El juego

 

Mención Especial en Cuento del Concurso "QUIJOTE DE PLATA VIII", organizado por la Asoc. de Arte y Cultura de San Lorenzo (Santa Fe) en 1986. Jurado: Angélica Gorodischer, Héctor Sebastianelli y Elda Forcatto.

Incluido en el libro de relatos “Astucias que por sutiles se aniquilan a sí mismas”

 

Recuerdo que en aquella época solía estar feliz. Eran juegos, juegos que organizábamos en el patio. El patio nos dividía de nuestra vecina soltera por un ligustro perenne. La casa de nuestra vecina era también perenne, y soltera.

Recuerdo que dividíamos el patio con una raya no demasiado profunda hecha en la tierra y demarcábamos los territorios de cada bando. Quienes se ponían del lado de la casa debían impedir que los que nos ubicábamos del lado de nuestra vecina pasáramos la línea. Creábamos una especie de muralla invisible para comprobar quiénes eran capaces de derribarla. Mi hermano acostumbraba a ponerse en mi bando y, si conseguíamos un amigo gordo, era muy factible que superáramos a los otros. Mi madre decía que ése no era un juego para nosotros.

Recuerdo que mi vecina nos espiaba. Y asomaba su nariz por algún agujero del ligustro y nosotros, concientes de su curiosidad y de su soltería tratábamos de escandalizarla. Los vehículos no eran difíciles. Por momentos, cuando se llegaba a una tensión de la muralla en la que no se lograba definir a los triunfadores, soltábamos improperios procaces como palomas. No era raro putear, ni amenzar con romperle el culo a los perdedores, y a quien osara mirarnos. Luego, quienes estaban del lado de la casa, (generalmente con mi hermano nos ubicábamos de espaldas al puesto de observación de la vecina), nos informaba el momento en que ella llegaba a un punto de saturación de su vergüenza.

Así, triunfadores y develadores de su impudicia nos tirábamos al suelo sumergiéndonos en risotadas armoniosas. Mi madre decía que volvíamos muy sucios a casa. Parecía que el juego había perdido su atracción de medición de fuerzas para constituirse en la medición de resistencia de nuestra vecina. Entonces, el motivo de la reunión era ella, su deseo de vernos forcejear hasta que algunos quedasen exhaustos, y su posterior retirada fugaz.

Por repetición el juego acabo por dejar de despertar aquella curiosidad y tuvimos que sacarle punta al ingenio desplazando nuestra propia diversión al fastidio ajeno y evaluando qué sería lo que más le molestase. El primer intento fue un coro de gastos maullando e intentando reproducir lo que nos decían eran sus peleas nocturnas. Pero el efecto fue tan débil como la idea y sin pena ni gloria murió como una gata baleada. El prestigio de nuestro patio decayó al punto de perder a algunos de los militantes más fieles. Particularmente al gordo, un maestro en la imitación de gatas en celo.

Creímos que había sido una baja irreparable. Sin embargo, al poco tiempo, cayó un morochito del otro lado de la vía sumamente experimentado en estas lides. El trajo, quizá por su habilidad, el aire necesario y aportó el juego que cumpliría con la consigna. La pelota picó dos veces y un patadón enorme de mi hermano la tiró al otro lado del ligustro, sobre un limonero cargado de manchas amarillas. El drama, el verdadero drama, fue escoger de entre nosotros al encargado de la reconquista del balón. Algunos optaron por mi hermano, yo voté en blanco. Luego, la descendencia me hizo trasponer con cierta dificultad el ligustro y me permitió descubrir un patio abarrotado de cítricos. Los cítricos, ubicados en parcelas armadas con ladrillos de canto, formaba caminos que terminaban en la casa donde se focalizaba mi temor. Mi temor entonces se apoyó en el limonero que acunaba la pelota y supo impulsarme hasta ella con agilidad felina. Desde arriba pude meter mis ojos por la ventana que daba a la cocina, donde todo relucía blanco como una iglesia y había algunos cubiertos gigantes que despertaron mi curiosidad, hasta que una cabellera semicana interrumpió la escena tirándome de un salto con la pelota en las manos. Me raspé las piernas y los brazos , retornando sano y salvo. Mi madre me dijo que tuviera cuidado con los juegos. Para mí había sido suficiente, así que dispuse del tiempo de los demás solicitándoles que abandonásemos. Había algo de agitación cardíaca en aquella decisión mucho más verosímil que un sentimiento.

Mi madre se sorprendió al vernos tan temprano en casa. Supusimos que no nos habíamos equivocado y decidimos, con mi hermano, seguir con el juego al otro día. A mi madre tampoco los gustaba demasiado que jugásemos con la pelota, temía por sus plantas y sus vidrios vigías. De todas maneras, debíamos profundizar el juego hasta terminar con la paciencia de mi vecina. Esta vez el morocho, luego de pasarle rozando al palo vertical dispuesto como travesaño, incrustó la pelota en un naranjo. El naranjo, adolescente y débil, dejó que la pelota se deslizara entre sus ramas. Cuando me asomé, la vecina tenía un brazo en jarra y en el hueco, contenía nuestro balón casi asfixiándolo.

Mi familia no mantenía ningún tipo de relación con ella. Alguna historia mal contada se había tejido en los intersticios de mi memoria y conocía de ella sus lugares vulnerables y, por mérito propio, sabía además de su religiosidad de cera. Esa cara no me era ajena, supe espiarla sin pruritos rumbo a las misas de los domingos, solo que ahora estábamos a poca distancia, enfrentados. Entonces pude ver menos arrugas que las imaginadas y pude ver también su cuerpo. Mi madre hablaba de una bruja, yo suponía que ella volaba. (Ahora estaba sobre la tierra de su patio cítrico dispuesta a alcanzarme el balón). Estiró el brazo como el mejor de los arqueros, la pelota pasó sobre mi cabeza hasta caer en mi patio y yo, agradeciendo el gesto, me levanté lo gorra. Ella sonrió como solía hacerlo a veces mi madre y caí en mi patio con la palidez de una cala. Si resto las bromas de las que fui objeto, me quedo con con una jornada develadora. La bruja, había perforado un lugar insospechado de mis certezas. Debí utilizar algunos días para rearmar mi mundo y luego, volví a ser el delantero escurridizo que todos conocían y creo, temían. Y aunque de allí en más boicoteé los planes para fastidiarla, suponiendo que no tenían el más absoluto sentido, debo reconocer que los sucesivos juegos cumplieron con parte de nuestros planes. En poco tiempo, ella se reconstituyó en el motivo de nuestras reuniones. Ya no la fastidiábamos, por el contrario, estaba feliz de que jugáramos en el dormitorio de su casa. Mi madre no lo sabía.

 

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