tablas y otras partidas
Primera mención en el VIII
Concurso Literario "Ciudad de San Lorenzo, cuna de la independencia
americana". 1992.
Incluido en Textos sin destino.
Estoy
listo, falta que de la tintorería me alcancen el traje, el único que tengo. Es
importante que me lo traigan porque esta noche voy a una fiesta. Celebramos el
cumpleaños de un compañero de trabajo. La invitación se hizo en la oficina.
Nuestro compañero se sentó en su escritorio y mirándonos seriamente a todos
dijo que esa noche organizaba una reunión, y nos pidió que por lo menos
tratáramos de ir bien vestidos. No es que él se merezca tal homenaje, sucede
que en el último cumpleaños tuvimos el mal gusto de emborracharnos, y todo terminó
en un tirarse cosas, desacomodando sin razón un departamento y dando la
oportunidad a nuestro amigo de decir lo que dijo. Si bien es cierto que al día
siguiente de esa borrachera nos prometimos olvidar, todos sabíamos que era
imposible. El dueño del departamento desacomodado se enojó tanto con nosotros
que juró no festejar más cumpleaños. Estoy seguro que por dentro nos reíamos
recordando a Juárez parado en la baranda del balcón y amenazando con suicidarse
si Marita no accedía a sus pedidos. Recordando también, por ejemplo, como
Marita virgen se ruborizaba, obligándola esa vergüenza a tomar más vino del que
necesitaba. La recriminación del dueño del departamento fueron unos reproches a
niños poco integrados, y obedecieron, tanto para mí como para Domingo, al hecho
de que en ningún momento le cantáramos el cumpleaños feliz. Apenas llegamos,
después de cargar al cadete, nos abalanzamos sobre la mesa. Vignolo contó
cuentos repitiéndose. Domingo se quejó de que no hubiera mayonesa. Catalina
volvió a hablar de su novio muerto y lloró cuando ya estaba borracha. Juárez la
abrazó y ella con un pedazo de copa rota lo amenazó con hacerle un tajo en la
nuca. Juárez me pidió que la calmara. Yo intenté explicarle pero ella me dijo
que me fuera o de lo contrario se cortaba las venas. Marita entonces, sobria
todavía, le pidió a Catalina que la acompañara al baño, ocupado en ese momento
por el cadete. El homenajeado iba y venía con platos y botellas y a veces
protestaba porque comíamos muy rápido. Apuntando fundamentalmente a Domingo,
quien aprovecha estas circunstancias para demostrar por qué es gordo. Según
Vignolo, que lo odia en secreto, Domingo come mucho para llamar la atención. En
cambio él no come nada y dice que es por ecología, como si la comida y nosotros
estuviéramos infectados por alguna cosa. De su dieta exceptúa el vino y de esa
manera se desinhibe y empieza a decirnos en la cara lo que para él son nuestros
defectos, generando un ir y venir de sutiles provocaciones y un arrojarle algo
sin querer para que de inmediato se calle. Esa noche Juárez le volcó el vino
encima y Vignolo, que con Juárez no se mete, hizo silencio. Las chicas
volvieron del baño y se le quejaron al cadete del olor que había dejado. El
cadete dijo que era un ser humano y que tenía derechos. Lo siguieron hostigando
hasta que intervino la pecosa, que es de esas tipas a las que les gusta
inclinarse por los más débiles. Solo que esta vez el cadete interpretó la
defensa como un acercamiento. No había terminado el embrollo cuando le propuso
a la pecosa acompañarla hasta su casa. Ella se ofendió y rabiosa guardó
silencio por el resto de la noche, rumiando alguna contradicción inconfesable.
Después le dio una curda triste, se apelotonó en un sillón hamaca y pasó toda
la fiesta con el vaso en la mano mirando las estrellas. Cuando empezó el baile,
Juárez la quiso sacar y ella lo miró con cara de asco. A mí me hizo a acordar a
otros cumpleaños, en los que discutíamos de política y la pecosa se calentaba
con alguno que quería tomarle el pelo. Hacía lo mismo, buscaba un rincón y se
acurrucaba cerrándonos el paso, como si se quedara suspendida en pequeñas o
grandes muertes, una tras otra. Vignolo decía que ella provocaba esas
situaciones para seducirnos. Conmigo al menos lo conseguía, me sacaba siempre
un consuelo y terminábamos acostados en su casa. Pero un día me puse firme y la
dejé abandonada a su suerte, preferí irme con el gordo a terminar la noche en
un café donde tocaban música. Era Vignolo el que en esa oportunidad festejaba
su cumpleaños. Me acuerdo que cuando la madre nos vio llegar chacoteando, nos
dijo que tuviéramos un poco de compostura, pero enseguida el cadete cometió la
primera torpeza diciéndole que no se preocupara, que él mismo la sacaría a
bailar. La madre de Vignolo dobló como pudo su sillón de ruedas y se perdió rumbo
a los dormitorios.
Al
otro día, en la oficina, el mismísimo Vignolo, que además es jefe de sección,
le quiso pegar una trompada. Entonces el cadete llamó a Juárez y Juárez le
explicó que su madre nos había ofendido diciéndonos mugrientos. A lo que
Vignolo respondió con un gesto de duda. En esos tiempos, las cosas no pasaban a
mayores porque el motivo de las reuniones era conocernos. Nos quedábamos
haciendo sobremesa, hablando de nuestras vidas o de temas generales y acompañados
por alguna música nueva. Pero en la medida que nuestras historias, nuestras
opiniones y nuestros gustos musicales fueron conocidos, las reuniones se
transformaron en partidas de ajedrez. Cada pieza realizaba regularmente un
movimiento preestablecido, y la combinación de esos movimientos resultaban
jugadas diferentes. Hubo que estudiar donde ponerse para no ser devorado.
Después, todas las combinaciones se agotaron. Últimamente, sin desearlo,
estamos improvisando nuevas figuras.
En
la penúltima fiesta que tuvimos, organizada por Domingo, también pasaron cosas.
Después de mucho tiempo Marita estrenaba un vestido nuevo, el cadete empezó a
cargarla preguntándole quién se lo había regalado. Mientras tapándose la boca
nos decía que seguro era un viejo que la mantenía. Marita trataba de ignorarlo,
pero el cadete insistía. Hasta que ella le dijo sí, me la regaló un viejo que
me mantiene ¿y qué? Los demás nos largamos a reír, no porque eso no pudiera ser
cierto sino por la manera en que ella tomó un cuchillo y amenazándolo se lo
dijo. En ese momento Domingo venía con los fideos y se había tentado de tal
forma, que en lugar de apoyar la fuente la tiró como si fuera una bola de
billar. La fuente rebotó una vez y luego volcó desparramando el tuco por toda
la mesa. Marita no sabía con quién agarrárselas primero. La tomé de los brazos
para que no hiriera a nadie y a la vez no podía sostenerla porque yo tampoco
paraba de reírme. Ni siquiera Catalina, que se dice su amiga, pudo dejar de
reírse. Marita forcejeó conmigo mientras Juárez parado en una silla pedía que
nos besáramos. Marita se me escapó y se fue contra Juárez. Juárez se puso
detrás de Vignolo y Vignolo se puso pálido. Los demás seguían festejando.
Vignolo trataba de explicarle, Juárez aprovechó para subirse a la mesa. Fue la
pecosa la que trató de serenar los ánimos exigiéndole al cadete que se
disculpara, pero el cadete no accedió. Y todos supimos que había consumado una
venganza de varias reuniones atrás, cuando Marita hablando de la masturbación
nos contó que había visto al chico practicar en el baño de la oficina. Lo que
dicho así a boca de jarro y sin pruebas informó a Vignolo. Vignolo se lo tomó
en serio y pidió una suspensión de una semana para el cadete. Marita ahora,
manchada en la falda por el tuco y llevada a un punto sin retorno solo atinó a
mirarse el vestido y a llorar como una nena. Esa fiesta se rompió en pedazos,
ni ganas tuvimos después de poner música. Alguien sugirió que por lo menos
jugáramos a algo y enseguida se organizó una tómbola. El gordo Domingo la trajo
dentro de una caja precaria y nadie hasta los treinta números advirtió que
faltaban bolillas. Entonces comimos la torta adornada con chocolate. Marita
parecía consolada, pero ni bien le sirvieron su porción se la arrojó al cadete.
Los demás nos largamos a reír, el cadete era ahora el enojado, quería matarla.
Juárez volvió a subirse a la mesa. Yo traté de serenar al chico. El pobre, rojo
abajo y marrón arriba parecía una bandera rara. Al forcejear con él me manchó
la camisa y tuve ganas de pegarle para que se calmara. Marita, Catalina y la
pecosa se fueron a un rincón. El gordo se puso serio porque el tortazo le
manchó también la pared donde estaba el retrato de sus padres. Vignolo dijo que
estaba cansado, que se iba a dormir y Juárez, nos pidió que nos besáramos. Yo
solté al cadete y me la agarré con Juárez, la pecosa quiso calmarme. Juárez
entonces me dijo que yo no me la aguantaba y que para lo único que servía era
para bajarle la caña a la pecosa. Enterando a Catalina con quien ya estábamos
saliendo. Catalina se me vino encima y el gordo también porque él ahora salía
con la pecosa. Vignolo se quedó para saber qué pasaba. El cadete y Marita
hicieron las paces y yo expliqué que Juárez tomaba esas actitudes porque nadie
reparaba en él y todos lo entendieron, menos Juárez que ofendido dio un portazo
que tuvimos que arreglar al otro día en la oficina. En realidad, él después me
agradeció que yo no haya dicho nada de sus relaciones con el cadete. Lo que
hubiera empeorado las cosas. Fue la reunión de las discusiones, así como otras
fueron las de tirarse cosas o de tomar de punto a cualquiera. Pero la mayoría
le pertenecen a la borrachera, que puede contenerlas a todas. Aunque esta
noche, si me traen el traje, alguien llevará cadenas.
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