| 
				  
				  
				  
				  
				  
				  
				
					
							
							 | 
					
					El Aleph de Doyle   
				Premio Internacional de Cuento 
				Miguel de Unamuno   
				Primero, el rugido de la hidra que habitaba en 
				las tribunas y que Doyle, en el fondo, temía. Dos o tres 
				segundos después -dos o tres gotas de eternidad exasperante-, el 
				pitazo del árbitro, un trino que confirmó la sospecha. Penal. 
				Penal, entonces. Sintió que todos los ojos del estadio -y la 
				hidra tenía miles-- lo acribillaban. Las manos le comenzaron a 
				transpirar. 
				Doyle tenía un problema: pensaba demasiado. Y en 
				su oficio, alguien con más de dos neuronas activas representaba 
				una rareza, una amenaza o ambas cosas a la vez. Desde que en una 
				entrevista había opinado que el segundo gol de Maradona a los 
				ingleses era el Aleph del fútbol, se había vuelto el niño mimado 
				de la prensa y los periodistas insistían en ponerlo de ejemplo 
				de lo que debía ser un jugador: algo más que una masa de 
				músculos trabajados para correr, patear y cabecear. Hablaban de 
				él como “el Borges de la pelota” o “el nuevo Valdano”, lo que 
				secretamente lo enorgullecía. 
				Un día, antes de empezar el entrenamiento, 
				Garber --el asesino que jugaba de seis y que tenía especial 
				inclinación por las rodillas rivales-- le preguntó qué mierda 
				era un Aleph. Y Doyle, dejándose ganar por la vanidad, le habló 
				como se le habla a un hijo cuando se le explica que la luna no 
				es de queso. 
				--El punto del espacio que contiene todos los 
				puntos. Dicho de otra manera, en ese gol habita el fútbol 
				entero, el ya jugado y el por jugar. Lo ves y viste todo. 
				Garber se tapó una fosa nasal, volcó rápidamente 
				la cabeza hacia su derecha y soltó un moco denso, que salió como 
				disparado por un rifle de aire comprimido y aterrizó en el 
				césped con un ruido seco. 
				--Un golazo, sí, un golazo... –dijo mientras se 
				repasaba la nariz con la mano--. ¿Tantas palabras raras por un 
				golazo? ¡Por qué no te vas a cagar, pelotudo! 
				Aquella reacción del número seis definió mejor 
				que cualquier otra cosa la encrucijada en que Doyle se había 
				metido. El deslumbramiento de los periodistas era inversamente 
				proporcional a la confianza que sus compañeros sentían por él. 
				La literatura y la reflexión jamás pisaban un vestuario porque 
				eran sinónimo de debilidad, de amariconamiento. Pierna fuerte, 
				corazón caliente, cerebro vacío. El fútbol, para los 
				futbolistas, no era más que eso, lo que de por sí ya les 
				resultaba demasiado.  
				Doyle se reprochaba el haber insinuado 
				públicamente un refinamiento intelectual que en verdad no tenía. 
				Leía a Borges, es cierto, porque sospechaba que era un genio 
				(tantos no se podían equivocar), pero en verdad prefería 
				lecturas más sencillas (Soriano, Fontanarrosa) porque las 
				paradojas y los melindres del sabio ciego lo fastidiaban un 
				poco. La impostura, de todos modos, le había reportado algunos 
				beneficios: los periodistas le perdonaban las defecciones en su 
				juego y solían invitarlo a cuanto programa de análisis hubiera 
				en la televisión, fascinados por su decir prolijo y las dos o 
				tres citas célebres que siempre tenía a mano. Además, le abría 
				una puerta al futuro: cuando se retirara, nada de probar suerte 
				con la dirección técnica; se convertiría en comentarista de ESPN 
				y escribiría columnas para algún diario importante.  
				  
				Penal. Penal, entonces. El rugido de la hidra se 
				convirtió en un rumor uniforme, como el de una motosierra a baja 
				velocidad. Al menos, así sonaba a los oídos de Doyle, paralizado 
				en el medio de la cancha, su lugar de siempre, esa tierra de paz 
				en donde podía jugar en puntas de pie y arriesgarse a la belleza 
				sin que el costo fuera tan grave porque estaba a igual distancia 
				del dolor que de la alegría.  
				Muchos decían que jugaba con el mismo garbo con 
				el que hablaba. Doyle se preguntaba por cuánto tiempo más la 
				hojarasca de palabras bonitas ocultaría la realidad de su falta 
				de compromiso y de su dudosa eficiencia, esa vacuidad que sus 
				compañeros ya habían advertido. 
				Sintió un martillazo en el hombro. Garber. 
				--Andá y matalo. Esta vez, nada de boludeces, 
				¿me oís? ¡Matalo, la concha de tu madre! 
				La lluvia de saliva y el insulto lo 
				despabilaron. El encargado de los penales era él: el técnico lo 
				había elegido por su serenidad y sangre fría, y también –desde 
				ya--porque demostraba una razonable precisión en la pegada, 
				sobre todo en los entrenamientos. Faltaban dos minutos y se 
				definía el campeonato. Era el penal más trascendente de la 
				historia del equipo. Garber lo empujó hacia delante. Doyle 
				trastabilló y tuvo que hacer una extraña contorsión en el aire 
				para reconvertir el movimiento vacilante en un trote ágil hacia 
				el área enemiga. Cuarenta metros pensando “que me trague la 
				tierra”. “que el mundo se parta en dos”, “que el árbitro se 
				arrepienta”, “que me muera de un infarto acá, ahora, y que me 
				velen como a un mártir”.  
				La responsabilidad de patear penales jamás lo 
				había atormentado por dos razones: una, a su equipo le cobraban 
				pocos, por lo que se trataba de una tarea infrecuente; dos, el 
				ejecutante cuenta con una ventaja abrumadora sobre el arquero: 
				el 87,3 por ciento de los penales termina en gol. Así lo había 
				determinado el estudio de un matemático de la Universidad de 
				Humberside que había leído por Internet. Pero esa tarde, justo 
				en el momento crucial de su vida, se le vino a la mente un 
				recuerdo inquietante: el del último y lejano penal que había 
				pateado.  
				Como siempre estaba lejos del arco adversario, 
				Doyle tenía pocos goles en su carrera, únicamente los de penal. 
				Goles, entendía él, demasiado rudimentarios. ¿Qué era un penal 
				más que un remate fuerte a una valla inmensa y contra un arquero 
				empequeñecido por la fatalidad de saberse derrotado? En las 
				horas tortuosas de autocrítica, se decía que eran goles tan 
				indignos como un fusilamiento. Y tenía que reprimirse para no 
				pedirle perdón al guardameta vencido. Fue así que, en aquella 
				tarde del último y lejano penal, se había decidido por algo 
				distinto. Pensó en el Aleph de Maradona, no en el de Borges, 
				evocó sus resonancias metafísicas e históricas, y probó patear 
				como nadie lo hacía, cruzando su pierna hábil, la derecha, por 
				detrás de la izquierda, un arabesco que en las prácticas le 
				salía bastante bien. Lo peor no fue que tropezó y terminó con la 
				cara hundida en el pasto. Lo peor fue que el tirito mordido rodó 
				mansamente a las manos del arquero. Ganaron igual y la prensa 
				(siempre tan generosa) destacó su gesto de audacia, pero Garber 
				a poco estuvo de ahorcarlo en las duchas. 
				  
				Penal. Penal, entonces. Se agachó, tomó la 
				pelota y la miró como si fuera una bola de cristal. Busco, en 
				los reflejos del cuero plastificado, una señal tranquilizadora. 
				No la encontró. Pensó en lo que le diría el matemático de la 
				Universidad de Humberside: “Calma, Doyle. Sólo el 12,7 por 
				ciento de los penales se malogra. La estadística lo apoya”.
				 
				La hidra de las tribunas movía sus cabezas como 
				si las meciera el viento, el rumor reducido a un murmullo de 
				incertidumbre. Sus compañeros armaron un semicírculo detrás de 
				él, en torno a la medialuna del área. Sintió la mirada de Garber 
				en la nuca. Se agachó de nuevo para acomodar la pelota en el 
				punto del penal. Aplastó con el botín una mata de pasto que 
				sobresalía. Sintió un confuso malestar, que trató de atribuir a 
				los nervios. Cerró los ojos, los abrió. Entonces vio el Aleph. 
				El punto del espacio que contiene todos los puntos justo en el 
				círculo de cal que acababa de pisotear. 
				            Como Borges, vio millones de jugadas 
				deleitables o atroces, todas en simultáneo y sin superponerse. 
				Vio a cuatro esclavos zapotecas en Dani Baá, hermanos ellos, 
				condenados a enfrentarse en dos equipos y a recrear con un balón 
				el ritual de la lucha a muerte contra los dioses del inframundo, 
				para honor de sus amos y para salvar sus vidas. Vio en el espejo 
				de los ojos horrorizados de Ademir Morais, el último de los cien 
				mil brasileños en entrar al Maracaná en la final del Mundial de 
				1950, el gol definitivo del uruguayo Gighia, y percibió que en 
				el alma de ese pobre diablo ya estaba creciendo el desconsuelo 
				que lo llevaría al suicidio esa misma noche. Vio rodar una 
				vejiga de cerdo rellena de heno por la campiña de la Baja 
				Normandía, muy cerca de Caen, manchada por la sangre de un chico 
				de 14 años. Vio al inglés Butcher resoplar como un toro detrás 
				del demonio azul de la camiseta diez, justo en el instante en el 
				que lo va a perder de manera irremediable. Vio a Mussolini y a 
				Videla celebrando sus goles de la muerte, vio patear cráneos y 
				bolas de papel engomado, vio la pelota de su infancia aplastada 
				por la rueda de un camión. Vio canchas de tierra reseca, de 
				adoquines, de césped afelpado, vio la arena del calcio 
				florentino y el polvo levantado por las sandalias de un soldado 
				chino de la Dinastía Han. Vio un arco hecho con bollos de ropa 
				en un barrio de Buenos Aires y otro con la rueda de un molino en 
				un prado de Ashbourne. Vio lágrimas y gotas de sudor y un fémur 
				que atraviesa la carne y un corazón que desfallece y una 
				garganta que se desgarra en el grito más sublime, más feliz, más 
				doloroso. Como Borges, tuvo vértigo y lloró ante el inconcebible 
				universo. 
				            El árbitro le preguntó si estaba 
				bien y le dijo que se apurara. Doyle, por fin, colocó la pelota 
				en el punto del penal, respiró hondo, se alejó trece pasos. 
				Sintió infinita veneración por el sabio ciego e infinita lástima 
				por sí mismo. Giró la cabeza y se topó con la mirada vigilante 
				de Garber. Sólo pudo resistirla un segundo. Escuchó el silbato 
				del árbitro dando la orden y el fuelle de su respiración. Se 
				persignó, aunque supo enseguida que ninguna superstición le 
				serviría. Hizo un zapateo corto en el lugar y arrancó. Un 
				destino maldito lo aguardaba trece pasos más allá. Lo acababa de 
				ver en el círculo de cal.   |