El pus del diablo *
Fue como si la
puerta lo hubiera escupido para adentro.
--Se secó
–dijo, y se quedó al pie de mi cama, mirándome.
Sábado, nueve
de la mañana. Yo, entre sueños, con ganas de cualquier cosa
menos de contagiarme la excitación que Tito parecía traer de la
calle.
--¿No me
escuchaste, la puta madre? –de un manotazo me arrancó las
sábanas.
--¡Qué hacés
pelotudo!
--¡Se secó, te
digo!
Me senté con
los pies fuera de la cama. La cabeza me daba vueltas y la voz de
Tito me llegaba con un eco deformado, como si me estuviera
hablando desde dentro de un balde de hojalata.
--¿Estás
seguro?
--Vengo de allá,
hay mucha gente. Mi abuela salió rajando a la iglesia para
confesarse. Dice que es un aviso de Dios, lo contrario a un
milagro. Que algo malo va a pasar.
--A lo mejor es
una ilusión óptica –le dije para tranquilizarlo, mientras
tanteaba el piso con los pies en busca de las zapatillas--. A
veces, de tan quieta, el agua no parece agua. ¿Dónde están,
carajo?
Tito me señaló
debajo de la mesita de luz. Para no agacharme, estiré lo más que
pude la pierna izquierda, usé los dedos como garfios y arrastré
las zapatillas hacia mí. Me las calcé con fastidio. No quería
levantarme.
--El Ramón se
metió –continuó Tito--. Yo lo vi. Primero daba pasos cortos.
Creo que tenía miedo de que el fondo estuviera demasiado blando.
Ponía el segundo pie donde antes había puesto el primero, como
las mulas. Después se fue animando. A la mitad se agachó y
desenterró algo. Lo miró, lo limpió un poco y me llamó a los
gritos. Ahí me cagué todo y vine. Dale, Javi, cambiate y vamos.
--Dejate de
romper las bolas...
--Mirá si lo
encuentran.
--¿A quién?
--¿A quién va a
ser?
Antes de salir,
agarré un pedazo de pan de la cocina. Estaba tibio. Le convidé a
Tito pero no quiso. Afuera, el sol pegaba sin piedad. Me
lastimaba los ojos. Quise volver a buscar una gorra.
--¿Tenés mierda
en la cabeza vos? –se calentó Tito.
--Pará, pará,
tranquilo. Ya no debe de quedar nada.
--¿Qué sabés?
--Eso era todo
brea, ácido. Y pasaron como cinco años.
--Hay que ir
igual, uno nunca sabe. Apurate.
Eran tres cuadras
largas hasta el Riachuelo. Tres cuadras que hacía tiempo no
caminaba. Mi vida se había dado vuelta, había cambiado de punto
cardinal. Tenía diecisiete años y rumbeaba para otros lados que
suponía mejores. Traté de hacerme a la idea: el Riachuelo seco.
Imposible. En una época, decían, había sido un río normal. La
gente se bañaba en sus orillas y pescaba peces oscuros como
costras de barro, pero que a la sartén salían ricos. Las aguas
corrían a desgano, porque al fin de cuentas era un río chato de
tierras bajas, pero corrían y no olían a otra cosa que no fuera
agua. Eso sí: nadie vivo en Pompeya había sido testigo de
aquellos años y para mí esas historias eran puro cuento. El
Riachuelo, creía yo, había sido siempre una sopa espesa de
aceites y alquitranes. Una llaga más que un río, que serpenteaba
a espaldas de los frigoríficos y las curtiembres donde
trabajaban nuestros padres.
--Se habrá
secado, pero apesta igual –le dije a Tito.
Ese olor a
pudredumbre había sido el perfume de nuestros mejores días. De
chicos, todas las tardes a la salida del colegio, bajábamos a
sus orillas. Se hablaba de que entre los pastizales vivían ratas
tan grandes que devoraban de tres dentelladas a los cusquitos
que se escapaban de sus casas y a los cuerpos que cada tanto
aparecían por ahí con la garganta tajeada o con un balazo en la
frente. Pero no nos importaba. Tito, el Cardo y yo. A falta de
Mompracem, los Tigres del Riachuelo. Armados con gomeras y
lanzas hechas con cuchillos de cocina oxidados y cañas de medio
metro, recorríamos sin miedo cada milímetro de esa cloaca a
cielo abierto que, según la abuela de Tito, destilaba el pus del
Diablo.
El más valiente
era el Cardo. Le decíamos así porque la madre le cortaba el pelo
tan corto que le quedaba erizado y pinchudo. Era capaz de
enfrentar cualquier peligro sin medir las consecuencias y nada
lo irritaba más que alguien pusiera en duda sus agallas. “A que
no te animás”, le decíamos para chucearlo si el día venía medio
zonzo. Y él, para taparnos la boca, se animaba a lo que fuera.
Una vez
encontramos un revólver. No estaba oxidado. Seguramente lo
habían tirado ahí poco tiempo antes.
--A que no te
animás a romperle la ventana de un balazo a la gorda Zulma –le
dijo Tito.
Odiábamos a la
gorda Zulma porque el verano anterior nos había pinchado una
pelota de cuero que habíamos pateado sin querer al patio de su
casa. Tito agarró el revolver por el caño y se lo ofreció al
Cardo. El Cardo lo manoteó casi con rabia y se lo calzó en la
cintura como los pistoleros del Far West. Era una tarde pesada,
húmeda. El cielo se había encapotado y las calles estaban
vacías. Fuimos hasta la casa de la gorda Zulma corriendo en
puntas de pie, como si hubiéramos temido que nuestras pisadas
pudieran delatarnos. El Cardo se parapetó detrás de la caja de
un camión estacionado. Nosotros, en la esquina, listos para
huir. Me pareció que el Cardo disparó una sola vez, pero se
escucharon dos estruendos apretados y el ruido de los vidrios
rotos. Enseguida, gritos. Escapamos hacia el Riachuelo y nos
refugiamos en la protección de los pastizales. Después, seguimos
por la orilla hasta el Puente Uriburu. Tiramos el revólver ahí y
regresamos a la media hora como si nada. El barrio entero estaba
en la calle. Un patrullero y una ambulancia, en lo de la gorda
Zulma. La puerta abierta. Tito empezó a lloriquear. “¿Y si la
matamos, eh, y si la matamos?” Pero enseguida apareció nuestra
enemiga con la cara deformada de llorar y las piernas flojas,
sostenida por dos enfermeros que la llevaban hacia la
ambulancia, asustada hasta el desmayo pero viva. “Esa hija de
puta no nos pincha una pelota nunca más”, murmuró el Cardo con
los dientes apretados. Y me pareció que los ojos le brillaban
con un relumbrón extraño.
Tito tenía razón.
El Riachuelo estaba seco, como si toda la porquería arrojada
durante años se hubiera terminado de beber lo poco de agua que
le quedaba. El Ramón seguía del otro lado y saludaba a los de
acá con la alegría histérica del náufrago que acaba de ver la
lancha de rescate. En el lecho barroso sobresalía el chasis
podrido de un auto, entre otros objetos que habían perdido la
forma y el color y que ahora parecían los fantasmas siniestros
de un planeta arrasado. La cámara de un canal de televisión
registraba todo. El periodista, pringoso de sudor en su traje
gris, hablaba con voz engolada de un fenómeno único en el mundo
cuyas causas se desconocían.
--Yo no me
acuerdo muy bien dónde fue –dije con la esperanza de que Tito
desistiera.
--Yo sí. Allá,
dónde se está juntando esa gente.
--A lo mejor ya
lo encontraron.
Tito se frenó un
segundo y luego se largó a correr como un loco hacia el grupo de
personas. Lo seguí. Nos filtramos a los empujones y llegamos al
medio de la ronda. Una vieja limpiaba con trapos húmedos a un
perro sucio que parecía un pingüino empetrolado. “Eso te pasa
por no hacerle caso a mamá”, rezongaba la vieja. El perro
temblaba y lloraba como un chico asustado. Me agaché a
acariciarlo. Sentí en un hombro la mano de Tito.
--Vamos –me dijo.
Me paré
lentamente, como si me costara. Y me dejé llevar, barranca
abajo.
Nosotros, a los
doce años, en ese mismo lugar.
A Tito se le
había ocurrido prender fuego un montón de pasto seco usando la
luz del sol y una lupa. Quería probar lo que había visto en una
película. Llevaba una hora arrodillado, cambiando la lupa de
lugar a cada rato para captar mejor los rayos, y nada. El Cardo
dormitaba panza arriba. Yo tiraba piedritas a las aguas muertas.
Habrá sido el aburrimiento, entonces.
--¿A que no te
animás a nadar hasta la otra orilla? –le dije al Cardo.
El Cardo se
irguió sobre un codo y con la otra mano hizo visera para
mirarme. No contestó nada.
--Es cerca
–agregué.
El Cardo se daba
dique de buen nadador. Decía que en la pileta del Ateneo hacía
cinco largos sin acalambrarse. Que de grande iba a trabajar de
salvavidas, que su sueño era cruzar el Canal de la Mancha a nado
como un rosarino que había salido en la tele. Toda la tarde
había estado hablando de eso antes de quedarse medio dormido.
--Dicen que por
acá no es hondo –lo azuzó Tito, que de golpe se olvidó de su
experimento.
El Cardo se paró
y bajó a la orilla, como si hubiera querido evaluar si era
posible, si no estábamos locos.
--El problema son
los ojos. Te entra algo de agua y te quedás ciego –dijo Tito, y
por un momento tuve miedo de que lo hiciera arrepentir. Agarró
la bolsa de plástico transparente en la que había traído la lupa
y se la mostró--. Pero te hacés unas antiparras con esto y
listo.
--La ropa –dijo
el Cardo--. Se va a arruinar.
--Dejala acá. Si
querés, te presto mis calzoncillos así tu vieja no se da cuenta.
--¿Y qué hago del
otro lado en bolas, eh?
--Bueno, vas
hasta la mitad y volvés, que es lo mismo que si hubieras
cruzado.
Me dio la
sensación de que dudaba, de que no le encontraba sentido. Una
cosa era cagar a tiros la casa de la gorda Zulma y otra, éso.
--¿Qué? ¿No te
animás? –saltó Tito, ya cebado.
El Cardo se sacó
la remera, las zapatillas y el pantalón. Se quedó en
calzoncillos. Le ofrecí los míos y no los quiso. Se metió y
caminó unos pasos.
--Parece mierda
esto –dijo.
--¿Querés la
bolsita para los ojos? –le preguntó Tito.
--No.
Siguió muy
despacio. Y no se tiró hasta que el agua le llegó al pecho. Al
principio no braceaba. Nadaba perrito, con la cabeza parada,
bien afuera. Del asco, creo. Pero era mucho esfuerzo y avanzaba
poco. Eso lo debe de haber hartado y se largó con un crol
perfecto.
--¡Vamos, carajo!
–exclamó Tito.
Cortaba el agua
con los brazos arqueados y balanceaba la cabeza, a un lado y
otro, para tomar aire. Veloz y seguro, el Cardo. Parecía un
pájaro oscuro atravesando como una flecha una noche líquida y
viscosa.
--¡Hasta el Canal
de la Mancha no paramos! –le grité fascinado por la proeza,
exaltado por el orgullo de ser su amigo.
Cuando llegó a la
mitad, se detuvo. La cabeza del Cardo era apenas un grumo en la
superficie negra. Permaneció un rato flotando ahí, como si
estuviera juntando fuerzas para el regreso. De pronto agitó el
brazo derecho. Yo lo saludé. Nos gritó algo que no entendí y lo
miré a Tito.
--Se acalambró
–me dijo.
La cabeza del
Cardo desapareció de golpe, como si hubiese sido chupada por una
fuerza invisible. Pero enseguida arañó el aire con una mano y
asomó de nuevo. Estuvo dos o tres segundos tratando
nerviosamente de mantenerse a flote y volvió a hundirse. Le
grité que aguantara, que se agarrara de algo. Y tuve esperanzas
de que iría a lograrlo cuando vi que su cabeza irrumpía una vez
más, ahora con la furia de un tiburón hambriento, y que sus
brazos repartían manotazos enloquecidos al agua. El Cardo,
enojado. El Cardo, héroe.
--¡Dale! ¡Dale!
–le gritábamos desde la orilla mientras él se revolvía entre
remolinos de aceite. Éramos pibitos y creíamos con una fe ciega
en su coraje terco. Por eso no nos dimos cuenta de que la
realidad era otra. De que en ese esfuerzo desesperado estaba
gastando sus últimas energías. El Riachuelo se lo volvió a
tragar y permanecí un rato largo en silencio esperando a que
saliera otra vez. Hasta que Tito se arrodilló y se puso a
llorar. Empecé a dar vueltas como un perro que se muerde la
cola. Pensaba en el Cardo, ahogado en ese charco de veneno. Y en
lo que pasaría con nosotros cuando se supiera. Lo abracé a Tito
y le hablé al oído.
--No vimos nada.
No sabemos nada. El Cardo se aburrió porque no podíamos prender
fuego el pasto con la lupa y se fue. Se fue, ¿me entendiste?
Solo. No vimos nada. No sabemos nada.
Cruzamos el
puente para tirar la ropa en una zanja de la otra ribera.
Después volvimos y nos encerramos en mi casa. A la nochecita
apareció la madre del Cardo. Tenía los ojos hinchados y las
manos le temblaban. El Tito se calló la boca. Creo que no se
quebró porque estaba conmigo. Y porque hablé yo, y porque
mantuve la mentira palabra por palabra. La voz firme, el
argumento sólido, ni la menor grieta de remordimiento.
Lo
buscaron durante varias semanas. Pegaron carteles con su foto en
todos lados. Hasta hicieron una misa pidiendo por su regreso.
Pero el cuerpo del Cardo no apareció nunca. Su misterio se
fundió con la rutina del barrio, y eso trajo la resignación y el
olvido.
Tito se internó
en el cauce gelatinoso. Dio dos o tres pasos y se resbaló. Tuvo
que apoyarse con la mano derecha en el piso para no caer redondo
en esa papilla negra. Se miró la palma unos segundos, como si se
hubiera clavado algo, y luego se la limpió pasándosela por el
fondillo del pantalón. Siguió. Me sorprendió su seguridad.
Avanzaba en línea recta, pura certeza, como si conociera el
camino de memoria. Como si durante los últimos cinco años
hubiese imaginado esa escena una y otra vez --el Riachuelo seco,
el cuerpo del Cardo a la vista--, y hubiese trazado mentalmente
el mapa de su culpa.
La gente se
aburrió del perro empetrolado y bajó hasta la orilla para ver a
Tito. “¿A dónde va?”, me preguntó alguien y yo le contesté
encogiéndome de hombros. Me pareció que todo era ridículo. Para
qué acordarse del Cardo cuando ya nadie hablaba de él, si hasta
su madre, enloquecida del dolor, se había ido del barrio. Para
qué hurgar en el pus del diablo. Tito llegó hasta la mitad del
río. Se quedó un momento de pie con la vista clavada en el
suelo. Luego se puso en cuclillas. Escarbó un rato. Vi sus manos
sucias. Vi que se daba vuelta. Vi que el periodista avanzaba
hacia mí, que el ojo de la cámara buscaba mi cara. Subí la
barranca de dos trancazos. Escuché que me llamaban, que alguien
gritaba mi nombre, pero no paré. Crucé la calle, corrí hacia las
casas.
*El
pus del diablo está incluido en el libro de relatos "Los que
están afuera". Obtuvo un accésit en el Concurso Expo Zaragoza
2008 Cuentos del Agua
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