El territorio
Publicado en Rosario/12, enero de de 1993.
Nuestro territorio se extiende desde el río, límite de todos los
territorios vecinos, hasta el promontorio de la cruz. Desde el
promontorio de la cruz baja un valle tocando los caseríos
diseminados en el verde. La ladera está fraccionada en parcelas
sembradas. El suelo es rico. Las parcelas adoptan el color de los
sembrados como si con retazos alguien hubiese hecho una colcha para
cubrir el monte. Con mi padre vivimos en los caseríos que los del
monte llaman el pueblo, como si el pueblo fuera una voz inmensa y
lejana que habla el lenguaje de los vivos en medio del silencio. El
río no es caudaloso y corre rápido hacia abajo. Nadie sabe dónde
termina porque al no navegárselo es imposible seguir su curso.
Algunos dicen que desemboca en otro río y otros, los más jóvenes,
dicen que desemboca en el mar. Y dicen mar por decir océano y no
dicen océano por no escandalizar a la imaginación con cosas que por
más que la imaginación se empeñe en abarcar, ella, la imaginación,
sabe que nunca podrá hablar de un océano sin nombrar solo una parte.
La irregularidad del suelo no permite que se construyan pistas de
aterrizaje. Un avión que hubiera aterrizado en el pueblo hubiera
develado la incógnita y ese mínimo debate que ocupa la mirada cuando
la mirada mira el río, ni existiría. Tampoco existiría la cuestión
de los límites. Los límites con nuestros vecinos son imprecisos.
Caminando horas uno puede cambiar de idioma y atravesar así como así
varios caseríos también llamados pueblos, donde otra gente detecta
enseguida que uno es extranjero y se ocupa en indicarle ante
cualquier pregunta el camino de regreso. De manera que caminar es
también volver. Salir es volver. Andar es desandar y avanzar
retroceder. Por eso la gente no camina mucho y prefiere, cuando el
clima es benigno, casi siempre lo es, estar sentada en los jardines
de sus casas y mirar, mirar a su antojo lo que se le ocurra. No hay
mucho para ocurrírsele, pero siempre algo sucede. Hay árboles que se
secan, flores que se transforman en frutos, frutos que caen sin
hacer ruido y ruidos: sonidos de pájaros y de caballos trotando. Los
caballos trotan en el día y en la noche. En la noche el trote se
mezcla con el viento y el viento y el trote se mezclan con el río.
El río durante el día es silencioso, pero de noche cobra vida y
trota, trota hacia abajo, hacia otro río o hacia el mar, no sabemos.
Y si el día es para ver, la noche es para oír el curso de lo que se
mueve: en esto solo hay seguridad con el río. Los caballos y el
viento son impredecibles. Solo en la adultez uno tiene una
aproximación a los posibles cursos de las cosas. Al que siendo
adulto no se aproxima al conocimiento de las cosas se lo clasifica
como loco y se lo deja mirar de noche y oír de día. Pero de noche
nada se ve y de día, sin estar en los jardines, es muy poco lo que
oye. De manera que los locos viven en un mundo ciego y silencioso. O
lo que ven no existe y lo que oyen es lo que nadie oye: permanecen
en sus casas sacándole puntas a sus lápices e inventan territorios
propios tan colmados de nada que hasta la misma nada se espanta y se
hace inverosímil. Caracoles dejan de ser caracoles, espantapájaros
dejan de ser espantapájaros y el aire que podría ser emblema de nada
se hace tan material y pesado que no hace más que oprimir a los
locos contra el piso. Por eso no hay loco que resista estar de pie
mucho tiempo, ni pie que soporte el peso de un loco. Es decir, los
locos son como el aire, materiales y pesados, pero se los obliga
estar de pie. Acostados, echan raíces y se aferran a la tierra de
tal manera que ni el tiempo los lleva. Porque el tiempo en mi
territorio se ha llevado y se lleva muchas cosas. Se ha llevado la
risa y ha traído el desencanto. El desencanto también tiene una
risa, pero esa risa es tan perecedera que a veces se pudre en el
mínimo santiamén de una mirada. Por eso nadie mira las cosas con
mucho detenimiento o las mira en el justo momento que son frutos, y
enseguida trata de ver otros frutos antes de que se pudran para
poder consumirlos. Todos aquí tienen la panza llena de esas imágenes
a punto de deteriorarse. Todas esas imágenes o el conjunto de esas
imágenes arman una sola conocida como la risa del tiempo. Pero
tampoco nadie sabe qué es exactamente la risa del tiempo y de ahí la
incertidumbre. Hace mucho alguien quiso perpetuar las imágenes
anclándolas a la cruz y dejándolas flamear sobre el río. Pero el río
fue tan bravo que por poco se nos lleva la cruz y junto con la cruz
el monte, los cerdos, los sembrados. Hubiéramos desembocado en lo
desconocido que no es como la incertidumbre. La incertidumbre tiene
opciones, puede ser esto o lo otro, o las dos cosas a la vez. En
cambio lo desconocido puede ser esto, lo otro, y ninguna de las dos
cosas a vez. Por eso todos aquí optan por la incertidumbre. Dentro
de la incertidumbre está el pensar, el mirar y oír mientras se
siembra, se crían cerdos o se descansa en los jardines.
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