buscando  quien sabe que cosas entre los andrajos de sus recuerdos. Al llegar a la puerta vuelve a cerrarla con pudor.

El joven comprueba que no hay luz para ver mejor las chucherías de las que pronto se cree dueño. No siente miedo hasta que comienza a caminar tanteando, chocándose con cosas, con formas duras que lo lastiman. Saca un cuchillo del cinto. Hay rumores de que quedan gentes fieles al Corregidor en lugares perdidos como ese. No sabe bien porque pero comienza a cortar el aire con el arma.

La negra golpea la puerta y una mano de  hombre la detiene. Se miran un momento hasta que sobreviene el grito desde el interior. Entonces el General rompe la puerta.

-Nadie ha visto mi capa de astracán?

El soldado ve a la mujer más de cerca. Unos ojos enloquecidos lo hacen retroceder. Siente el líquido caliente entre los dedos, el pegote espeso y seguramente rojo. Por eso se asusta y grita.

Cuando la puerta cae la luz contornea la forma de una mujer que se desangra lentamente.

Lo hace mientas el soldado huye con las manos sucias rodeado de polvo y telarañas. mientras la negra se cubre la cara con un trapo, mientras los otros hombres de la tropa beben y juegan bajo los árboles, mientras el retrato del Corregidor cae encima del espejo y la estancia se cubre  con la modorra de la siesta.

Sigue desangrándose cuando Villafañe le levanta la cabeza apenas caída sobre el hombro y le besa la frente pronunciando su nombre con el más dulce de los amores.

Recién termina de morir, terminará de morir solamente cuando vea ese reflejo en los ojos del hombre que la tiene en brazos, esa claridad de lágrima como una mueca triste en la mirada. Y se convenza de que es inmortal a pesar de todo.

 


 

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